Relato de Klaus S. Neumann
Apenas se había quedado dormido cuando se despertó por… algo. Escuchó para situarse y le entró un ligero malestar por lo que oyó: nada. Se concentró en su cuerpo, en sus extremidades, en sus pies. Pero no logró sentirlos y mucho menos moverlos. Ni un solo dedo. A continuación, abrió lentamente los ojos, inquieto, si no miedoso, porque su instinto le avisaba de que algo no iba bien. O quizá no estaba en su sitio. Por la luz de luna que atravesaba la ventana y las cortinas dobles, se dio cuenta de dónde se encontraba, aun cuando no podía diferenciar muchos detalles en ese espacio gris oscuro, casi negro.
Se hallaba en medio de Castilla y León, de la Meseta, en la nada. Allí, apartados del ruido mundano, su esposa y él querían disfrutar unos días de su nuevo y excitante amor. Hacía apenas un mes que se habían conocido y ya estaban casados. Su mujer había acelerado el casamiento porque siempre había soñado con una luna de miel. A este vividor le daba lo mismo. Había caído enamorado de ella en la feria de la patrona de su ciudad natal, cuando, a punto de montar en el tren fantasma junto al hijo de un compañero de trabajo, la vio por primera vez, y ahora, en su cama y recién despertado, se sintió igual que aquel día. Tembloroso y paralizado. Entonces se debía al miedo que le daban los fantasmas y a la excitación que le había causado ver a su futura esposa. Era la más bella, la más hermosa, la mujer más fascinante que había visto jamás… si no hubiese sido por su mirada diabólica. Un momento. Nada más. Un segundo. O menos.
Buscó en el lado derecho de la cama, pero ella no estaba. La desnudez que al acostarse habían cubierto las sábanas había desaparecido. Solo pudo distinguir una mancha oscura, aún húmeda. La nebulosa luz no daba para más. En caso contrario, se hubiese dado cuenta de que era sangre.
Le entró pánico. Un pánico al que no podía hacer frente, ya que apenas podía moverse. Se sintió aturdido, como si hubiese tomado algo o le hubiesen inyectado alguna sustancia. Ellos. ¿Quiénes? Con mucho esfuerzo consiguió mover el brazo izquierdo y alcanzar su teléfono móvil, que estaba en la mesita de noche. Cuando miró la pantalla, se puso pálido.
Había recibido un mensaje de WhatsApp (supuso que eso era lo que lo había despertado) y con sólo leer su avance sintió escalofríos y lo que creyó que eran escarabajos recorriendo sus piernas, aunque esto último bien podía ser fruto de su imaginación. Al fin y al cabo, por mucho que se encontraran en el campo, aquel era un hotel de categoría. ¿O no?
Apenas podía creer lo que leía. Parecía irreal. Hacía poco se había acostado con su esposa, después de haber disfrutado de una suculenta cena. No solamente con viandas, carnes, verduras y frutas exóticas de primera calidad, sino también con excelentes vinos de la tierra, todo presentado para seducir a los comensales a través de la vista. Pero lo mejor había sido el postre. El propio chef les había traído unos bombones que él nunca había visto. Su mujer sonrió cuando la voz anuncio: “con los mejores deseos de la cocina, aunque”, y miró a la señora, “en este caso, de su esposa. Los preparó ella misma cuando usted estaba en el gimnasio. Quería darle esta sorpresa para mostrarle lo mucho que lo quiere, monsieur”.
Él seguía en la cama inmóvil e incrédulo. Pero su mente aún funcionaba. Empezó a atar cabos. ¡Los bombones! Eran muy dulces, quizá un poco demasiado. Cualquier otra cosa no tenía sentido. La cena principal la habían preparado en el hotel y otros clientes habían comido lo mismo. Empezó a respirar más rápido y con más dificultad.
“Pero ¿por qué?”, se preguntó. Acaso su esposa y ese chef… No se lo podía imaginar. Debía encontrar otro motivo. Ella lo amaba tanto que un engaño no parecía lógico. ¿Acaso quería su dinero? Apenas sabía nada de su familia. Ni de sus orígenes. Es cierto que a la boda solo acudieron algunas amigas suyas. La falta de familiares la explicó con fallecidos en un accidente cuando aún era una adolescente. Poco a poco le abandonaron las fuerzas. Volvió a leer el mensaje que no dejaba lugar a dudas:
¿Qué tal los bombones, hijo de puta? Quiero ahorrarme presenciar tu agonía. Pronto dejarás de sufrir, aunque te mereces una tortura mucho más prolongada. ¡Cabrón de mierda!
Desde algún rincón percibió el parpadeo de una luz roja que no había visto antes. A falta de fuerza, ya no era capaz de interpretarlo cómo una cámara. Sí que le quedaba aliento para ver pasar esta película mental de unos sesenta segundos que era su vida: dinero, fiestas, sobornos, mujeres, violencia, niñas… Cuando estaba cerca de abandonar este mundo, con el móvil aún en la mano, le llegó otro mensaje. La foto de una chica de unos doce o trece años acompañada de las palabras: ¿Te acuerdas…?
©Del cuadro y de la fotografía: Alfredo Laporta.
Berlín, 2021.
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