Fata morgana

Relato corto de Maximiliano Luis Freites

Después de un desayuno generoso y prolongado en casa, cogí la bicicleta y partí hacia Tempelhofer Feld. El calor era inaguantable, me vestí con una camisa de lino sin mangas, pantalones cortos y unas sandalias mallorquinas. Puse a sonar el álbum Psycho Topical Berlin de La Femme en los auriculares, ajusté el volumen y empujé los pedales a modo velocidad crucero.

Desde la editorial me habían encomendado escribir un artículo sobre el parque de Tempelhofer Feld, pero por algún motivo no estaba muy inspirado, de ahí mi decisión de visitarlo, a ver qué se me ocurría.

Subí, no sin esfuerzo, la empinada Hermannstraße hasta llegar a la Flughafenstraße; allí viré a la derecha y continué unos doscientos metros. En la Columbiadamm encontré una de las entradas al parque. Estuve más de media hora dando vueltas hasta que hallé un buen sitio para sentarme en la hierba. Saqué el cuaderno de notas de la mochila y comencé a leer lo poco que tenía escrito:

El Tempelhofer Feld es un parque público de 300 hectáreas (más de 227 campos de fútbol) emplazado en los terrenos del antiguo aeropuerto de Tempelhof. En el siglo XVIII existían allí sembradíos y campos de entrenamiento del ejército prusiano. Se llamaba Campo grande (Großes Feld) por las proporciones extensas de su prado. Más tarde, se crearon los primeros campos de fútbol, críquet y rugby de Berlín —nuevos deportes importados desde Inglaterra— sobre terrenos cedidos por los militares. Un destacado: Berliner Fußball-Club Germania 1888.

El 4 de septiembre de 1909 despegó desde allí el primer avión a motor y el primer zepelín. En 1923 se inauguró el aeropuerto, el cual se mantuvo en funcionamiento hasta su cierre definitivo el 31 de octubre del 2008. Durante la Guerra Fría este aeropuerto cumplió un papel protagónico en el abastecimiento de insumos para Berlín occidental, bloqueado por el Muro.

Querían construir sobre el predio cinco bloques de viviendas y un extenso parque. Los vecinos se manifestaron y lograron un referéndum para que los pisos no se construyan, quedando el aeropuerto por completo en manos de los ciudadanos.

Mi artículo estaba en pañales y no decía nada especial sobre el lugar, sino su historia, incompleta y de fácil acceso de por sí. Tenía que encontrar algo novedoso que justificara el trabajo.

Estuve echado sobre el césped más de dos horas buscando una explicación para mi bloqueo creativo, intelectual y afectivo —un Muro de Berlín intrapsíquico—. La verdad es que no estaba sacando nada en limpio y el calor no ayudaba. A unos cincuenta metros de mí se extendía parte de la antigua pista de aterrizaje; sobre ella pude apreciar el efecto óptico llamado Fata Morgana, más conocido como espejismo. El creer ver un oasis en el desierto o en una carretera desolada e hirviente, cuando aparece una nube brillante y borrosa sobre el asfalto, en el horizonte, nube que nunca alcanzas con el coche ni con el camello. Había escuchado que el espejismo se produce del encuentro de bloques de aire caliente y frío, y su efecto es que la luz refracte y llegue a nuestros ojos espejada y deformada. La realidad ondulada y un poco dislocada. Yo no lo sabía, pero, en los días de calor, en el Tempelhofer Feld es bastante común este fenómeno.

Se me ocurrió que aquel reflejo podría ser un portal a otra dimensión. «Así de difusa está mi creatividad», me dije con talante reflexivo.

A través de esta quimera óptica apareció un tipo montando una bicicleta; primero como un bulto negro y diminuto —no sé por qué pensé en un jinete del apocalipsis— que se dirigía hacia mí a paso moderado; hasta que lo tuve en frente. Era un tipo mayor, calvo y flaco. Su bicicleta era negra; sus zapatos, negros, los pantalones y el suéter, también negros. Aparcó, abrió un bolso de lona oscura, cogió una petaca de whisky y un paquete de tabaco. Una vez que fumó y bebió, se mostró más motivado y expectante. Recorría con la mirada el parque en sus 360 grados, hasta que nuestros ojos se encontraron. Se zampó otro trago y cruzó los cuatro o cinco metros que nos separaban.

—¡Oye, muchacho! ¿Compartimos unos tragos?

—¡Gracias, pero no bebo!

—Entonces, morirás deshidratado —replicó.

—Me refiero a que no bebo alcohol —le aclaré.

Me puse de pie y le pregunté si podía liarme unos de sus cigarrillos. Pronto y solícito sacó el kit del tabaco y me lo entregó. No le pregunté, pero se hacía evidente que vivía de la ayuda del estado. Yo lo miraba con cierta perplejidad pero también con admiración, tenía algo hipnótico. Gesticulaba como Nina Hagen cantando Naturträne y se movía al estilo Mick Jagger en sus desplantes más eléctricos. Tenía todos los tics de una estrella de rock. Lúcido y nervioso, se comportaba como un veinteañero a pesar de gastar unos setenta y largos. Fumaba, ingería alcohol y no paraba de hablar.

Contó que en la década de los 70 había vivido en Londres, que frecuentó la escena punk mientras experimentaba con el LSD casi a diario. De ahí saltó a Francia:

—Dejé Londres para instalarme en París. Encontré una habitación barata al sur de la ciudad, acomodé mis pertenencias, me tiré un día entero en mi nueva cama y, al fin, en el desayuno, pregunté a un compañero de piso cómo ir al Museo del Louvre. Me dio indicación para coger el metro y un mapa por si me apetecía caminar y conocer la zona.

—¿Y qué hiciste? —consulté.

—Yo quería caminar. Fui hacia el norte y, cuando había recorrido tan solo unos ochocientos metros, me topé de frente con un muro alto y ancho de ladrillos. Como disponía de tiempo, recorrí su perímetro hasta dar con la puerta de entrada. Era una prisión llamada La Santé y ocupaba la manzana entera. La bordeé por completo y retomé el rumbo hacia el norte, hasta que al fin llegué al Louvre… Tres semanas después… estaba adentro.

—¿Qué dices? ¿Dentro del Louvre? —solté con desconcierto.

—¡No, de La Santé! —añadió risueño y volvió a chupar el cigarrillo.

—¿Y qué pasó?

—Nada, por un menudeo de sustancias, un pelín de mala suerte y desacato a la autoridad —comentó sin rastro alguno de arrepentimiento—. Me comí una pila de años preso —concluyó.

Yo no supe qué decir, nos quedamos callados, algo se había agotado. Entonces me invitó a jugar al béisbol, sacó del bolso un bate, una pelota y un guante. «Tú serás el pitcher y yo el bateador», me dijo. Tenía todos los ademanes de un jugador de los Yankees de Nueva York: se sonaba la nariz con los dedos, acto seguido se limpiaba en la manga, golpeaba el bate contra el piso y escupía entre los dientes mientras masticaba un chicle infinito, haciendo ruido y con la boca abierta. Lo veías y parecía un profesional de la Premier League, pero rara vez lograba atinarle un golpe a la bola. Hasta que en una ocasión le dio y la pelota voló altísimo.

Después de aquel jonrón, todo mi pasado se convirtió en Fata Morgana para siempre. No encontramos la pelota, ya que, según mis ojos, voló más de cincuenta metros en dirección a donde antes estaba el espejismo y, a partir de allí, ingresó a otra dimensión. ¿Me lo imaginé? ¿Lo viví? Fata Morgana del tiempo, del espacio, Fata Morgana del recuerdo. Quedamos en encontrarnos al día siguiente, pero no fui. Con todo, no logré desbloquearme y el artículo sobre el Tempelhofer Feld nunca vio la luz —o quizás sí, pero refractada—.


Maximiliano Luis Freites

Maximiliano nació en 1979. En el 2006 se recibió de Licenciado en Psicología en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina) Desde el 2008 vive y atiende su consultorio en el barrio de Neukölln, Berlín. Escribe de a ratos. En enero del 2021 publicó su primer libro de cuentos cortos "La mueca de la hoja" (Editorial Abrazos).

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