Crema de manos

Un relato corto de Gabriel Adolfo Castellanos Alfonzo

Hoy en día pocos lo creen, pero hubo un tiempo en que mi hermana Sara era una chica normal, como todas, mucho más extravertida que yo y de seguro más divertida. Quienes la conocieron en aquel entonces pueden dar fe de ello: ella era la primera en mostrar su piel cuando el sol y el calor de junio permitían andar en traje de baño, la más entusiasta en ir en bicicleta hasta el lago y retozar en el agua. Ahora, quienes la ven caminar por las calles cubierta de vendas, gafas de sol y guantes pensarán que es un esperpento, una exageración o un llamado a gritos por atención. Ya no habla con nadie y por ello muchos de nuestros antiguos amigos se han alejado, mientras que su aspecto espanta a los desconocidos. Así como ella antes me protegía de los machitos del barrio, yo la protejo ahora de las miradas y juicios indiscretos y hago todo por ella: la peino, le cambio las vendas, la cuido. Después que regreso del trabajo, nos sentamos a ver televisión juntos y, a menudo, hablamos sobre nuestra juventud, sobre el tiempo antes de que su aspecto desmejorara tanto. 

Cuando terminé el colegio, la mayoría de mis amigos y contemporáneos poco a poco buscaron cupos en las universidades e institutos de la capital, donde la vida es más libre pero más cara. Yo seguí los pasos de mi hermana y empecé a trabajar. Mi pobre madre no nos podía costear una carrera y, si bien yo siempre tuve notas mejores que las de Sara, no creía que fuesen lo suficientemente buenas para encontrar una beca. Así que me quedé en mi ciudad, con mi madre y mi hermana. No se está tan mal aquí, siempre me dije. Tenemos dos parques, un cine, tres centros comerciales y hasta un lago en el cual se puede nadar. 

–En ciudades somos talla M –me decía Sara mientras comíamos un helado en la plaza central–, ni muy grandes ni muy pequeños. Perfecta para nosotros, perfecta para vivir. 

Aún hoy, a muchos les gusta nuestra ciudad. Son gente talla M. M de medianía, M de mediocridad, M de malacostumbrados, M de metiches, M de mierda, M de mortaja. 

Ambos conseguimos trabajo al mismo tiempo en la tienda de cosméticos ubicada en el tercer piso del centro comercial La Colmena, el más grande de la ciudad. Sara era una de las promotoras de crema de manos que, parada en la puerta de la tienda, daba muestras a todas las pasantes. Sonriente, risueña y decidida, armada con el envase dispensador, avanzaba hacia las potenciales clientes, les hablaba sobre las cualidades humectantes, el perfume de rosas y bergamota y la suave textura que la crema dejaba en la piel. Había quienes la rechazaban cortésmente y seguían su camino, pero muchas escuchaban atentamente, extendían los brazos y le ofrecían la palma de las manos, como si ella fuese una adivina a punto de leerles el futuro, para recibir una pequeña dosis de crema. Sin embargo, Sara solamente convencía a pocas de que entrasen a la tienda con el fin de comprar. 

Yo, mientras tanto, a pocos pasos de distancia, ofrecía perfumes y agua de colonia a los caballeros. En mi inventario estaban distintas fragancias de moda, recién llegadas de la capital, todas originales. Mis preferidas eran los perfumes con tonalidades de madera y cuero, viriles, ultra-masculinas, distintas a mí. Adornaba la publicidad con mis mentiras y alegaba usar aquellos productos para delicia de mi novia, como si acaso tuviese una. Pero la mayoría de las veces los hombres que pasaban por los pasillos del centro comercial me ignoraban, así que fui adaptando mi estrategia y luego capturaba damas a quienes podía contar que la última aftershave de Davidoff era la correcta compra para sus esposos. De alguna manera, las mujeres me creían más. 

A Sara le llegaban también interesados, hombres. A veces eran chicos que querían buscarle conversación, invitarla a salir. Ella sabía cómo lidiar con ellos y los despachaba rápidamente, antes de que la dueña de la tienda alzase la voz. En otras ocasiones, bromeábamos, eran solteros que necesitaban la crema para poder masturbarse en casa placenteramente y primero la probaban. Sara encontraba a esos hombres un poco miserables. Mas había uno de ellos, uno de esos caballeros que siempre retornaban por una prueba de crema de manos, por el cual ella sentía honesta repugnancia: era el vigilante del centro comercial. Era un tipo cuarentón, de cabello rizado y con sobrepeso, del cual no se sabía mucho, salvo que no tenía familia y que era incapaz de sostener una conversación sin tartamudear. Merodeaba por los pasillos a diario y cada vez que pasaba frente a la tienda le pedía a Sara un poco de crema. Lo que más le desagradaba a mi hermana no era solamente su torpeza, su aspecto en general o sus dientes amarillos enmarcados por encías moradas, sino la psoriasis crónica que cubría el dorso y la palma de sus manos. Todavía hoy nos preguntamos por qué la dueña de la tienda dejaba que Sara le diera siempre un poco de crema. Me imagino que todos le teníamos un poco de lástima. No tanta como ahora da mi hermana.

Nuestra vida en aquel entonces no solamente era trabajo, como ya he dicho. También estaba Eduardo. Él era el hijo de una amiga de nuestra madre, buen mozo, moreno, atrevido. Todos sabían que Sara y él tenían algo, pero nunca se hicieron novios, al menos no de manera oficial. Siempre había muchas peleas entre ellos, gritos, puertas bruscamente cerradas, el acelerar de la motocicleta sin ni siquiera despedirse, lágrimas ahogadas por la almohada. Sara siempre ha sido muy celosa, y Eduardo era un casanova. Sigue siendo bien parecido, para su edad. Él tampoco se ha ido de la ciudad y a menudo lo veo, en los pasillos del supermercado, junto a su mujer e hijos. 

Una tarde de verano, estábamos los tres tendidos a orillas del lago, el sol a punto de ponerse, la luz del crepúsculo filtrándose entre el carrizal, mi cabeza apoyada sobre el vientre de Sara, las nubes rosadas flotando en el cielo, cuando escuché por primera vez, en el reproductor portátil, Losing My Religion de R.E.M. de un casete que Eduardo nos había grabado. 

–Esta canción es mi himno nacional –dijo él, a mitad del coro. 

A pesar de que me gustaba el sonido de la mandolina y la voz melancólica del cantante, mi ignorancia del inglés impedía que me identificase del todo con el texto. Sin embargo, al menos de manera frívola y efímera, aquel atardecer, aquel momento, se convirtió en mi himno, una fotografía Polaroid de la felicidad. 

Además, recuerdo muy bien aquella tarde porque poco después pasó el incidente. En La Colmena había varios ascensores: dos para clientes y uno para carga. A menudo Sara usaba el de carga para bajar y salir directo al estacionamiento, durante las pausas, para fumar un cigarrillo. Yo no la acompañaba, porque en aquella época no me gustaba el tabaco. Aquel día estaba ocupado ordenando las lociones en los estantes, cuando escuché a Sara decirle a la dueña de la tienda que iba a fumar un minuto. El minuto se hizo diez, veinte, treinta. La dueña empezó a perder la paciencia y me ordenó ir a ver qué pasaba con mi hermana, mientras ella terminaba de ordenar las lociones. Con la certeza de que Sara se había distraído y conversaba con las peluqueras del segundo piso, quienes también eran adictas a la nicotina, caminé hacia el ascensor de carga y oprimí el botón para llamarlo. Nada. Oprimí varias veces. El ascensor estaba muerto. Bajé por las escaleras y no la encontré en el estacionamiento. Desde allí intenté llamar al ascensor, de nuevo en vano. Un temor me cruzó por la cabeza y fui piso por piso, golpeando con el puño cerrado las pesadas puertas del ascensor. En el segundo, los golpes encontraron un quedo eco, los gritos de Sara. 

Enseguida corrí hacia el despacho del vigilante, pues no sabía quién más podía ayudarme y le dije, casi sin aliento, que mi hermana estaba atrapada en el ascensor. Me dijo que me calmase, que pasaba a cada rato y él sabía qué hacer. Abrió un estante, sacó una larga barra de metal y me acompañó hasta el segundo piso. Allí, introdujo la barra por la ranura de las puertas del ascensor y logró abrirlas completamente con un rápido movimiento. Sara dio un grito de alegría al vernos y sentir el aire fresco. La cabina del ascensor había quedado entre el segundo y el primer piso. El vigilante, lenta y pausadamente, me dio la barra de metal, luego se arrodilló en el piso y extendió la mano derecha hacia Sara para ayudarla a salir. 

Pasaron unos segundos de titubeo. El vigilante no entendía por qué Sara no tomaba su mano y salía de una buena vez de aquel ascensor. Desde medio piso más arriba, vi su desencajado rostro y entendí. Ella siempre había usado el dispensador para darle crema, pero jamás había estado en contacto con su piel llena de pústulas. Aquella mano que había visto tantas veces, aquella mano sarnosa, asquerosa, hedionda a bergamota, ahora representaba su salvación. Por un momento pensé en apartarlo y tender la mía, pero habría significado herir los sentimientos de aquel hombre que nos estaba ayudando. Sara entonces me miró a los ojos y, decepcionada, entendió que tendría que salir de allí ayudada de aquella mano enferma y resignada, nauseabunda. 

Antes de regresar a la tienda, Sara se lavó las manos varias veces. En total, había estado una hora y media ausente. A pesar de nuestras protestas, la dueña nos informó de que se lo descontaría del sueldo. Mientras íbamos en el autobús camino a casa, no dejó de contemplarse los dedos, las uñas, los nudillos. 

Al día siguiente, encontró la primera burbuja, diminuta, en la piel entre el dedo índice y medio de la mano derecha. Sara flipaba. Yo ignoré aquello en un primer momento, diciendo que aquella burbuja podía ser cualquier cosa. A finales de semana, salieron más burbujas y llegaron a extenderse por ambas manos. Sara se encerraba en el baño y no dejaba de restregarse con el cepillo y el detergente para lavar ropa. Nuestra madre le dijo que eso era peor y debía acudir a un médico. Así hizo: el diagnóstico fue una rara forma de dermatosis. Sara debía usar una pomada medicinal, que era más costosa de lo que uno esperaba. A pesar de las indicaciones que le aconsejaban dejar de lavarse compulsivamente, Sara siguió restregándose, incluso con vinagre o queroseno. 

Yo no sabía cómo reconfortarla. Me daba mucho pesar verla llorar mientras tendía los dedos bajo el grifo del lavamanos y dejaba que el agua fría calmara su irritación perpetua. La dueña de la tienda también vio su piel y le pidió que no volviera hasta estar sana de nuevo, pues no podía vender cosméticos con aquellas manos. Sin embargo, yo seguí trabajando en la tienda, al menos por algún tiempo más. Sin Sara, todo era más aburrido, incluso los perfumes de madera y cuero. 

A las cuatro semanas, las burbujas y heridas comenzaron a propagarse por los antebrazos. La planta de los pies y las articulaciones también estaban afectadas. El médico estaba perplejo. El rápido avance de la enfermedad escapaba sus conocimientos. Le pidió que se hiciera varios exámenes, pero los laboratorios se encontraban en la capital. Sara no quiso tomar el tren en aquel estado. Intenté convencerla, pero ella es muy terca. Por aquellos días Eduardo dejó de visitar la casa. Nos enteraríamos más tarde de que se había liado con otra muchacha, no la misma con la que se casaría mucho después. 

Para mi escándalo, tres meses después del incidente del ascensor, la dermatosis de Sara la cubría de los pies a la cabeza. Fue un periodo muy duro, pues la piel le picaba, día y noche. Se rascaba hasta quedarse en carne viva, lo cual le causaba aún más dolor. Yo le daba calmantes para que pudiese dormir, mientras tomaba alguna y otra pastilla yo mismo. Un día me enfurecí y le dije que no podía dejar que la enfermedad la consumiese, que tenía que hacerse los exámenes. Conseguí que nos llevase a la capital una vecina que a veces viajaba allí a comprar mercancía para revender. Sara aceptó, quizá resignada. El resultado de los exámenes permitió al médico encontrar una terapia, costosa, pero que detuvo el avance de la enfermedad. Nos dijo que, si Sara no tomaba las medicinas, perdería el cabello, las uñas y hasta la vista. Menos mal que pudimos actuar a tiempo; si no, hubiese llegado a la descomposición total. 

A lo largo de estos años la enfermedad siempre ha estado presente, en oleadas intensas de avance seguidas de periodos de paroxismo e incluso retroceso, intermitentemente. Las llagas han dejado la piel que antes retozaba vibrante bajo el sol llena de cicatrices. Ella prefiere estar cubierta de vendas a mostrarse abiertamente. Yo le digo que esas vendas son una mortaja en vida. Las nuevas llagas a menudo se infectan y hay que curarlas con medicina: yo lo hago sin miramientos. Me da mucho pesar que es casi una reclusa y solamente sale al porche de la casa, a recibir la fresca brisa de la tarde. Antes era un tema, pero ahora, cuando conversamos, nunca hablamos del incidente. Me remuerde la conciencia no haber extendido mi mano, pues sé que ella está segura de que ese día ocurrió su contagio. 

Nuestra madre murió hace algún tiempo. Después de la gran crisis, la gente dejó de comprar en La Colmena: preferían los cosméticos baratos de los buhoneros, así que las tiendas cerraron. Ahora trabajo de cajero en el supermercado. Supongo que mi empleo tiene futuro, pues la gente siempre necesitará comida y no dejará de comprar víveres, aun cuando algunos prescindamos de un himno nacional.


Instagram de Gabriel Castellanoshttps://www.instagram.com/gabcastell/

Revista Desbandada

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