La piel

Relato de Carlota Pérez Ortiz.

El agua caliente resbala sobre mi cuerpo, pero mi preferencia es que arda sobre la piel, creando una quemadura superficial de primer grado en la epidermis del pecho, siempre la más sensible. Adquiero un color rosado por todas partes, que me agrada. Siempre he envidiado a las personas que se sonrojan fácilmente por cualquier bobada que las ponga en compromiso. Yo nunca he podido.

Riego mi cuerpo como si de una planta en un tiesto se tratase, pero no crezco y apenas llego a hidratarme, simplemente me descompongo.

La piel que me cubre es arrastrada por la fricción de una esponja que simula con exactitud , tanto en imagen como en textura, a un porífero acuático verdadero, solo que esta es sintética y tardará siglos en descomponerse y sé bien que acabará en el mar, junto a las demás criaturas artificiales. Yo no acabaré en el mar, lamentablemente, comparto mi destino con el resto de habitantes, cubierta de tierra mojada y podrida bajo los cimientos de esta ciudad.

Mi piel muerta se mezcla con la pastilla de jabón, que se deshace, diluyéndose con el agua caliente, dejando un olor a lavanda ilusoria y sintética. El jabón y yo nos desvanecemos en la corriente de agua que nos arrastra por las tuberías de mi edificio, juntándose con los restos de piel de los demás vecinos, tan desconocidos para mí como yo para ellos, pero juntos desintegrándonos a la vez, formando capa sobre capa, cantidades inimaginables de mugre.

Lamentablemente no todo lo arrastra el agua, partes de mí quedan pegadas y secas, por el exceso de cal, en las esquinas de mi bañera. Como restos de café en una taza olvidada de una cafetería de mala reputación; mi piel muerta se asemeja a la espuma del café, adherida a una superficie blanca e impoluta. La bañera no pierde su piel, a pesar de las continuas quemaduras que le aflijo cada mañana.

Limpio con la ayuda de un cúter las evidencias de mi continua e imparable descomposición. Rascando, frenéticamente, mi propia suciedad con el filo de la hoja oxidada.

Cuando he acabado, sudando, jadeando por el esfuerzo y la mano dolorida, vuelvo a bañarme de nuevo, empezando sin querer un ciclo sin fin.

Me gusta dejar el cúter cerca de los productos de belleza, pues me agrada la idea de imaginar lo que pueden pensar mis amigos cuando me visitan. Nunca dicen nada.

Yo tampoco.

Si algún día se atreven a preguntar, les contestaré que lo uso para eliminar partes de mi ser. Imaginar sus caras tras la declaración no me interesa, pues todos estamos malditos. Algunas veces intercambio el cúter por otros objetos afilados de metal, de uso común e inofensivos, como tijeras para cortar las uñas, hojas de Gillette intercambiables, agujas o alfileres fuera de la caja. Es un juego al que juego sola. Ellos nunca preguntan nada, ni siquiera se fijan en la mugre que se adhiere a la bañera.

Nunca me he autolesionado ni tengo la intención de hacerlo, me contento con saber que me descompongo desde siempre. Dejo que el agua, cada día más calcinada y química, por culpa de nuestra inmundicia, se encargue de manera gentil pero efectiva de su proceso de desgarramiento y exterminación.

Algún día ya no quedará nada de mí, sin haber nunca utilizado ningún objeto físico, solamente el agua purificada de esta ciudad.

Imagen de portada: ©Carlota Pérez Ortiz

Revista Desbandada

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