Un cuento de Sebastián Trujillo.
Vincent es una especie de vendedor estrella en una compraventa de autos de lujo en Berlín. Lo ha conseguido trabajando duro y es mi marido. Empezó como lavaplatos en restaurantes, repartiendo alfajores, ofreciendo cosméticos de catálogos y haciendo otros asuntos que no se pueden decir. Tomó años, naturalmente, para encontrar su fabuloso lugar en el comercio de carros.
Hace cinco noches, frente a una vela en la cocina y bebiendo vino, me mostraba y explicaba, por enésima vez, el significado de un montón de números que tenía anotados en un cuaderno para matemáticas.
Apretaba y estiraba el puño de su mano izquierda luego de cada intervención. Estaba demasiado borracha para seguir con el mismo tema y se lo dije. No le importó. Por eso le quité la botella y bebí nuevamente. Era insoportable. Me había atrapado en su diálogo idéntico.
–Cualquier cosa que sean estos números, nos vendrán bien –dije.
Él sacó un cigarrillo lentamente de la cajetilla roja y blanca. Puso la punta en el fuego de la vela y esperó un instante. Hasta que ardió. Después fumó con una tranquilidad estafadora y envidiable. Dejó escapar el humo por los agujeros de la nariz. Y surgió la sonrisa otra vez. La sonrisa lejana que me pone los pelos de punta.
–Claro, nena –dijo–. Por supuesto. Se trata de un aumento al sueldo base, comisiones.
Vincent guardó silencio. Como buscando las palabras precisas para curarse las heridas. El interior de su cabeza había sido apuñalado en una calle. Y no paraba de sangrar.
–Bueno, solo quiero ayudar a ser feliz a la gente –dijo sin ganas.
Examiné la vela. La llama ardía y en su centro había una pequeña hebra azul. Era la primera vez que la detallaba. No le quedaría mucho tiempo. Me incorporé y lo vi envuelto en el humo de nicotina. Puse la botella en la mesa. Besé su frente.
–Muero de sueño, querido –dije–¿Quieres que apague la vela?
Mi marido encendió la radio. El locutor decía que era lunes. Lunes a las tres de la madrugada y estábamos a punto de escuchar una canción de 1967. The Doors con su People are strange. Cuando me dirigía a la cama, Vincent abrió la boca y balbuceó algo en medio de la música.
–No, –creí escuchar– se consumirá sola.
El domingo, cuando despertamos, hicimos el amor. El otoño era tibio e incipiente. Lo veíamos por la ventana. Vincent me rodeó por la cintura con su brazo y me pellizcó en una nalga. Vamos a sentirlo, dijo.
El sol y la velocidad del auto hacían que el paisaje fuera de fantasía. Era un Mercedes-Benz de la nueva E-Klasse. Convertible. Pintado de rojo. Vincent lo conducía con una mano y con la otra bebía ocasionalmente. Llevábamos gafas oscuras y el viento era tan salvaje que me entraron ganas de chupársela, pero controlé el impulso. Recliné la silla y me dejé llevar con todo lo que pasaba.
–Esto es el éxito, Amanda.
Posé mi mano en su rodilla y ascendí suavemente por la pierna. Dábamos un paseo por la Autobahn. A doscientos cincuenta kilómetros por hora. Veloces y violentos sin darnos cuenta.
–Me siento viva, feliz.
–¡Malditos días! –gritó–¡malditos días quitando la porquería de los platos y sartenes en el restaurante!
Me cagué de risa.
Vincent estacionó el carro en el bulevar cuando regresamos a la ciudad. En realidad lo atravesó allí sin orden y consideración por nadie. Lo dejó en diagonal, encendido, con la música y conmigo. Yo apoyaba las piernas sobre la puerta abierta del auto. Llevaba puestos unos Denim Shorts azules. Estábamos en la calle Stettiner . Mi marido entró en una tienda de licores.
Encendí un cigarrillo y bebí el resto de vino. La gente me miraba. Los hombres para verme las piernas de aspecto lunar. Y sus mujeres muriendo de envidia por lo que no tienen.
Pero la vida te puede cambiar en un segundo. Sí, sé que lo dicen siempre, ¿y qué? Un pedacito de verdad no desparece, incluso, si la escuchas redundando en esas bocas sucias de la calle. ¡Carajo!
La calle Stettiner está Gesundbrunnen. Un vecindario de cuyos agujeros pululan vagabundos e inmigrantes. Son como cucarachas. Apestosos. Unos desagradables hijos de perra.
Era un tipo sin camisa. Llevaba un retazo de pantalón y en la cintura lo ajustaba con una cuerda para colgar hamacas. Un pie descalzo. Una bota rota. Lo vi venir cuando cortó la multitud en dos. Como una cuchilla oxidada. Bebía cerveza. Me frustró la belleza de sus ojos. Eran azules y brillaban. Calvo, pero con dos motas de cabellos purpura y blanco que parecían alas de payaso pegadas de sus sienes.
Hablaba del Génesis. Jesús. Filosofía, Nietzsche. Hitler. Feminismo. De cosas sin sentido. Mi marido había regresado con doce cervezas y más vino. Las descargó en el asiento trasero de su silla y, saltando la puerta, se acomodó en el volante. También lo vio venir. Gritando.
Manchado de lodo. Abrió una lata y lo esperó. Nos burlábamos de él.
–Ese nunca ha conducido un Mercedes –dijo Vincent.
–Claro que no –dije–. Míralo. No lleva camisa. Debe oler terrible con tanta pobreza. Lo único que saben hacer es pedir, robar.
El vago pisaba firme con su pie descalzo. Arrastraba la botica. Insultaba al aire y en ese instante, la calle enmudeció. Lo único que se escuchaba era su voz y la música del auto.
Dios, lo que me molesta de todo esto es el hecho de que siempre haya alguien dispuesto a robarte la tranquilidad, a extraer la peor versión de ti. Toda esa gentuza nos ha dejado sin un lugar en donde estar.
–No habría diferencia entre tú y yo –dijo el vago, como si hubiera recobrado la razón al vernos.
Se había ubicado frente al panorámico. Mi marido se partió de risa. Nunca lo había visto tan feliz. Dentro de mí, sin embargo, algo estalló. Comenzó en el vientre. Recorrió las extremidades y desapareció. Aunque una parte de ese estallido se conservó en mis tetas y más abajo de ellas.
–¿Quieres una cerveza nueva, colega? –preguntó Vincent en alemán.
Tan cerca, descubrí que era joven. Increíblemente joven y flaco debajo de la capa de mugre. Calculé que no alcanzaba los treinta. De los genitales extrajo una hoja sepia, arrugada. En el pavimento no se dibujó su sombra. Leyó.
No sabes usar la cerveza. Ni la hierba. Eres frágil y sin la máquina y la puta que te acompaña, no podrías vivir. Esclavo. Obsequiaste tu conciencia a las imágenes baratas, estúpidas y carentes de profundidad. Y tu orgullo es un mago, te hace creer que vuelas en la tierra.
–Yo me río de ti, colega –dijo por encima del papel. Eructó. Continuó leyendo.
Vago. Eso eres. No tienes alma. Odias trabajar en la oscuridad de tu interior. Débil, no toleras el dolor de la verdad. Y huyes de la revolución del amor y la libertad.
Pero no te odio. Insulto la trampa, el sistema que te destruye y utiliza como máquina tragamonedas. Como revólver: disparas a la honestidad. Como revólver de policía y de ladrón, asesinas a tus hermanos. A tus hijos. A la Tierra. Te han dicho: la basura no brilla. Ay, pero cuando la has visto brillar en la oscuridad con su poesía, el miedo con el que te alimentaron no lo soporta. Te llena de violencia contemplar su belleza. Verla queriendo dejar de ser basura.
Exterminas la vida dando órdenes sentado en tu despacho. Controlando hasta la respiración de los demás. Creyéndote guerrero en el nombre de tu ridícula visión del bien. Tus espejismos no se quiebran, todavía, pero los que no queremos ser como tú, vemos las grietas. Algún día…
Al final, vuelves a tu castillo desechable. Ciego junto a tu puta triste, que ha pasado todo el día, también en su oficina, creando un mundo homogéneo con crueldad. Sí, y a eso le llama feminismo.
Cuando duermes sin soñar, ella llora por un mal que la destruye. Llora tratando de comprender.
En ese momento un borracho africano gritó: ¡Así se hace! Y un gordo rosado que maneaba un vaso plástico con dos centavos: bueno, no estábamos tan locos después de todo. No. No. Soltaron chiflidos, bailaron.
El vago guardó la hoja. Retrocedió unos metros de espalda y se agachó.
–¡ME ESTOY PREPARANDO! –gritó.
Acabó la cerveza y, sin soltar la botella, comenzó a encorvarse. Doblado, cayó y se enredó como una serpiente.
–¡ME ESTOY PREPARANDO EL CORAZÓN PARA EL DÍA EN QUE RECIBA MI CHEQUE!
–Pero, ¿quién es ese mono? –dijo Vincent, pálido, frío como la muerte.
–¿Eso es lo que te importa? –contesté–, ¿vas a permitir que nos insulte de esa manera?
Mi marido miró a los alrededores. Todo había vuelto a la normalidad. Tráfico, el ruido de los pies arrastrándose en el camino. De repente, a ninguno le importó nuestra presencia.
–Una patada no lo arreglará –dijo.
Me incorporé. Cerré la puerta. Él puso el auto en marcha y nos largamos patinando.
Aquella noche, cuando volvimos al apartamento, me sentí terrible. Tardamos dos horas en llegar. Habíamos perdido el rumbo y Vincent no dejaba de insistir mientras lo buscaba.
–¿Quién era ese hombre, cariño?
La sonrisa lejana se formó en su rostro.
–En serio, ¿quién era?
Tenía la llave en la cerradura. Cuando giré y empujé, una cucaracha cruzó la sala y se metió al baño, por debajo de la puerta. Debió ser el alcohol en mi sangre.
–Quizás –dije–ese hombre sea un poeta.
Me arrepentí al terminar. Mi marido cogió el cuaderno para las matemáticas. Entramos en la cocina. Se sentó en la mesa y comenzó a explicar lo de los números. Eran demasiados y no sentía nada al oírlos. Encendí la vela. Aún quedaba suficiente cerveza y vino. Fue una noche larga. Hoy se cumplen cinco noches. Desde entonces no ha vuelto a la compraventa.

Sebastián Trujillo Sanclemente es comunicador social y periodista con énfasis en prensa, egresado de la Universidad Sergio Arboleda, Colombia. Nació en Barranquilla. Trabajó en seguimiento.co, periódico virtual de Santa Marta, Colombia. “Mi alma es del Caribe y ahora sobrevivo en Berlín”, dice. 27 años.
Foto de portada: ©Xavi Serra/Unsplash