Un relato de J. A. Menéndez-Conde.
Los zorros no muestran ojos de arrepentimiento antes de morir. No importa si caen en una trampa y están arrinconados en una esquina, no parecen sentirse culpables por la sangre que han derramado. Eso me gusta. Los zorros no son de los que se ponen de rodillas y tratan de comprarte con fajos de billetes y una casa en la playa. Tampoco son de esos que nombran uno a uno a los miembros de su familia buscando misericordia. Saben que cuando apunto con mi Beretta a la cabeza no se trata de un mal sueño. Sus ojos quietos revelan complicidad, saben lo que es estar fuera del fango. Con esa calma en la mirada, los he visto saltar por ventanas de un tercer piso y atravesar la avenida con las piernas machacadas. Todo para no terminar con tres balas en el cuerpo. Eso también me gusta.
Los zorros son difíciles de cazar. Usan pelucas y bigotes postizos para mantener un perfil bajo. Giran las esquinas volviéndose sobre su hombro de forma instintiva. Si perciben el más ligero cambio en su entorno, lo rechazan. Cambian de habitación de hotel, incluso de ciudad, si sienten que les sigo el rastro. Son animales adaptables y muy solitarios. Con pocas ataduras emocionales. No son del rollo de, si amas algo déjalo volar libre. Los zorros son más de cortar alas y aferrarse a lo poco que tienen, aunque pueda costarles la vida.
Balas de plata, dagas encantadas, veneno indetectable, su reputación. Cada zorro tiene una debilidad. Todos están unidos a algo. En sus maletas guardan fotos de sus novias, o hijos, o padres y madres sonrientes. Cargan con casetes de bandas de rock favoritas, con llaves viejas y oxidadas, con zapatos de bebés dentro de vitrinas de cristal. Sus maletas son como un puesto de mercadillo ambulante. La revista Tvynovelas de diciembre del año 1981. Un pato de cerámica pintado de azul. Una capa de mago roja, de lentejuelas, que en letras doradas tiene bordado dentro del cuello: «Property of The Fratelli Brothers». Una vez encontré una licuadora Hamilton Beach en un apartamento. Era una máquina enorme. Había sido dejada en el baño, conectada al enchufe del lavabo. El vaso contenía malteada de fresa todavía fría. La máquina estaba bien pulida, el acero inoxidable brillaba limpio frente a las baldosas. Tenía el nombre Mela Wiesniewki grabado en la base.
Sacudí algunos árboles y pajaritos cantaron. Resultó que era el nombre de la madre del zorro. La mujer era bastante conocida en Varsovia, había sido la dueña y única hostess del American Dream, el primer restaurante estilo diner americano en toda Polonia. Se disfrazaba de Marilyn Monroe y atendía personalmente a los clientes ofreciéndoles la carta con los diferentes tamaños de hamburguesas y raciones de papas fritas y combos que incluían la bebida. En los años ochenta la gente de Varsovia no estaba acostumbrada a que una señora con peluca rubia y sugerente vestido blanco atendiera su pedido. Se les hacía extraño que la camarera les hiciera preguntas personales, que les sonriera tanto, que pudieran beber todo el café aguado que quisieran. Al staff, un cocinero de sesenta años y la chica que hacía la caja, también les desconcertaba todo aquel rollo de que el cliente siempre tiene la razón que Mela Wiesniewski prodigaba. El garito no tardó en cerrar sus puertas. A partir de entonces, el zorro tuvo que hacerse cargo de su madre. Cada zorro tiene su debilidad. Y esa conexión deja huellas.
Pero los zorros son cursis y sensibleros. ¿Hay otra razón para cargar con un libro de Roque Dalton y un vinilo de Salserínque puedan delatarte? Encontré estos objetos en un motel a las afueras de Varsovia. Parecían olvidados debajo de la almohada por un huésped distraído, pero en realidad habían sido abandonados con urgencia, dejados atrás como un brazo después de una explosión. Huellas que funcionan como una lata de pintura atada al parachoques de un coche, que gotea color rojo en el asfalto pintando un rastro mortal.
Descubrí que el vinilo de Salserín era de un grupo salvadoreño de bachata de los noventa. El grupo se alquilaba para tocar en tu boda por dos mil dólares. Les escribí un mail desde una cuenta falsa para averiguar su disponibilidad. La pista no me condujo a ningún sitio y la descarté. El libro de cuentos de Dalton era bastante extraño. La Siguanaba, la CIA y yo nunca había sido publicado. Ni siquiera en los blogs de libros más freaks habían oído hablar de él. Pero eso no era lo más raro. Al reverso de la tapa había una ficha con un sello de la biblioteca pública de Tepatitlán, México. La fecha del préstamo databa de hacía ocho años.
La bibliotecaria se acordaba perfectamente del libro. Un ejemplar único. Donado anónimamente a la biblioteca municipal. Había un hombre que por las mañanas sacaba el libro a préstamo. A veces se lo llevaba a casa y se ausentaba por semanas y nunca contestaba al teléfono. Hubo que multarle por los retrasos. Se sentaba a leer en las mesas para niños de atrás. Parecía que leía en voz baja al perro. Alguna vez pensó en llamarle la atención sobre lo de estar sentado en la mesita de la sección infantil y eso, pero entonces tendría que haberle dicho que bajara a su perro, y el perro, la verdad, estaba chulísimo sentadito sobre la silla, escuchando cómo le leían un cuento. No era amiga del viejo. En realidad, no era amiga de ninguno de los usuarios. Especialmente del viejo, luego de que jamás devolviera el libro.
Las huellas que dejan un zorro y su perro están grabadas en cemento. Amables veterinarios se acordaban de ellos. Corteses subordinados les alquilaron un coche. Encantadoras sobrecargos los condujeron sanos y salvos a su destino. A los tres meses de acecho, encontré sobre la mesita de su habitación de hotel la primera de las breves notas que escribió antes de huir. «Me obligaste a moverme anoche. Por favor, paga la cuenta».
También escribió: «¿No te cansas de llegar tarde?» y «Knock it off or I’ll kill you».
El último mensaje sonaba amenazador. Aunque la caligrafía era la de alguien que está terminando la tarea antes de que el profesor entre a clase. Desesperada.
El gringo perteneció a un comando de élite durante la guerra civil de El Salvador. Cuando no estaba bailando Salserín y bebiendo ron, se encargaba de hacer desaparecer insurgentes. Todos importantes. Escuché que había matado al mismo Roque Dalton. Que lo hizo arrastrar cuesta arriba a un volcán, y que las últimas palabras de Dalton fueron un chiste.
Seguí al gringo hasta El Salvador. Su rastro me llevó a Coatepeque, el lugar en donde se suponía que había fusilado a Dalton. Lo vigilé durante tres días. La mañana que lo cacé salió a pasear con el perro dejando la puerta del jardín entreabierta. Cruzaron el caminillo de piedras hacia el lago hasta detenerse en la orilla. Luego se echaron a andar y desaparecieron de mi vista. Sabía que pasearían hasta topar con la montaña de rocas que separa el malecón de la jungla, darían la vuelta y comprarían pescado a los niños. Bajé del árbol. Salté el muro de la casa y pasé por la puerta del jardín asegurándome de no tocarla, de dejarla como estaba. Me paré detrás del sofá, en una esquina, donde había una sombra.
El perro anunciaba su llegada como si llevara sonajas en las patas. Me alisé la chaqueta, me acomodé la corbata, y apunté hacia la puerta. Los pasos del gringo apenas crujieron sobre la grava. El perro esperó en la puerta a que el gringo entrara primero. Seguí su cabeza con la mirilla de mi Beretta. Dio dos pasos y se detuvo. Abrió la mano dejando caer el pescado al suelo. Siguió inmóvil, congelado. Apenas podría verme con el rabillo del ojo, si acaso, pero sabía que estaba ahí, apuntándolo. Esperé a que hiciera un movimiento astuto, a que tratara de sacarme los ojos con sus garras. Lo que hizo fue levantar las manos lentamente hacia arriba.
—Entrá, Miclo —dijo.
El perro entró moviendo la cola. Notó mi presencia y giró el cuello. Di un paso hacia adelante apareciendo desde la sombra, apuntando con mi Beretta al perro.
—Calmate, calmate, vos —dijo el gringo.
Entonces apunte hacia él.
—Sí, hacia mí —dijo el gringo—. He is the sweetest of dogs. Loves all strangers. Aunque supongo que tú ya no eres uno, mijo.
Sus ojos eran verdes y probablemente eran lo único que no había sido sometido a cirugía estética en toda su cara.
—Eres más joven y barbudo de lo que imaginé, vos —dijo—. Tenés que estar asándote con esa corbata.
Le clavaba la vista. Se giró hacia la puerta de cristal, mirando el lago y el volcán. Luego respiró exageradamente hondo. Se puso en cuclillas, recogió con calma el pescado, lo puso sobre la mesa. Se quitó el sombrero y lo tiró tratando de tapar el pescado, y falló.
—You ain’t gonna kill him, right, old sport? —dijo.
Apunté al perro.
—Hacia mí —dijo el gringo levantando las manos—. El perro está relajado, mijo. No va a causar ningún problema.
El perro movió la cola.
—Adora que le lean el libro de Dalton, ¿no es así? —dijo mirando al perro.
El perro se acostó en el suelo. El gringo echó un vistazo al reloj de la pared y dijo que nunca había sido tan temprano a las 10:15. Supuse que era un poema, o un chiste, que algo así le habría dicho Dalton. Continué callado.
—Prefiero que suceda en la habitación —dijo.
El gringo caminó por el pasillo con los brazos arriba, la nuca balanceándose en mi mirilla, su cabeza casi lista para exhibirse como trofeo en la vitrina secreta de mi memoria. El perro siguió tirado en el salón.
La habitación era blanca y muy austera. Cuatro paredes. Dos mesillas de noche. Una cama. El gringo se sentó en el colchón manteniendo los brazos en alto, y se quitó los tenis pisando de los talones. No usaba calcetines. Luego bajó una mano, acercándola al bolsillo derecho del pantalón.
Levanté una ceja.
—Solo quiero sacar mis llaves, old sport. Hay que ponerse cómodo para el viaje.
Empuñé la Beretta con firmeza. El gringo sacó las llaves y las colocó cuidadosamente sobre la mesilla de noche.
—Voy a meter la mano en mi bolsillo izquierdo —dijo bajando el otro brazo—. La cartera, old sport. Ya no la necesito. He escuchado que del otro lado hay barra libre de margaritas.
Entonces el gringo metió la mano en el bolsillo. Escondía una pequeña 900S calibre 40. Y jalé del gatillo. Su cabeza rebotó contra el colchón y le puse dos tiros en el pecho. Los zorros no cierran los ojos antes de morir. Iba a quitar el silenciador, pero recordé que el perro estaba en la sala.
Anduve por el pasillo sin hacer ruido. El perro reposaba sobre sus patas traseras, las orejas alerta, la cabeza ligeramente ladeada inspeccionándome. Coloqué la mirilla en su frente y, justo cuando puse el dedo en el gatillo, el perro sacó la lengua y se dejó caer al suelo haciéndose el muerto. Pero el tramposo espiaba por un ojo abierto. Quité el silenciador, guardé la Beretta y salí por la puerta del jardín. A la altura del caminillo de piedras el perro ya estaba a mi lado.
«Los zorros» forma parte del volumen de relatos Los tipos duros no tocan el timbre (2021), proyecto llevado a cabo en Berlín junto con La Pleca.

J. A. Menéndez-Conde nace en 1984 en Tlaquepaque, México. Ha vivido en El Salvador, España y Alemania, y ha ejercido todo tipo de oficios —desde trabajar en call centers a soldar esculturas de lujo para artistas contemporáneos— que, por supuesto, también son alimento para sus ficciones. Ha recibido la mención de honor del IX Premio Bonaventuriano de Poesía y Cuento. Vive con su esposa y sus animales en Berlín.
J. A. Menéndez-Conde

La Pleca es una empresa de servicios gráficos y editoriales formada por mujeres migrantes, que ofrece a autores y autoras el asesoramiento y los servicios necesarios para dar vida a sus manuscritos, para publicar sus libros.
Imagen de portada: ©Manuchi/Nikolaev/Ukraine//Pixabay