Derrumbes

Un relato de Vicente Bernaschina.

I

Esa mañana mi mamá iba saliendo con Elena en los brazos. Cuando me vio, se llevó un dedo a los labios e indicó luego al bebé y a nuestros dormitorios. Me quedé mirándola, todavía adormilada. Ella me dio un beso en la frente y me pidió que cuidara bien a Federico y a papá. Me dijo que había dejado los cereales y la leche arriba de la mesa y cerró la puerta suavemente detrás de sí.

Al rato apareció Federico arrastrando su conejo. Lo ayudé a subirse a su silla y le llené un pocillo con los cereales con azúcar. Cuando le iba a poner leche, puso su mano sobre el pocillo.

–¡Sin!, ¡sin! –gritó.

Pensé que no estaría mal, sobre todo, porque papá todavía estaba durmiendo y probablemente agradecería unas horas más de sueño en vez de los gritos de Federico. Yo también me serví los cereales sin leche y nos preparé dos vasos de cacao bien cargados.

Mientras recogía la mesa y ponía los pocillos en el lavabo, apareció Federico arrastrando la caja con los bloques de madera.

–¿Torre pum? –me preguntó.

–Papá está durmiendo –le dije–, pero más tarde, ¿ya?

Dio un pisotón y noté que empezaba a enchuecar los labios de rabia, así que le ofrecí salir a jugar al jardín y me lo llevé a lavarnos los dientes.

II

Pasamos la mañana levantando piedras y recogiendo bichos bolita en el jardín. Tuve que insistirle más de una vez a Federico que no estaba bien aplastarlos. Como no me hizo caso, tuve que cambiar el juego y estuvimos un buen rato lanzándonos la pelota hasta que se nos cayó al patio de los vecinos. Fuimos juntos a tocarles el timbre, pero después de cinco veces y de unos diez largos minutos, me aburrí de esperar frente a la puerta de la calle. Además, tenía hambre.

–Fede, vamos a comer –le dije–, papá debe estar esperándonos.

Pero Federico quería su pelota y por eso tuve que arrastrarlo de vuelta.

–¿Papá? –llamé al entrar a casa. Federico me tironeaba del brazo y trataba de darme patadas.

–¡Deja, Federico, deja! Vamos a la cocina, vamos a comer algo rico, ¿ya?

Nuestros pocillos seguían en el lavabo y salvo por la taza de café, el puesto de papá estaba tal cual como lo habíamos dejado por la mañana. Como no había ninguna olla sobre la cocina ni nada en el horno, fui al cajón de las galletas y le entregué un paquete a Federico. Lo abrió de golpe y la mitad se le cayó al suelo. No pareció importarle. Se sentó y empezó a comerlas con las dos manos.

Escuché que la voz de papá venía rápida y golpeada desde el fondo del pasillo. Lo encontré en su dormitorio hablando por teléfono.

–Papá, ¿qué vamos a comer? –le pregunté desde la puerta.

Me indicó con un dedo el auricular y me pidió que esperara un poquito, mostrándome un espacio de aire entre su índice y su pulgar. Yo me lo quedé mirando desde el umbral, pero de inmediato me hizo un gesto para que me fuera a la cocina.

Federico ya se había comido casi todas las galletas, así que recogí dos manzanas del frutero y saqué un paquete de nueces del cajón. Senté a Federico a la mesa y traté de partir las manzanas en dos con un cuchillo, pero al final era menos peligroso que las comiéramos enteras.

–¡Qué bueno que ya encontraron algo para comer, chicos! –dijo papá al entrar en la cocina–. Pero Macarena, ten cuidado con tu hermanito y las nueces. Tiene que comerlas sentado, que es peligroso. Se puede atragantar.

Mientras tanto, sacó unas tajadas de pan de molde, las untó con mantequilla y queso y las puso sobre la mesa.

–¿Papá? ¿Cuándo vuelve mamá?

–No lo sé, Macarena, pero hazme un favor y cuida bien de tu hermano, ¿ya? Yo tengo que hacer todavía un par de llamadas.

III

–¡Listo! ¡Mira qué alta! –le dije a Federico, mientras ponía el último cubo en la cima de la torre. Pero no alcancé a bajar de la silla cuando lo pillé caminando de espaldas, tomando impulso.

–¡Federicooo, Nooo! ¡Federicooo, Nooo! –le grité sin éxito y solo atiné a taparme los oídos para no escuchar el golpe de los bloques contra el suelo. «Eres insoportable, te odio», quise gritarle, como lo hacía mamá a veces, pero pensé que sería mejor acusarlo con papá. A mitad del pasillo entre el dormitorio y la sala, se escuchó un estruendo el doble de fuerte en el salón.

Con Federico llegamos corriendo y vimos a papá de rodillas bajo la mesa. Dos estanterías estaban tumbadas en el piso y los libros, regados por toda la sala, bajo las sillas, sobre la alfombra, detrás del sillón. De vez en cuando, papá recogía un libro y se lo llevaba a una de las torres que estaba armando sobre la mesa. Federico empezó a levantar unos libros que habían caído junto a la mesita del teléfono.

–Papá, ¡¿qué estás haciendo?! –le pregunté y recién ahí me miró.

–¿Babo? ¿Libros? ¡Torre pum! –dijo Federico dando brinquitos.

–¡Ahí están chicos, qué alegría! –Papá nos sonrió, mirando su reloj– ¡Ay, pero qué tarde es! Se me pasó la hora. ¡Ya, a bañarse, a bañarse!

Y en eso papá se fijó en el libro que Federico le estaba alcanzando.

–Gracias, Federico. Pero este es mío, así que lo dejamos a un lado mientras tanto, ¿ya? –dijo, mientras le pasaba la mano por la cabeza.

–¡Papá!, ¡¿qué haces?! –le repetí.

–Ordenar, ¿no ves? ¿Y ustedes? A bañarse, les dije, que ya es tarde. Yo ya voy. Macarena, ¿puedes llenar la tina para tu hermano?

IV

Como siempre, la respiración de Federico no me dejaba dormir. Quise llamar a papá para que me trajera un vaso con agua o me contara una historia, cuando lo escuché abrir de golpe la puerta de su armario. Me pareció que tiraba ropa al suelo o tal vez sobre la cama. Aguanté la respiración para escuchar mejor. Silencio, pasos, el golpeteo metálico de los ganchos para la ropa. Otra vez pasos, silencio y un quejido. Luego escuché el sonido de un cierre y finalmente la puerta del armario una vez más.

Después de un silencio largo me pareció que papá hablaba por teléfono. Como no podía dormir, me levanté y puse la oreja contra la pared. No alcancé a entender muy bien lo que estaba diciendo. Su voz subía y bajaba, se abría o se cerraba y me puse a imaginar sus labios y las palabras que salían de ellos: árbol o libro o carta o ayuda, pero no entendía nada.

Volví a mi cama y descubrí que Federico me estaba mirando desde la suya. Así que me acurruqué a su lado para que volviera a dormir.

–¿Mamá? –me preguntó–, ¿babo?

–Mamá salió, papá está en su cuarto –dije en voz baja.

–Ah –respondió y se puso de lado. No le tomó más de un minuto volverse a dormir.

Me quedé acostada con él y también traté de dormirme. Escuché que papá estaba otra vez en la sala, arrastrando cosas de un lado a otro. Sus pasos iban y venían y la madera, crujía y chirriaba. Supuse que estaba levantando las estanterías, devolviendo los libros a las repisas, poniendo otros en las pequeñas torres que había armado sobre la mesa.

Recordé la frase de Federico, «¿Libros? ¡Torre pum!», e imaginé a papá construyendo torres que llegaban hasta el techo.

V

–¿Babo?, ¿mamá? –Federico me despertó e indicó hacia la puerta. Me costó despertar, porque aún estaba oscuro.

–¿Babo?, ¿mamá? –insistió.

Me senté en la cama y le pedí que guardara silencio. Traté de escuchar algún ruido, pero no logré identificar nada. Normalmente le hubiera dicho que volviera a dormir, pero la franja de luz anaranjada que entraba por la puerta despertó mi curiosidad. Alguien debía seguir despierto.

–Vamos a ver –le dije a Federico y eso bastó para que corriera hacia el pasillo, con el pantalón del piyama resbalándosele casi hasta las rodillas. Tuve que salir rápido detrás de él.

En el pasillo había una maleta grande junto a la puerta de entrada. En la sala estaba prendida la lámpara de lectura y por eso todo tenía un color anaranjado. Aún quedaban muchos libros regados por el suelo, aunque papá había apilado varios sobre la mesa, envolviéndolos en paquetes con papel y cartón. Cuando Federico descubrió las pequeñas torres empezó a dar brincos.

–¡Torre, pum! –chilló.

Traté de callarlo y lo tomé de la mano antes de que pudiera derribar los libros. Su papá estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared. Junto a él había una copa de vino hasta la mitad y en su mano descansaba el teléfono inalámbrico.

–Babo, nuerme –dijo Federico y yo solo atiné a llevarme un dedo a los labios para que no hablara.

Mientras recogía la copa de vino, le pedí a Federico que trajera el cojín y la frazada del sofá. Acomodé la cabeza de papá lo mejor que pude y le cubrimos las piernas.

–Vamos a dormir –le dije a Federico, lo tomé de la mano y lo llevé de vuelta a su cama.

–¿Mamá? –me preguntó. Yo me acurruqué junto a él, le acaricié la cabeza y le respondí lo único que sabía.

–No ha vuelto todavía y por eso, no creo que sea muy tarde.


Vicente Bernaschina

Vicente Bernaschina (Berlín): chileno por casualidad, desarraigado por naturaleza. Editor con lupa integrada. Ex voleibolista. Poeta por naturaleza, cuentista por decisión.

Derrumbes forma parte de la antología Mercurio (Retrógrado) de la que Desbandada publica una selección. Ver aquí.

Foto del autor: ©Lucía Bernaschina Einert / Foto de portada: © Vicente Bernaschina

Revista Desbandada

2 comentarios sobre “Derrumbes

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