Un texto de Elena Marcos
Cuando le dije a M que iba a ver a John Cale me dijo que le daba envidia. “Te enviaré un par de videos” respondí. Por ti seré una de esas desagradables criaturas que sostienen el móvil brillando en mitad de la oscuridad. Él necesitaba algo más, me dijo. Algo salvaje. “Márcate un Solanas y pégale un tiro”. Al principio dudé. “No puedo pegarle un tiro” le dije. “Ya es un fantasma”.
Siempre lo fue. No hablo de una actitud fanfarrona que nunca tuvo, ni del aspecto decrépito que, seamos sinceros, le ha acompañado desde su juventud y probablemente desde su más tierna infancia en Gales. John Cale habita en un mundo de luces y espectros. Llego tarde a Verti Music Hall, pero a la entrada el público sigue haciendo cola para comprar refrescos y bebidas alcohólicas. También hay palomitas, nachos y salchichas wiener con ensalada de patata. Me pregunto si a John Cale le gustará la ensalada de patata y lo imagino en casa con una bata raída frente al televisor en un canal codificado con un enorme bol de patatas cocidas con cebolla y pepinillo. John Cale está allí, lo veo con total nitidez, y a la vez no está en ninguna parte.
En el auditorio se encienden los focos y Cale parece un científico loco que acaba de descubrir la electricidad. Con Jumbo in the Modernworld da comienzo una experiencia fantasmagórica. A sus espaldas, se proyecta un juego de sombras y luces cegadoras que más tarde se transformarán en colores y efectos, en cuerpos desnudos, máscaras ocultas tras otras máscaras tras otras. Ahora mismo, las imágenes me parecen la historia de una fantástica aventura de vampiros voladores.

John Cale en Berlín ©Elena Marcos
El repertorio combina a la perfección lo viejo y lo nuevo. Nico y él en los 70 se aparecen en pantalla al sonar Moonstruck. En realidad, todo en él apunta simultáneamente al pasado y al futuro. Con los ojos cerrados gran parte del tiempo, John Cale interrumpe los aplausos sin piedad, apenas mira al público. Aún con ochenta años –o precisamente debido a ellos– da la sensación de ligereza. Como una especie de Gato de Schrödinger, Cale nunca ha sido uno de esos íconos del rock de presencia arrolladora. Sobre el escenario destaca más la presencia del melenudo bajista Joey Maramba o del batería que el propio Cale. Y sin embargo, todo lo que dice te arrastra como una corriente de agua oceánica, te lleva de los pelos a otra dimensión.
Escuchar a John Cale sigue siendo experimentar un sonido que trasciende al propio cuerpo, un viaje por las profundidades de una tierra que solo ha empezado a crujir. Él, solo el canal, un médium, o un exorcista que se mantiene firme mientras fluyen por él arrebatos, posesiones. Ahora el sonido fluye como una fuerza telúrica de una a otra canción. Half Past France, Hanky Panky Nohow. Bailarinas exóticas y animales de peluche. Villa Albani. La infancia. El terror. De pronto se hace el silencio. John Cale se despide hasta la próxima y casi de inmediato vuelve la luz. Se ha ido para no volver. ¿Por qué iba a hacerlo?
Al salir del auditorio todo sigue igual. Hace frío fuera, febrero termina y pronto empezará la primavera. Camino hacia el tranvía y los músicos callejeros tocan la música de siempre. Algo me dice: estás aquí en esta flecha, en esta calle, en este punto del mapa. Estamos en este preciso instante. John Cale tampoco.

Elena Marcos. Nacida en Bilbao, criada en Berlín. Filóloga y chica ye-ye.
Foto de portada: ©Elena Marcos