Fue acreedora del el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta, 1994, premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares, 2006, Premio Xavier Villaurrutia 2009, entre otros. Pertenece al SNCA. Ha publicado doce libros de poesía: “Cinco estaciones”, “Un lugar ajeno”, “Segunda persona” (Premio Nacional de Literatura Efraín Huerta), “Glosas”, “Horas”, “Luz por aire y agua”, “Un jardín, cinco noches (y otros poemas)”, “Contracorriente” (Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares), “Parafrasear”, “Muerte en la rúa Augusta” (Premio Xavier Villaurrutia), “Amigo del perro cojo” (Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada) y “Lo que hicimos”; además de cuatro obras en prosa: “La noche en blanco de Mallarmé”, “El libro de las explicaciones” (Premio de Narrativa Antonin Artaud), “La invención de un diario” y “Mi caso Rimbaud”.

Primera escena: las manchas de sol en los ojos y el dispendio de un verano precoz que lastima cuando uno se dispone a pisar la calle sin problemas de conciencia porque ya se gastó al usarla como escudo o pretexto o reflejo. Segunda escena: el sol en la espalda clavándose como un cuchillo y la conciencia resuelta a no concebirse adentro o afuera pero sí en medio como una noción absoluta en la paradoja de que si hay alguien existe pero si no hay nadie deja de existir por pura sensatez. Tercera escena: el doctor de las similitudes y los sinónimos patea la piedra refutando al filósofo: ahí está su cabeza, su metafísica, su dislate contra la materia. Cuarta escena: dónde voy a ocultarme entre un sol y otro. La conciencia tiende a desdibujarse en la luz. Las ideas no existen al margen de la mente. ¿Quién dijo mente? Unicornio o sirena. Que sean a destajo el cuerno o la cola. Me perdiste por distraerte. Quinta escena: voy marchando por la banqueta como si fuera soldado, voy marchando como si fuera Él. Mi sol es un desaire. Casi voy a revocarme con la conciencia limpia poniéndome cualquier máscara, poniéndome en cualquier parte. Alguna vez una mañana en los confines será una especie de círculo el sol o un número primo.
Maté veinte hormigas hoy. Fumé dos cigarros anoche. Los poemas son animales en cierta forma, según Ted Hughes. Tienen su propia vida y subsisten por su cuenta, supongo. Tres hormigas, dos hormigas, una hormiga. Las aplasto con mi dedo índice. Voy a aprender a respirar. Leo poesía sobre la luz y sobre el amanecer. “Esa idea perniciosa” – escribió Pound – “de que un libro bueno necesariamente tiene que ser aburrido.” Tomo notas para el pasado que va a suceder en el futuro. Ya no habrá dádivas si no se demuestra la función social de lo que uno va viviendo. ¿Es usted imprescindible? En este día del año, en el Jardín de las Musas, examino con detenimiento los rasgos de la naturaleza y las palabras amontonadas, por decirlo de algún modo, en la franja polvosa de mis papeles. Elijo medrar. ¿Cumple usted con sus obligaciones? Van desertando mis hormigas. Una hace su ronda por el lavabo. Tiempo suficiente para vivir un segundo más. ¿Podría explicarnos cuál fue su punto de partida? Pasa chueco por mi lado el río que vi antes de que lo secaran. Disgrego el sentido. El animal del poema nunca sobraría si estuviera en algún lugar, como ya se supuso, porque subsiste a solas sin que importe leerlo. El mecánico me lo explicó anoche. La parte por el todo, finalmente.
Un pájaro muerto debajo de mi cama. Un pájaro roto debajo de mi cama. Lo arrastro hacia el tapete. Lo meto en una bolsa. Amarro la bolsa. Soy quien tira la bolsa. Soy quien corretea al gato. La circunstancia del pájaro muerto en una bolsa dentro del basurero; la circunstancia del cadáver insepulto del pájaro en una bolsa dentro del basurero: la plaga de hormigas que interfiere a diario con mis opciones, el gis chino con el que marco obsesivamente las ranuras en cada cuarto de la casa, la anomalía en mi memoria de dos cucharas en la mano y yo buscando en el cajón la tercera. Alguien se asoma. Retengo la imagen del parque, de la señora con su tanque de oxígeno tosiendo y paseando a su perro. Retengo el aire con tierra. Alguien se sigue asomando. El pájaro muerto en su bolsa. La amiga muerta en su vida. Ninguna equivalencia. Yo misma hablando conmigo de mí misma. Tú mismo hablando contigo. Él cuando lo toco. Yo cuando me toco. Se suspende. Verosímil pájaro muerto. Verosímil bolsa.
Un poema harmónico, reflexivo, descriptivo. Un paraje donde gritan monos en los árboles y aparecen tolvaneras, remolinos, cañadas, La vista es tuya si la quieres, le dice. Un poema sobre el poema. El blanco del poema. La orilla negra en la cubierta del poema. Pones el pensamiento en su sitio: se aburre. Escribes la crónica de la fijeza: “aprender a quedarse quieto”. La crítica de la retórica se lee diagonalmente para no advertir los detalles de la retórica. Por ejemplo: que los ojos del espíritu ven el poema y no los ojos de la carne que son los que uno ve en el espejo con los mismos ojos. La trama es confusa. Movimiento no es metáfora de cambio. Va el poeta con su látigo entre las piedras. Les grita a los monos para asustarlos. Se esconden los monos en la maleza y lo observan. Busca significados el poeta. Nada no es metáfora de vacío. En la escena figurativa del palacio hay incredulidad por la minucia de las descripciones y la ausencia estrafalaria de veredictos. El poeta se topa con una brecha. Instante no es metáfora de tiempo. Al interior del palacio, me dice con sorna. Mirar al tordo elusivamente con el rabillo del ojo de la carne casi equivale a poseerlo con el espíritu. El poeta no cree en la realidad mientras no se represente en la dialéctica que él propone. Una cosa no es metáfora de la otra. El poeta se debate en el paraje imperfecto: “las lianas de las letras”. Palabras no comen palabras.
La impresión de recordar algo olvidado es uno de los efectos que debe darnos la buena poesía. Leo pausadamente y luego recito el poema con los ojos cerrados para que no se desvíe ni se demore el recuerdo que debe emerger plenamente en la imagen que lo contiene esta media tarde. Recordar lo olvidado. La casucha en la frontera. El tema de la madre. El tema del padre. El tema del vértigo en el puente. Mi cabeza deshabitada, episódica. El tema del padre que se ahoga con su hija. El tema de la madre que los mira desde el borde ahogarse en el río. Barridos de luz – escribe Zurita – Carne color de almendra. Cuarenta y cinco grados a la sombra de un arbusto seco. Me voy a colocar en el centro de la historia de ese poema. No es un recuerdo sino la quietud de un hecho en una fotografía a las seis de la mañana. Recito el recuerdo. Vadea el padre. La camisa negra se atora en una estaca. Un trozo de hule flota entre la espuma con sus orlas amarillas como papel chamuscado en una superficie gris. Lloro una patria enemiga. Recalcar: lo que pienso no es igual a lo que siento.

Erste Szene: die Sonnenflecken in den Augen und der Sommer, vorzeitig verausgabt, der traurig stimmt, sobald man sich anschickt, ohne schlechtes Gewissen auf eine Straße hinaus zu treten, weil sie sich bereits abgenutzt hat, als Schild, als Vorwand oder Spiegelung. Zweite Szene: wie ein Messer bohrt sich die Sonne in den Rücken und das Gewissen ist fest entschlossen, sich nicht von innen oder außen, sondern von der Mitte aus zu begreifen, wie ein absoluter Begriff, an dem paradox bleibt, dass er existiert, wenn jemand da ist, dass er aber nicht existiert, wenn keiner da ist, und zwar aus reiner Vernunft. Dritte Szene: der Doktor für Ähnlichkeiten und Synonyme tritt gegen jenen Stein, der den Philosophen widerlegt: Da sieht man seinen Kopf, seine Metaphysik, seine ganze Ungereimtheit im Angesicht der Materie. Vierte Szene: wo soll ich mich verstecken zwischen zwei Sonnen. Bei Licht neigt das Gewissen zum Verschwimmen. Ideen bestehen nicht am Rand des Verstands. Doch wer spricht hier von Verstand? Einhorn oder Sirene. Akkordarbeit für Horn oder Schweif. Du hast mich verloren, ich hab dich zerstreut. Fünfte Szene: Soldatisch marschiere ich über den Gehsteig, marschiere, als wäre ich Er. Meine Sonne ist ein Affront. Fast widerrufe ich, reinen Gewissens, setze mir beliebige Masken auf, schlage mich auf beliebige Seite. In diesem eng begrenzten Raum wird die Sonne eines Morgens zu einer Art Kreis geworden sein, oder zu einer Primzahl.
Heute zwanzig Ameisen getötet. Nachts zwei Zigarren geraucht. Ted Hughes sagt, Gedichte sind gewissermaßen Tiere. Sie führen ein Eigenleben, sie überleben aus eigener Kraft, wie mir scheint. Drei Ameisen, zwei Ameisen, eine Ameise. Ich zerquetsche sie mit dem Zeigefinger. Lerne zu atmen. Lese ein Gedicht von Licht und Morgengrauen. „Dieser schädliche Gedanke“ – schrieb Pound – „dass ein gutes Buch zwangsläufig langweilig sein muss.“ Notizen zu einer Vergangenheit, die in der Zukunft geschieht. Es wird keine Geschenke mehr geben, sofern sich nicht die soziale Funktion dessen erweist, was uns gerade widerfährt. Sind Sie unentbehrlich? An diesem Tag des Jahres im Garten der Musen untersuche ich gründlich die Besonderheiten der Natur und der aufgestapelten Wörter, um es mal so zu formulieren, im staubigen Reich meiner Zettel. Ich entscheide mich für den Gedeih. Erfüllen Sie Ihre Pflichten? Meine Ameisen desertieren. Eine dreht eine letzte Runde durchs Waschbecken. Das schenkt ihr noch eine Sekunde Lebenszeit. Könnten Sie uns erklären, woher Sie kommen? Schief fließt der Fluss an mir vorbei, das sah ich kurz vor seiner Trockenlegung. Ich entwirre den Sinn. Niemals gibt es in einem Gedicht ein Tier zu viel, aber wie bereits vermutet überlebt es ganz für sich allein, auch ohne gelesen zu werden. Das hat mir nachts der Mechaniker erklärt. Der Teil steht fürs Ganze, na endlich.
Ein toter Vogel unter meinem Bett. Ein zerrissner Vogel unter meinem Bett. Ich schiebe ihn auf die Matte. Stecke ihn in einen Beutel. Binde den Beutel zu. Ich, die den Beutel wegwirft. Ich, die die Katze verjagt. Die Begebenheit, ein toter Vogel liegt in einem Beutel auf dem Müll. Die Begebenheit, ein Vogelkadaver liegt ohne Grab im Beutel auf dem Müll: die Ameisenplage, die jeden Tag von mir ihr Recht einfordert, die chinesische Kreide, mein obsessives Markieren aller Ritzen in jedem Zimmer im Haus, dieses anormale Gedächtnis, ich halte zwei Löffel in der Hand und suche in der Schublade den dritten. Jetzt beugt sich jemand heraus. Das Bild im Park fällt mir ein, die Frau mit dem Sauerstoffgerät, die hustet beim Spazieren mit ihrem Hund. Ich halte die Luft an, mit Erde. Immer noch beugt sich jemand hinaus. Der tote Vogel aus seinem Beutel. Die tote Freundin aus ihrem Leben. Es gibt keine Äquivalenz. Ich spreche allein mit mir von mir selbst. Du sprichst allein mit dir. Er wenn ich ihn berühre. Ich wenn ich mich berühre. Abgesagt. Glaubwürdig tot ist der Vogel. Glaubwürdig ist der Beutel.
Ein Gedicht harmonisch, reflexiv, beschreibend. Eine Gegend, wo Affen brüllen auf den Bäumen, wo Staubwolken aufsteigen, Wirbel, Hohlwege. Der Blick gehört dir, wenn du willst, sagt er ihr. Ein Gedicht über ein Gedicht. Das Weiße im Gedicht. Das schwarze Ufer auf dem Deckblatt des Gedichts. Du stellst den Gedanken an seinen Platz: Er langweilt sich. Schreibst eine Chronik der Standhaftigkeit: „Lernen, ruhig zu bleiben“. Die Kritik der Rhetorik liest man nur quer, um nicht auf die Einzelheiten der Rhetorik achten zu müssen. Zum Beispiel sehen zwar die Augen des Geistes das Gedicht, nicht aber die fleischlichen Augen denn die sieht man ja im Spiegel mit den Augen selbst. Die Handlung ist verworren. Bewegung ist keine Metapher für Wandel. Da wandelt zwischen Steinen der Dichter mit Peitsche. Er schreit die Affen an, sie zu erschrecken. Die Affen huschen ins Gebüsch, beäugen ihn. Der Dichter aber sucht nach Sinn. Nichts ist keine Metapher für Leere. Auf dem Bühnenbild des Palastes herrscht ungläubiges Staunen angesichts der präzisen Beschreibungen, der sonderbaren Abwesenheit von Urteilen. Der Dichter stößt auf eine Lichtung. Augenblick ist keine Metapher für Zeit. Drinnen im Palast, sagt er mir spöttisch. Auf die Drossel schauen ausweichend aus dem Augenwinkel des fleischlichen Auges, ist fast das gleiche wie sie zu besitzen im Geiste. Der Dichter glaubt nicht an die Wirklichkeit, solange sie sich ihm nicht darstellt in jener Dialektik, die er vorschlägt. Eine Sache ist keine Metapher für eine andere. Der Dichter debattiert an unvollkommenem Ort: „das Buschwerk der Buchstaben“. Wörter essen keine Wörter.
Sich erinnern können an etwas, das vergessen ging, das ist stets ein Zeichen für gute Poesie. Ich lese langsam, mit Pausen, sage das Gedicht auf, die Augen geschlossen, damit das Erinnern nicht abweicht, sich nicht verzögert, ganz und gar hervorgeht aus dem heutigen, nachmittäglichen Bild. Das Vergessene erinnern. Die Hütte an der Grenze. Thema Mutter. Thema Vater. Thema Schwindelgefühl auf der Brücke. Mein unbewohnter Kopf, episodisch. Thema Vater, der mit seiner Tochter ertrinkt. Thema Mutter, die ihnen vom Ufer aus zusieht beim Ertrinken im Fluss. Lichtüberflutet – schreibt Zurita – Mandelfarbenes Fleisch. Fünfundvierzig Grad im Schatten eines trockenen Gebüschs. Ich werde mich ins Zentrum der Geschichte dieses Gedichts stellen. Es ist keine Erinnerung, sondern die Stille einer Tatsache auf einer Fotografie um sechs Uhr morgens. Ich rezitiere die Erinnerung. Der Vater watet. Das schwarze Hemd, das sich an einem Pfosten verhakt. Ein Stück Wachstuch treibt im gelb gesäumten Schaum wie angesengtes Papier auf grauer Oberfläche. Ich beweine ein feindliches Vaterland. Betone: Was ich denke, ist nicht, was ich fühle.

© de la imagen: Leopoldo Cuspinera Madrigal, 2015. Jardín.
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