El final de una época

Berlín 1786. “El Viejo Fritz” (Der Alte Fritz) agoniza en su Palacio de Sanssouci, muy lejos del centro de Berlín. El Conde de Mirabeau, que pasaba aquel año en Berlín y que publicaría sus ocho volúmenes “Sobre la Monarquía Prusiana” (De la Monarchie Prussienne) criticando duramente el régimen de Federico II, es un representante de la aristocracia y de la cultura francesa que el viejo monarca tanto admiraba. A Federico el Grande de Prusia no se le quiere solo por su preferencia por la cultura y la lengua francesas, porque solamente permita óperas y teatro en francés o porque le guste el rococó en la decoración de sus palacios. El rey, con el paso de los años, se ha convertido en un misántropo cada vez más huraño, no quiere saber nada de los pensadores y artistas alemanes y, todavía peor, no ha dejado un heredero para el trono. Y sin embargo, aquel mismo año de 1786, a las puertas del Revolución Francesa, una dama burguesa y judía recibe en su casa a representantes de la aristocracia y del ejército, a judíos acomodados y opulentos burgueses, a artistas, pensadores, comerciantes, banqueros y músicos. El “salón” de Henriette Herz ha nacido en 1784 al calor de la Ilustración que se fue incubando en Berlín gracias a tres eminentes figuras de origen judío: el literato y dramaturgo Gotthold Ephraim Lessing; el filósofo y comerciante Moses Mendelssohn; y el editor y publicista Friedrich Nicolai. La misma Henriette es judía, aunque cambiaría el nombre al casar con Marcus Herz, un renombrado médico y discípulo entusiasta del filósofo Kant. Precisamente Immanuel Kant, Johann Gottfried Herder o Johann Wolfgang Goethe han traído el viento de nuevas ideas que el “viejo Fritz” no quiso reconocer y que supondrían una verdadera revolución cultural en Alemania. Y esas ideas se ventilan en los “salones literarios” que se han puesto de moda por esos años, aunque Goethe o Kant no vivan en Berlín. La bella Henriette, que ha enviudado en el año 1803, despierta una pasión no correspondida en el joven Ludwig Börne, un escritor también de origen judío que se cambió el nombre (Louis Baruch). Ante la indiferencia de la dama, el joven romántico le entregará sus diarios y abandonará Berlín. En aquellos años felices y entusiastas del despuntar del siglo XX, toda esta sociedad nórdica bullía en ideas y en nostalgia del sur, por las ruinas clásicas en Italia y Grecia y por el calor del Mediterráneo.
Un temprano romanticismo

Cuando se habla de cultura es preciso hablar del intercambio de ideas e impresiones, de vivencias, de emociones. Todo un mundo de “sociabilidad” (Geselligkeit) ha surgido en torno a los elegantes “salones” de Berlín que, no por casualidad, están regentados por mujeres de talento y gusto. Con motivo de la revolución francesa y de la subida al trono de Federico Guillermo II, sobrino de Federico II, se produce una de esas felices coincidencias de la Historia en la que un clima de amabilidad, tolerancia y educación no se ve repentinamente truncado por un estallido de violencia revolucionaria o por una temerosa reacción conservadora. El nuevo rey es un “bon vivant” amante de las artes y las letras, pero también de los placeres del amor. Precisamente en Berlín se seguirá su ejemplo y las relaciones sociales entre los estamentos se hacen más fluidas y desenfadadas. Está de moda ser “liberal”, pero sin traspasar ciertos límites. Diríase que en Alemania hay un afán por efectuar una revolución de signo muy diferente a la que está teniendo lugar en la Francia de la guillotina, y que esa revolución se quiere hacer con las armas del espíritu. El “espíritu” (Geist) se manifiesta en filosofía con el nacimiento del Idealismo alemán (Fichte, Schelling), en literatura y teatro con el temprano estallido del Sturm und Drang (Goethe, Schiller), y adopta una forma severa y contenida, tan propia del carácter prusiano, con las líneas claras y elegantes de los edificios clasicistas (Puerta de Brandenburgo). También las artes plásticas harán sentir el delicado equilibrio entre pasión y razón que se manifiesta en escultura o pintura. Se ha redescubierto una vez más el patrón del mundo greco-latino, pero reinterpretándolo desde la rebeldía de una juventud impaciente que rechaza la frivolidad y superficialidad del desdeñoso mundo dieciochesco. Pero la pasión, que aún no tiene una gran carga política, estallará indignada en sentimiento nacionalista cuando Napoleón venza al ejército prusiano en la doble batalla de Jena y Auerstedt (1806). Para entonces ha subido al trono el rey Federico Guillermo III, que huye precipitadamente a Königsberg (Prusia Oriental) con toda la corte. Berlín será ocupado y despojado por las tropas francesas. Los salones literarios, que habían vivido su primer florecimiento sobre todo en casas de la alta burguesía judía, se convierten en foro de apasionados debates políticos y romántica furia nacionalista: Alemania, dividida en numerosos estados, es fácil presa para otra nación, y los alemanes, compartiendo una lengua y una cultura, deberían estar unidos políticamente.
La revolución napoleónica

Durante el periodo de 1800 a 1806, anterior a las guerras napoleónicas y bajo el feliz reinado de Federico Guillermo III y su querida consorte, la reina Luisa, otra mujer conduce con entusiasmo su “salón literario” en Berlín: Rahel Levin es hija del acaudalado banquero judío Markus Levin. En el ático de la vivienda de su madre y hermanos, muy cerca del Mercado de los Gendarmes (Gendarmenmarkt) recibe a sus invitados en amables tertulias en torno a una taza de té, provoca debates con su habilidad conversadora, despierta entusiasmos, ideas revolucionarias o emancipatorias. Una de las hijas de Mendelssohn, Dorothea Veit, conoce al joven romántico Friedrich Schlegel y abandona a su marido para irse a vivir con él. Será un escándalo para la época, escándalo que se extenderá a otros círculos sociales y que incluso pasará la historia de la literatura con la sensual novela de tintes autobiográficos que publicará Schlegel, Lucinda. Rahel no obstante apoyará a los amantes por encima de otras consideraciones. Ella misma, una vez atravesado el escollo de las “guerras de liberación” napoleónicas, se casará en 1814 con un hombre 14 años más joven que ella, Karl August Varnhagen von Ense, y pasará a llamarse Rahel Varnhagen. Tiene 43 años de edad. Un segundo salón literario ofrecerá Rahel a partir del año 1819, cuando se instale de nuevo con su marido en Berlín. Bajo el signo de la reacción conservadora propiciada por el Congreso de Viena (1814–1815), el Salón debatirá temas de peso filosófico y artístico con mucho menos ligereza que a principios de siglo. Hegel, Heine, los hermanos Humboldt, Schinkel y Lenné, o el músico romántico Mendelssohn-Bartholdy serán algunos de sus invitados. La vieja dama conocerá, antes de morir, a otra mujer extraordinaria: Bettina von Arnim, que había enviudado en 1831 del poeta romántico Achim von Arnim y que contribuirá también, con su “cultura de salón” y sus escritos, a preparar el ambiente revolucionario de marzo de 1848 en Berlín. Gran admiradora de Goethe, tras la muerte de su marido comienza a escribir y publicar, y dirige un salón político-literario al que acuden opositores al régimen y personalidades como Schleiermacher, Pückler-Moskau, Brahms, Schumann o los hermanos Grimm.
