El torbellino de la montaña

Cuento de Cindy Peña.

Hoy salimos al parque y nos sentamos en una banca a tomar un poco de sol. Todavía estaba lejano e impotente de calor, pero nos reconfortaba ver la luz del día por un rato, corría un poco de viento y el frío ya no dolía. Saqué un croissant para cada uno y empecé a cebar unos mates mientras N le tiraba algunas migajas a los patos que pasaban por el río Spree; se acercaron con cautela, uno era pardo con tonalidades oscuras y el otro tenía una cabeza de brillos azulados y verdosos, con una tira blanca en el cuello como los curas. Rebuscaban en el agua los pedazos de pan, hundiendo primero su pico naranja para meter después toda su cabeza, al salir, las gotas se quedaban cristalizadas como pequeños tricomas. Mirándolos me dejé llevar por el pensamiento de siempre, “si pudiera ser un animal sería un ave… cualquier ave”, me dije, y así lo repetí en voz alta. “Incluso estaría dispuesta a ser un gallinazo” añadí al cabo un instante, antes de volver a quedarnos en silencio.

Cogí el termo y le eché el agua caliente al mate, lo acerqué a mis labios y succioné el agua a través de la bombilla, pensé en lo que había acabado de decir y quise borrarlo. 

—No, mentiras, hasta eso no. 

— Sí, horrible. Capaz y terminas en un corral… -empezó a decirme él. 

— No, no. No en una gallina, en un gallinazo -lo interrumpí. 

Volví a echarle agua al mate y se lo pasé. 

— Ah –recibió el pequeño cuenco tibio- pero, ¿qué es un gallinazo para vos entonces? 

— Esas aves negras, feas, que comen carroña y mierda, que escupen y orinan acido. 

— Ah no, horrible, qué asco. 

— Sí… Increíble, ya me había olvidado de los gallinazos. 

Y volví a pensar en Colombia una vez más, con sus diferentes versiones de ave nacional. De repente me vi de nuevo rodeada de montañas, todas trazadas con cultivos, con sus diferentes tonalidades de verde y marrón, las nubes blancas y algodonadas que solo decoraban el cielo, bajo ese sol radiante que siempre estaba presente. Y vi los gallinazos, bajando en bandada, con los picos clavados hacia algún lugar de esas montañas. A través de mi memoria —esa maquinita del tiempo— volvía a estar allí, quizás era julio y yo extendía las ropas al sol junto a mi madre. Estaba en la terraza de la que alguna vez fue mi casa, rodeada por los ladrillos naranjas de las casas vecinas —tan increíblemente cercanas y conocidas—, de pie, mirando a lo lejos. Al verme mi madre se detuvo en su labor para seguir la trayectoria de mis ojos. Ambas contemplábamos en silencio aquel fenómeno particular, donde el panorama de siempre se había ido tiñendo de distantes puntos negros. Veíamos absortas cómo bajaban a la tierra aquellas aves carroñeras, descendiendo en conjunto, sin orden ni precepto. Segundo a segundo se iban sumando nuevos gallinazos en su arremetida grupal; esas aves de cuellos rugosos y grises se iban multiplicando sobre el azul intenso del firmamento para descender en picada sobre esa tierra frondosa, uno por uno habían pasado de ser cientos a ser miles, convirtiéndose en un revoltijo de alas y plumas negras que iban formando una especie de torbellino vertiginoso y caótico en lo alto de la montaña, donde todos danzaban sin tropiezos, buscando el mismo objetivo.

— Ahí debe haber más de un muerto. -dijo mi madre. 

Me serví otro mate, lo tomé despacio. 

— Y aquí, ¿quién se comerá a los muertos? –le pregunté yo a N.

Revista Desbandada

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