La muerte de un bailarín de disco

Relato de Elena Marcos

A mi madre siempre le ha gustado presumir de sus novios de juventud. Incluso cuando mi padre vivía, hablaba de ellos con total naturalidad y los dos se reían. La lista era larga y ecléctica: Juan, un actor porno desempleado; Patrick, el primer negro del pueblo; Ramón, vecino sindicalista minero, y un largo etcétera hasta llegar a mi padre, que pasó de comunista ferviente a burgués de izquierdas. De todos ellos mi favorito era Víctor, un bailarín de disco con melena rubia rizada y un diente de oro que, según mi madre, iba a todos lados en patines y pantalones cortos.

Mi padre no hablaba mucho de su paso por la cárcel. Si se daba la ocasión se refería a ello de forma anecdótica, como si no hubiera muchas preguntas que hacer. A veces hablaba de las huelgas de hambre y de pesadillas en las que era perseguido por gambas gigantes. En los ochenta se enamoró de Felipe González y en los noventa nací yo. Lo recuerdo hablar de política con la cara muy roja y dando golpes en la mesa, discutiendo con los amigotes, en pleno discurso histérico y con los ojos brillantes por los mártires del socialismo o las víctimas de ETA. Nos lo dejó bien claro a mi hermana y a mí: en esta casa o se vota a la izquierda o estáis desheredadas. Tampoco es que hubiera mucho que heredar. También lo recuerdo citando a Churchill: que un joven de derechas no tiene corazón y un viejo de izquierdas no tiene cabeza. Como mi padre nunca llegó a viejo es posible que se quedara en el centro.

Cuando era pequeña, él solía cantarme El brujito Gulubú antes de irme a dormir. Aparte de eso, mis recuerdos de aquellos días apuntan a una infancia vivida peligrosamente. Cuando tenía dos años me tiré a una piscina de dos metros de profundidad y fue él quien evitó que me ahogara. A menudo jugaba conmigo a hacerme rebotar sobre la cama —mi actividad preferida de los sábados por la mañana—, hasta que un día mi cabeza impactó contra el cabecero abriéndome una brecha de la que aún tengo la marca. Durante mi quinto verano de vida casi me ahogo, otra vez, mientras jugábamos a saltar las olas en la playa de Samil. Aquel mismo verano una avispa me picó mientras jugaba en el patio de mis abuelos: recuerdo llorar y gritar durante lo que parecieron horas, sin que nadie viniese al rescate. Pero al final siempre aparecía. Me curaba las heridas, soplaba y decía: “Sana, sana, culito de rana, si no sanas hoy sanarás mañana”.

Con los años, dejé de necesitar cuidados de rana. En nuestros ratos juntos, cada vez más escasos, veíamos películas o escuchábamos música. A él gustaba el cine lento. Los westerns, Sergio Leone. Ciudadano Kane. Novecento. En música, Dylan. También Lou Reed. En los últimos años leyó compulsivamente a Roberto Bolaño. Yo siempre le llevaba la contraria: “Suena a viejo» o «¿qué tiene esto que ver conmigo?”. Otra parte de mi sentía una curiosidad secreta e irresistible por aquella solemnidad de cuento. Pero a mi lo que me gustaba era patinar. Empecé cuando tenía diez años, primero con los de línea y más tarde con los de freno delantero. Mis primeros patines de disco eran fabulosos: de muchos colores, empapados en purpurina y con las ruedas resplandecientes. Poco después de adquirir los patines mi padre se puso enfermo.

Cuando iba de visita al hospital, a veces pensaba en mi madre y en sus ex novios. Ingresaban a mi padre y de visita en el hospital, ¿qué tiene esto que ver conmigo? Recorría los pasillos con olor a cerrado, olor a enfermo, y me preguntaba qué estará haciendo esa otra gente ahora. La neutralidad, el blanco clínico no son el lugar para un bailarín de disco. Y yo podría haber sido hija suya. Soy lo suficientemente frívola: el pelo platino decolorado y rizado como mi madre, pero no como mi padre. Uso calentadores para bailar funk, amo Donna Summer y digo que la seriedad es para la gente fea. Me pruebo sombreritos mientras canto Xanadú. Joder, ¿es que con eso no es suficiente?

Siempre he querido llevar una vida feliz y superficial. El día que mi padre murió yo aún no había llegado a la edad de votar. Mi madre entró en casa llorando y me dijo lo que desde hace semanas sabíamos que iba a pasar. Los años siguientes son sombras. Mi madre desquiciada y una casa fantasma llena de libros, discos y zapatos y recuerdos que se hunden como un cadáver de cemento en el río. Una casa anclada en el pasado, a veces en la imaginación. Pasados unos años decidí marcharme y como las cosas no podían ir más hacia abajo, empezaron a ir ligeramente hacia arriba. Mi madre recuperó parcialmente la cordura y comenzó a salir de casa y yo empecé a olvidarme de todo, del compromiso que nunca hubo y de las cosas de las que hablaba mi padre. Me saqué el grado más inútil de la historia con el propósito de poder ser, algún día, un feliz parásito social y empecé a trabajar en un bar que siempre estaba semi-vacío, pero donde al menos podía escoger la música.

Elena Marcos

Un día fui a casa de mi madre de visita. La llamo la casa de mi madre, pero es la misma casa donde yo pasé mi infancia, mi juventud y aquellos días sombra. No ha cambiado mucho, salvo por la gente que ha dejado de habitarla y los estados de ánimo. Mi madre me saludó con un abrazo y uno de esos besos de oso pegajoso, con ese amor rabioso de madre viuda. Mi madre estaba haciendo la comida y yo cogí el periódico que, como cada mañana, ella había dejado sobre la mesa de la cocina. En una de las páginas vi la foto de un hombre con rizos cuyo rostro me sonaba familiar. Melena rubia al aire, diente de oro, pantalones cortos y patines rodando por el paseo de la playa con la pierna izquierda en paralelo a los brazos, muy recta hacia adelante. “Fallece el patinador Víctor Lasalle tras ser atropellado violentamente por un cuatro por cuatro. Para su familia nuestro más sentido pésame. Le echarán de menos su mujer Andrea y sus dos hijas, Marta y Helena.” Cerré el periódico y fingí que no pasaba nada. Fingí que no todos los padres están muertos desde que nacemos.


Elena Marcos. Nacida en Bilbao, criada en Berlín. Filóloga y chica-yeyé.

Revista Desbandada

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