Dos mil seiscientos kilómetros

Desde los años cincuenta, los Gastarbeiter, los «trabajadores invitados“, venidos entre otros países de España, Grecia, Turquía, Italia, Bosnia, Corea, han contribuido considerablemente al auge económico de Alemania, sin que ello se viera reflejado realmente en la cultura de la memoria alemana. Hoy los hijos y nietos de la «primera generación» reviven las historias de sus padres y abuelos en relatos y dan así voz a una generación que ha sido olvidada. Al mismo tiempo, procesan sus propias historias de vida a través de su escritura. Historias contadas que pretenden inaugurar un discurso sobre la propia imagen y sobre el aporte de los inmigrantes en la sociedad alemana.

La editorial berlinesa Yilmaz-Günay acaba de publicar Grenzerfahrungen. Ein Lesebuch der Daughters and Sons of Gastarbeiters (Experiencias fronterizas. Un libro de lectura de las Hijas e Hijos de Gastarbeiters). Un bello volumen con una selección de estos textos en una edición multilingüe: los textos de los hijos e hijas en alemán, pues se han formado en este idioma, y las traducciones a los repectivos idiomas de sus padres. Compartimos con ustedes uno de estos textos.


Dos mil seiscientos kilómetros

Un texto de Eva María Andrades Vázquez

«¿Cuándo llegamos?» Hoy solo puedo adivinar cuántas veces les habremos hecho esta pregunta a mis padres durante el largo camino desde Sauerland hasta Andalucía. Dos mil seiscientos kilómetros hay desde Kierspe hasta Chiclana de la Frontera. Año tras año en las vacaciones de verano volvíamos a partir rumbo a la ciudad natal de mis padres, a veces por seis, a veces por ocho semanas. Rumbo a esa ciudad sobre el Atlántico, cerca de Cádiz que ellos habían dejado muchos años atrás para ir a Alemania como trabajadores invitados, Gastarbeiter. Y como todos los años viajábamos en un Ford lleno a reventar. San Cristóbal nos acompañaba bajo la forma visible de una medallita pegada en el tablero. Nos protegería de accidentes, nos contaban nuestros padres. (Es el día de hoy que me sigue sorprendiendo la ligereza con la que pasaban por alto la obligación de ponerse los cinturones de seguridad.)

Plegando los asientos traseros mis padres armaban una gran cama para nosotros los niños, de modo que cuando partíamos al amanecer podíamos seguir durmiendo sin problema. Íbamos muy cómodos allí atrás, donde debajo de nosotros, a los lados, en cada intersticio que quedaba libre mis padres habían guardado algo; y esto más allá del hecho de que por supuesto también llevábamos un portaequipaje. Camino al sur vi muchos autos como esos. Llenos hasta el tope, en su interior una familia que con ansia y nostalgia emprendía el camino a su tierra natal. Eran españoles como nosotros, pero también muchos marroquíes de Francia que luego tomarían el ferry en Algeciras. En algún momento –probablemente antes de llegar a la frontera franco-alemana– los niños nos poníamos impacientes.

«¿Cuándo llegamos?» Yo no veía el momento de llegar por fin y –ese era siempre el momento más bello– ver el mar a lo lejos y saber: «¡Ya enseguida me meto!»

Pero todavía estábamos lejos.

El paisaje iba cambiando progresivamente, en lugar de abetos yo iba viendo pinos, y en un momento, cuando aparecían las primeras palmeras, entonces sabía: «Ya estamos bien lejos de Alemania».

Mi madre, la conductora, iba pisando bastante el acelerador. Mi padre, que no tenía licencia de conducir, era el encargado de ir siguiendo la ruta en el mapa y el cafetero. Cuando hacía calor –y eso sucedía siempre, porque no teníamos aire acondicionado–, también era el encargado de secarle el sudor de la nuca y de la cara a mi madre con un paño frío. Pausas solo había pocas, pues cada minuto más de viaje era un minuto menos en Chiclana. Y así mi madre lograba hacer el viaje en treinta horas; siempre, por supuesto, que no hiciéramos una parada en casa de mi tío en Barcelona.

Pero una pausa era obligada: En cuanto llegábamos a España, inmediatamente después de cruzar la frontera francesa, detenía el auto y besaba el suelo. Normalmente solo he visto al Papa hacerlo. A decir verdad, en realidad yo tampoco me acuerdo de ello en absoluto, pero hace poco mi hermano me lo contó sin poder creer cómo yo podía haberlo olvidado. No tengo duda alguna de que así era, pues se condice con la unión y el amor que sentía mi madre hacia su tierra. Pero debo decir que no era la bandera de España la que llevábamos pegada en el auto, sino la de Andalucía. Es que en primer lugar nosotros éramos andaluces, eso era lo importante para ella. Y así es como también iba pisando el acelerador y atravesando el resto de España sin voltearse a mirar a uno u otro lado, siempre hacia el sur, hasta que llegábamos a Chiclana.

Ermita de Santa Ana en Chiclana

Ya desde lejos divisábamos la Santana, una capilla blanca sobre la colina más alta de la ciudad. En ese momento ya casi estábamos allí.

La mayoría de las veces ya era de noche cuando llegábamos a la ciudad, y la excitación era inmensa. Antes de arribar a destino mi madre hacía una última breve parada para acicalarse ellos y hacer lo propio con nosotros los niños, peinarnos y vestirnos todos como corresponde. La primera impresión es lo que cuenta. Cuando tomábamos la calle donde vivía mi abuela, iba tocando la bocina todo el tiempo hasta la casa. Todos tenían que enterarse: «¡Llegaron Antonia y su familia de Alemania!».

Mi madre y mi abuela lloraban de alegría al volver a verse y se quedaban lo que parecían horas abrazadas. Después éramos nosotros los que recibíamos besos y abrazos como si no hubiera mañana. ¡Lo habíamos logrado! Ahora teníamos semanas maravillosas por delante, las más bellas del año para todos nosotros.

Playa La Barrosa en Chiclana

Lo que yo más quería era ya ir a la playa al día siguiente. Pero mi madre tenía otros planes: visitar parientes. Y eran muchos. Hasta que habíamos saludado a todos los tíos, las tías, las primas, los primos y otros miembros de la familia y los habíamos deleitado con regalos de Alemania, ya habían pasado unas buenas dos semanas. Cada tanto nuestra paciencia se veía recompensada con largos días de playa. Pero para mi madre el mayor placer parecía residir en visitar a todos sus conocidos en Chiclana y pasarse horas conversando con ellos. A diferencia de lo que sucede hoy en día es cierto que en aquella época comunicarse también era mucho más difícil: nada de teléfonos móviles, nada de Skype, nada de Facebook, nada de Whatsapp. En el transcurso del año entre las respectivas vacaciones de verano solo había hablado por teléfono unas pocas veces con su madre, la cual ni siquiera tenía teléfono y para hablar tenía que ir a casa de la vecina. Había mucho que contar cuando uno no había hablado durante todo un año.

Y cada uno, realmente cada uno de los miembros de la familia –más algunos vecinos de mi abuela materna– era deleitado con un regalo de Alemania. Mi madre ya comenzaba a comprar los regalitos meses antes de las vacaciones de verano.

Mis padres tienen respectivamente cuatro hermanos, todos casados y cada uno con entre dos y cuatro hijos, los cuales a su vez en parte ya son padres también. Sumados a mis abuelos, y sin contar a los vecinos, las tías y los primos de mis padres, eran, en un cálculo aproximado, unas cuarenta personas, las que año tras año eran visitadas por mis padres y recibían regalos. Yo realmente no recuerdo regalos para mis tíos, pero lo que sí recuerdo bien son todas las horas que mi madre se pasaba en las grandes tiendas eligiendo bisutería, cosméticos, perfumes y estatuillas y lámparas kitsch para la parte femenina de la familia.

Especialmente apreciados –y es loco, pero al día de hoy sigue siendo así– eran los cuchillos de pelar alemanes. Incluso actualmente, en sus breves visitas a Alemania, mi padre –quien ya desde hace diez años vive de nuevo en España– sale a la busca de cuchillos para pelar para llevárselos de regalo a mis tías. Las lámparas de fibra óptica, en cambio, ya están out. Pero antes, durante mucho tiempo, fueron también el gran hit y todos querían tener una. La parte inferior de las lámparas era de vidrio y adentro había una planta artificial que iba siendo iluminada con los más diversos colores. Arriba tenían pelos de fibra óptica blanca que también iban alternando colores y que –si mal no recuerdo– además giraban.

Lámpara de fibra óptica

Nunca entendí cómo alguien podía tener algo así en su sala, pero todos morían por ellas. Me pregunto cómo se le ocurrió a mi madre llevarle eso de regalo a la familia cuando nosotros mismos no teníamos un adorno así en casa. ¿O quizá la familia se había llegado a enterar de algún modo que en Alemania existía algo así y le había encargado a mi madre que le llevara algunas? Pero también quizá nuestros parientes habían descubierto la lámpara en casa de conocidos que luego les habían comentado orgullosos que era de Alemania… Como sea, al cabo de un tiempo el tema lámpara de fibra óptica fue asunto terminado y el objeto de los deseos pasó a ser un reloj de mesa dorado engastado en una suerte de pabellón de arte por cuyas columnas parecían deslizarse pequeñas gotas.

Transcurrían las semanas y nosotros nos acostumbrábamos a la habitual rutina de las vacaciones. Playa, visitas, ir a comer. En el medio una excursión. Yo jugaba con mis primos y mis primas, y mi timidez inicial para hablar español desaparecía muy rápidamente. La vida era maravillosa y despreocupada.

Hasta el día en que yo percibía por primera vez de nuevo aquella determinada mirada empañada de mi madre. Yo sabía lo que significaba: Pronto regresaríamos a Alemania.

Ya días antes de la despedida de su familia y de su amada ciudad Chiclana de la Frontera mi madre estaba cercana a las lágrimas.

La última noche todos los parientes y los amigos volvían a reunirse en casa de mi abuela para despedirnos. Era un caos terrible de cantidades de gente. Comían, bebían, reían, y todos parecían querer rehuir el instante de la despedida. Pero el instante llegaba. Mi madre lloraba desconsoladamente. Y en algún momento, aunque yo no quería llorar, lloraba yo también. Yo me grababa todos los detalles de la casa de mi abuela, pero sobre todo el canto de los grillos en la noche y el aroma del jazmín en el jardín quedaban intensamente impregnados en mi recuerdo. Otra vez partíamos a la madrugada, ahora camino de regreso. Mi madre lloraba durante lo que parecían ser mil kilómetros. Tan bonito como era el viaje de ida, con tanta alegría y excitación, tan duro y terrible era siempre el viaje de regreso. Mi madre trataba de llevarse consigo, en la medida de lo posible, su tierra natal: jamón, aceitunas, pipas, chorizo, queso y todo lo que en Sauerland era difícil de conseguir iba guardado en nuestra combi. Ahora que ya habían sido repartidos todos los regalos de nuevo había lugar en el auto y una vez más se lo aprovechaba al máximo. En la frontera los niños teníamos que hacernos los dormidos para que los empleados de aduanas nos hicieran señas de que pasáramos.

Los primeros abetos eran para mí la señal de que nos acercábamos a Sauerland. Si mi memoria no me falla, siempre estaba gris y lluvioso cuando llegábamos. Pero es probable que fuese solo nuestro estado de ánimo.

Como fuera todo lo que habíamos traído nos endulzaba un tiempo el regreso. En Alemania la vida de mis padres se veía dominada por una más bien triste rutina que por encima de todo significaba: trabajar, trabajar y trabajar más aún. Alemania era para trabajar, España era la verdadera vida. Muy pronto aprendí esta división, pero afortunadamente no la internalicé. Pasada la melancolía y el desánimo inicial al regresar a la patria alemana pronto volvía a acostumbrarme a mi entorno, y España pasaba a estar bien lejos.

Hasta que mi madre comenzaba de nuevo con las primeras salidas de compras de regalos… En ese momento yo sabía que las vacaciones de verano ya estaban al alcance de la mano, y entonces todo volvía a comenzar.


Eva María Andrades Vázquez

Eva María Andrades Vázquez es hija de trabajadores andaluces invitados, Gastarbeiter, que llegaron a Sauerland a principios de los años 70 y se quedaron allí más tiempo del previsto. Estudió Derecho en Potsdam y Madrid y aprobó su segundo examen estatal en Berlín. Desde 2019 es directora de la Antidiskriminierungsverband Deutschland, la organización que agrupa a los centros independientes de asesoramiento contra la discriminación. Es miembro del colectivo de autores Daughters and Sons of Gastarbeiters (Hijas e Hijos de Gastarbeiters).

Este texto forma parte del siguiente volumen:

Çiçek Bacık | Rosaria Chrico | Koray Yılmaz-Günay (Hg.):
Grenzerfahrungen. Ein Lesebuch der Daughters and Sons of Gastarbeiter, Verlag Yilmaz-Günay, Berlin, 2021- 242 Seiten – ISBN 978-3-98-172270-3

Traducción al español del texto Dos mil seiscientos kilómetros: Claudia Baricco.

Todas las imágenes: ©Eva María Andrades Vázquez – Foto de portada: Eva María y su padre, 1986 (?) en el camino de Kierspe a Chiclana

Revista Desbandada

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