Lúi.Ayer

Un relato de María Jesús Ortiz Moreiro

¿Que qué hice ayer? Me fui tarde a dormir. Más bien temprano. Resulta que la cervecita por la entrega del proyecto que tanto se nos había resistido se alargó más de la cuenta y se convirtió en ronda de raciones a las que siguieron otras tantas de chupitos. De los chupitos a las copas medió solo una calle. Fuimos primero a un garito donde ponían cubatas baratos. Era de entender por qué casi los regalaban. Nos fuimos escupidos de allí. Recalamos en un piano bar. El pianista, flaco, con tantos años como arrugas tenía su camisa, gastaba arte aporreando las teclas. Una del público se animó a cantar con él una de Sinatra. No recuerdo cuál. Demasiado alcohol. Igual ni era de Sinatra, pero sonaba a Sinatra.

De allí salí dando tumbos abrazada a mi compi de despacho hasta un pub atascado de universitarios. Sudor y birras y ganas de sexo en el ambiente, lo habitual a esas edades, aunque sobre la pista de baile todo lo anterior estaba rebajado, lo normal en estos sitios de pijos palurdos. ¿Para qué tanto recato? Eran muy pavos y pavas todos y todas. Que si te digo algo al oído y mi boca roza tu oreja. Que si mira lo que me han pasado, anda y tómalo, ay no sé no sé. Que si te me arrimas y yo te sobo la pierna… ¡Puaj! Demasiado calentar en la banda para acabar chupando banquillo.

Nosotros, es decir, yo y los demás de la oficina que comenzamos la noche como quien no quiere la cosa, instalamos el campamento base en la barra. Ver a los jóvenes entretenidos en esto nos hacía viajar a tiempos con alguna experiencia rescatable y otras muchas que bien podrían perderse en el olvido. La becaria me pidió que apurara el whisky que no se veía con cuerpo de rematar. Acepté. ¡Claro! Yo me lo trago todo. Soy un sumidero. Ayer naturalmente también. De camino al baño me saludó un chico, pienso. Tenía el pelo largo, los labios gruesos, la mirada intensa. Vino hacia mí. “¡Hey, cuánto tiempo!”. Balbucí algo. Le besé. Nada, algo muy descafeinado. Pude haber seguido, con lengua y eso, pero mi vejiga iba a reventar. Creo recordar que le dije que me esperara, que me gustaría hablar de esto y aquello. Total, que fui a mear, me retoqué como pude, no demasiado, porque ni estaba yo muy certera ni había papel del culo ni jabón ni funcionaba el secador de manos. Una guarrería. Cuando salí, ya no estaba. ¿Acaso le conocía? ¿Era un “él” o una “ella”? Bueno, ¡qué más da! El asunto quedó en nada.

Me fui afuera a echarme un cigarro. Se estaba bien. Es un marzo templado este. Pronto se me acopló el que me había servido de muleta. Empezó a soltar no sé qué sobre la luna, que si sabía que era una superluna. La verdad es que no me resultaba especialmente grande, más allá de que parecía llena. No ayudaba el hecho de que iba como una cuba ni tampoco que estábamos bajo uno de los cielos más contaminados. Me encogí de hombros. Luego empalmó el tema con una charla de la amistad que ni una peli de Robin Williams. Y ya no pude más. A mí, con todo aquello -el alcohol, el mirar hacia arriba, el sermón del menda, la hartura de lunes…- me entraron unas náuseas terribles y una pereza enorme y mucho, mucho sueño. Así que, reuniendo como pude todas las fuerzas, muy pocas, que aún quedaban en reserva, me despedí del grupo hasta unas horas después. De propina por el trabajo bien hecho, recibimos del jefe permiso para ir a la ofi a las diez. Ya podría haberse estirado un poco más con un par de días libres… bueno, es igual, al menos podría dormir algo la mona. Cogí el bus. Aunque vivo cerca, elegí la opción vaga.

Aun con todo, entre llegar a casa, cambiarme y meterme en la cama, se me fue lo suyo -estaba torpe-, no sé cuánto, pero me pareció bastante. Era demasiado tarde. Recuerdo oír al del reparto de prensa hablando con el quiosquero. Tarde, no. Lo que era, como comenzaba contando, era más bien temprano.

Apenas llevaba echada un rato -ni siquiera llegaba a siesta larga-, cuando ha sonado el despertador. Hoy se presentaba como un día cualquiera, con la pequeña gran diferencia de una resaca de campeonato prácticamente al arranque de la semana, pero, bueno, una más, otra de tantas.

¡Qué equivocada! Ayer estaba a punto de convertirse en el último día de la vida tal y como la venía entendiendo, con sus momentos aceptables, con su abundante mediocridad, y hoy amanecería al primero de… otra historia.

Me he levantado como he podido. Con el cuerpo revuelto y la mente fuera de juego, la primera parada ha sido el baño. La segunda misión, poner a cargar el móvil. Al encenderlo, han empezado a saltar alarmas. “Reunión a las diez”. “Reunión a las doce y media”. “P. a las dos”. “Llamada a las cuatro”. “Dejar coche taller a las cinco y media”. “Spinning a las siete”. “Cena con M. a las nueve”.

Me he dado un duchón de esos que resucitan muertos. La aspirina me ayudaría a revivir del todo. Eso he hecho. Echar una en un vaso con mucha agua. Era hora de escuchar los mensajes de voz pendientes. El piloto no dejaba de parpadear. Que si mi hermana, que si había estado con los críos en un cumple. Que si la secre de dirección, felicitándome por el éxito del proyecto.

Me la bebo de un trago. Voy a por más agua. Se han quedado restos en las paredes, en el fondo.

Que si una de la pandi del gym, que no iría. Que si P., que teníamos que aplazar el encuentro, que tendría a los peques en casa. Que si la secre de recursos humanos, que se posponían las jornadas de mindfulness. Que si mi hermana, histérica porque iban a cerrar los coles por el virus ese. Que si un audio de anoche del dueto del pianista y la espontánea. Que si mi hermana, que por qué no le respondía. Que si la secre de departamento, que se cancelaban todas las reuniones. Que si del gym, que se anulaban todas las clases.

“¿Pero qué coñ…?”

–¡Por fin! ¿Todo bien? ¿Estás bien?

Era mi hermana, al teléfono. Tras mi “supongo que bien” ha comenzado a ametrallarme: que si todo era un desastre, que si los niños, que si andaban con mocos y fiebre, que seguro que tenían el virus, que seguro que lo pillaron en la fiesta del finde. Mi “¡qué va, mujer!” la ha soliviantado aún más.

–¡Pero en qué mundo vives, Lúi! ¡Pon, pon las noticias!

He subido el volumen de la radio. Normalmente la tengo de fondo. “Aumento de infecciones…”. “Cierre de colegios…”.  “Transmisión descontrolada”. He encendido la tele. Sin sonido, claro. Con el zumbido de la radio tenía suficiente. Políticos ante atriles. Rótulos con las medidas excepcionales de aplicación inmediata. “Batas blancas” hablando. Rótulos con cifras de muertos, con llamadas a la responsabilidad. 

Roberto, nuestro agente en Italia, nos lo llevaba diciendo semanas atrás. “Que esto es serio, que es serio” y nosotros “que no, que no”. Pues sí, sí. La mierda esta va a ser una gran mierda finalmente.

–Adiós, hermana– le he dicho y le he colgado.

Me estaba entrando una llamada. Era el secre número dos. Que no fuera. Que trabajaríamos en remoto durante unos días.

Yo no sabía si vestirme o quedarme en pijama. No me había dado tiempo a decidirme, cuando ya tenía al teléfono al pitagorín de riesgos laborales. Se le notaba muy agobiado. Ha empezado leyéndome unas parrafadas de las que no me he enterado ni de la mitad. A todo le he dicho que sí. Tecleaba sin pausa. Que me enviaría no sé qué por correo electrónico. Que me llamaría un médico para un primer control.

Antes que el médico, me ha llamado el informático. Que si tenía el portátil a mano, que si me había descargado eso, que si debía haberme instalado también aquello, que si ya se lo temía, que si tenía que consultarle a su jefe cómo me harían llegar no-sé-cuantitos. La cabeza me iba a estallar. A qué le he respondido que sí y a qué, que no… no lo sé.

Entre llamada y mensaje, mensaje y llamada he estado yendo y viniendo al baño vomitando lo que no está escrito. Las malas nuevas se sucedían en la radio. ¡Qué empacho! Me he salido al balcón a tomar el aire. Ahí abajo los coches seguían circulando, la gente yendo por las aceras, tan normal. Todo lo que venía de los medios, del móvil, parecía referirse a otra realidad, no a la de ahí fuera.

Ha sonado el teléfono fijo. ¡Si tengo teléfono fijo! ¡Una reliquia!

Se ha presentado como un médico, un tal señor… Me ha pedido confirmar mis datos personales. Mi lengua era pura estopa. Que me llamarían para citarme y darme más detalles sobre el test que me iban a hacer, porque alguien de mi planta ha dado positivo. No me ha dicho quién. Tampoco cómo de chungo o chunga está. Tampoco le he preguntado por ello. Tengo que rellenar y mandarle de vuelta una tabla con los nombres de las personas con las que he tenido contacto durante la última semana. 

–¿Y ayer? ¿Con quién estuvo ayer?

¿Y qué decirle, si no sé si muchas de las cosas que creo que pasaron ayer realmente sucedieron? Este va con el turbo metido y yo, en primera. Tan espesa me siente que se le oye saltarse partes de un formulario que se me antoja interminable. La actividad es frenética en los chats. Todo me desborda. ¡Todo es tan salido de madre, tan “buah” de repente…!

–Dígame, por favor, con quién estuvo ayer.

¡Ah! ¡Sí! ¡Oh! Se me ha ido el santo al cielo enredando con el móvil. ¿Con quién? ¿Con quién? Le doy el nombre de mis compañeros de trabajo.

–¿Y qué hizo ayer?

No, no puedo más. No digo más. Bueno, sí, que, si no le importa, iré al baño un momento, que es una emergencia. Y menos mal que voy. Nueva vomitera. ¡Qué asco! ¡Qué pesadilla! ¿Y si estoy cambiando de piel, de forma, y si me estoy transformando, a lo Gregorio Samsa, pero de verdad y a lo bestia?

Ayer, que qué hice ayer… Ayer fue un día de tantos que apestaba a lo de siempre. Me lavo la cara y mientras tanto me flagelo reprochándome por qué no había estado más sobria las últimas horas, por qué no había disfrutado más del golazo que había sido el proyecto entregado, más de aquella cena sobre la marcha, de aquellas risas con los colegas, de aquel dueto improvisado o del beso espontáneo o de la maldita superluna de los huevos.

Me pongo de nuevo al aparato. El médico está que fuma en pipa. Es que no hay quien me aguante. No me aguanto ni yo…

–Entonces ¿me dice brevemente qué hizo ayer?

Ayer… Repaso las últimas fotos del móvil. Las de mis sobrinos devorando un trozo de tarta con las manos sucísimas. Un selfi con los del campamento base. Todas hechas con despreocupación, con gente sin miedo a estar infectada, a infectar, a estar pendiente de hacerse el test. Fotos de un tiempo que se ha ido. Quién sabe si volverá y, si lo hace, cuándo será.

Apenas han pasado unas horas de ayer y lo siento tan ajeno a lo que hoy me envuelve, que me pregunto si acaso lo viví o lo he soñado o leído en algún lugar.

–¿Que qué hice ayer? Nada especial. Lo de siempre.

Nos quedamos en silencio. Creo que da por buena la respuesta. O a mí, por imposible.

Marzo de 2020


El relato «Lúi.Ayer» forma parte del volumen Nombres propios, historias comunes, Berlín, 2022. Publicado en formato e-book con diseño y edición de La Pleca.

María Jesús Ortiz Moreiro

María Jesús Ortiz Moreiro (Granada, 1980) cursa sus estudios de Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Es galardonada en 2006 con el premio de periodismo Ciudad de Guadix. Se forma como docente de español en el Instituto Cervantes y en la Universidad de Cantabria. Continúa su trayectoria profesional en Berlín. En 2015 publica la novela Sombras en la luz (Ed. Dauro). En 2021 participa en la obra colectiva Miradas (Ed. buch:buch), con el relato “Por primera vez”. En la capital alemana coordina la tertulia literaria en castellano “Con tildes y virgulillas” desde 2017.

Revista Desbandada

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