La lección

Un relato de Lisseth Espinosa Macías.

–Dos de tripas y uno de cabeza, joven, porfa.

–¿Le ponemos de todo?

–Sí, gracias.

Estaba esperando en la avenida a que le entregaran el ataúd artesanal que le había mandado a hacer a su gato más querido. Se lo había encargado al papá de uno de esos amigos que veía cada vez menos.

En una noche de celo, la gata no volvió. Poco después le avisaron que había un animal atropellado en la esquina de la cuadra. Al ver el cuerpo, lo reconoció:

–¡Oh, no, Moppsy! ¿Por qué? ¡¿Por qué tuviste que largarte de casa…?!

Obviamente cayó en la cuenta de que se trataba de un instinto. Las lágrimas le bañaron el rostro y no pudo ver más que gotas de agua y la luz borrosa de la calle.

–Ándale Sandy, ya no llores, ven vamos a casa –escuchó decir a su vecina, pero ella estaba tan devastada que se negaba a retirar del lugar del deceso.

–¡No, no, no! Moppsy, bebé… –sollozaba sin consuelo. Tuvo que llegar uno de sus compañeros de piso, de esos que tienen la sangre fría, para levantar el cadáver con una toalla vieja y llevárselas de vuelta a casa.

Fue una noche larga, triste. «¿No le había cerrado la puerta ayer por la noche justamente para que no se escapara?», se repetía Sandy. «Alguien tal vez dejó la puerta entreabierta o una ventana», consoló la vecina. «Pero ¿cómo puede ser eso posible? Todos saben lo importante que era ese animal para mí», farfulló. Sus compañeros de piso conocían a la perfección sus hábitos, las noches en celo, cuando todos quedaban medio atormentados por los maullidos que salían del bronco pecho de Moppsy, pero precisamente aquello era algo que sin saber por qué y en el fondo, les generaba cierta excitación. Noches de desvelo.

Habían llegado por ella. El auto de su amigo era inconfundible, pagó los tacos que se había comido y se subió al coche. Sandy lo guiaría hasta su casa, pues el barrio en el que vivía tenía muchas callejuelas por las que era fácil perderse. Bajaron del auto, él tomó el féretro entre sus manos y una vez dentro, se lo entregó.

La vida en el piso con sus compañeros cambió una vez llegó ella con la caja. Definitivamente nadie le abrió la puerta, le repitieron todos. «Voy a pedir a la policía el acceso a las cámaras de la vecindad para encontrar al culpable. Al maldito cobarde, porque eso es, un cobarde que no se atrevió a dar la cara ni a dejar su nombre escrito», dijo y le extendió la caja al amigo de sangre fría. Ella no podría meter el cuerpo todavía envuelto en la toalla a su última morada.

En la habitación de Sandy el olor que se desprendía del interior era ya insoportable, se notaba que había un cadáver ahí. Había encendidos cuatro cirios, uno en cada esquina formando un rectángulo imaginario rodeando el cadáver de Moppsy, que yacía en el centro sobre una sábana rosa palo de una tela brillosa, imitación de seda. Se veía tierna. Toda esa escenificación le daba al ambiente un aire de misterio, como de secta darki.

Habían tenido que echarle cal al animal, pues según su deseo, quería que se le velara todo un día.

–¿Un día?! ¡Pero esto lleva aquí ya dos!

–No es verdad… –se defendió ella.

–Sandy, sabemos por lo que estás pasando, pero ya es momento de despedirse, por favor. La casa comienza a apestar, al rato los vecinos van a quejarse.

–¡Sí, sí, sí! Basta, lo entiendo, salgan de aquí, quiero estar sola con mi gato para darle el último adiós.

–Cuidado con los cirios nada más.

La “familia” de Sandy se congregó un rato en la salita que tenían acondicionada en la mera entrada. La cajita funeraria era en verdad muy linda, estaba tallada a mano. Reinó por un momento el silencio. Por las cabezas de algunos rondaban todo tipo de elucubraciones.

–Pobre Sandy, primero lo de Allan y ahora lo de su gato…

–¿Cuándo terminaron? –preguntó el de sangre fría.

–Tiene poco, ¿unos días antes de lo del gato? La última noche que se quedó con él no tiene más de una semana…

–¿Qué dices?

–Que habrá sido hace tres o cuatro noches, luego se escapó Moppsy.

–¿Saben que es lo peor de todo esto? Que el gato había sido un regalo de Allan.

–¿No habrá sido él quien…?

–Mmm… ¡Cállate, ¿¡cómo crees!? Aunque ahora que lo dices, el tipo era medio controlador y hasta pensaba que la Sandy lo engañaba… Yo creo que por eso ella también fue cambiando… ¿no?

–Igual, ella cree que alguno de nosotros dejó la puerta o ventana abierta, pero en cuanto me percaté de que….

En ese momento, se escuchó un maullido, como de resurrección felina y a todos se les erizó hasta la nuca. Incluso se quedaron un rato paralizados mirándose unos a otros. Dudaron un segundo, pero el de la sangre fría aceleró el paso y abrió la puerta de Sandy sin chistar.

Ella tenía en sus manos una videocámara. El maullido desgarrador provenía de la filmación, donde se le veía a ella perfectamente sentada al volante. Luego, en efecto, al gato en la esquina maullando de celo y, un instante después, el impacto de la defensa en su cuerpecito peludo e indefenso. La voz de fondo, femenina y nítida, sello Sandy por completo, recitaba lentamente y con pausas cada vez más largas: «Cuidado con lo que haces», en un intento por aleccionar, al parecer, a su única destinataria.


Lisseth Espinosa

Lisseth Espinosa (Berlín): mexicana rodamundos cuyo ombligo se ha estirado de Ciudad de México a Ayacucho, luego a Passau y ahora lo encontramos en Berlín. Profesora de Español enamorada de la danza.

La lección forma parte de la antología Mercurio (En sombra) de la que Desbandada publica una selección. Ver aquí.

Foto de portada: ©Mabel Amber/Pixabay

Revista Desbandada

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