Dip

Relato de Gabriel Castellanos

I

Dip. Relato leído por el autor, Gabriel Castellanos. Parte primera.

Siempre le habían gustado los perros. Sin embargo, el capricho materno de tener un hogar pulcro y ordenado impedía a su familia tener una mascota. Jacinto entonces hubo de alegrarse mucho por la llegada a la escuela de aquel labrador de oscuro y denso pelaje. La primera vez que lo vio fue durante la hora del receso, mientras todos jugaban en el patio. Se acercó tanto a él que pudo escuchar su jadeo y ver su lengua de color rosado pálido y la leve cojera en su andar. Los otros niños lo miraron con desdén. “Está viejo”, decían, “¡mira lo cojo que camina!”, señalaban con el dedo. Pero Jacinto sintió compasión por el animal y notó algo especial en sus ojos grandes y grises. No sintió lo mismo por la mujer que empuñaba la correa que lo sujetaba, su dueña, de quien poco después se enteraría era la nueva directora de la escuela, doña Onofria. Parecía muy estricta, consigo y con los demás. El cabello recogido, las gafas redondas de marco metálico, el cuello de su blusa violeta cuidadosamente abotonado, las largas mangas que se cerraban apretadamente en las muñecas, las faldas negras que le llegaban hasta los tobillos, las botas de cuero de gruesa suela y largo tacón… Todo le brindaba un aire de seriedad y dureza.

Jacinto hubo de comprobar la poca simpatía que sentía por la directora durante el primer encuentro oficial de esta con los alumnos. El maestro de matemáticas, don Alberto, la presentó en el pequeño auditorio de la escuela como el reemplazo de don Elías, el antiguo director, cuya súbita desaparición aún era comentada por docentes y padres. Doña Onofria venía del Norte, con muchos diplomados en pedagogía, historia y teología, y ayudaría a la escuela a transformarse en un modelo de “orden, excelencia y virtud”, dijo don Alberto mientras leía un papel que parecía no haber sido escrito por él. Tras agradecer la presentación, doña Onofria se dirigió a los alumnos explicando exactamente qué quería hacer ella de la escuela y comenzó a citar santos, monjes, padres y misioneros que los niños jamás habían escuchado y solamente un estudioso de la patrística hubiese podido reconocer. Ante el terror de los alumnos, poco a poco fueron quedando claros los puntos de la agenda de doña Onofria: más horas de clase, más tareas para el hogar, menos minutos de receso, uniformes más tristes para los varones y más recatados para las hembras, castigos más duros para los revoltosos, mayor puntaje a la asignatura de religión y comunión obligatoria a los mayores de diez años. Cerró con un discurso largo e ininteligible para todos sobre su misión cristiana de expulsar el mal de la comunidad y velar por los intereses y la inocencia de los niños. Hubo tímidos aplausos entre el profesorado, y Jacinto y sus compañeros comprendieron que la escuela jamás sería el mismo lugar que ellos hasta entonces habían conocido.

Pronto los niños se darían cuenta del cambio en la rutina de las clases. Los maestros habían dejado de proyectar las mismas películas de siempre en las que se enseñaban viejas y anticuadas lecciones de historia, literatura y geografía. Parecía que recién descubrían la pizarra, también daban dictados y trataban de explicar las lecciones con sus propias palabras. Incluso preguntaban y asignaban puntos por participación de los estudiantes. Los niños no estaban acostumbrados a ello. Francisco, un amigo de Jacinto, comentó que su hermano mayor padecía exactamente lo mismo en su clase, pues ya no veían más películas y documentales instructivos, sino que tenían que participar, opinar, razonar, hasta experimentar en las clases de ciencia. Todos coincidieron en que después de las horas escolares sufrían de cierto dolor de cabeza, tanta era la atención que tenían que prestar a lo que los maestros decían. Algo le decía a Jacinto que aquella situación no era menos incómoda para los propios maestros.

Doña Onofria habría de hacerse rápidamente conocida por todos los adultos no solo por haber reemplazado a don Elías en la dirección de la escuela, sino también por ocupar su curul en el consejo del pueblo, órgano ejecutivo que ayudaba al alcalde a tomar todas las decisiones importantes para la comunidad. Normalmente las reuniones del consejo se celebraban a puerta cerrada, pero los últimos sucesos habían requerido una convocatoria para todos los mayores de dieciocho años. El padre de Jacinto habría de comentar en la casa durante la hora del desayuno, cómo se había desarrollado la última reunión en la pasada noche, ya que su madre no había acudido. Por regla general las mujeres no asistían a aquellas reuniones. La principal cuestión en ser discutida fue la seguridad del pueblo, pues nadie sabía donde estaban los hermanos Peñalver, quienes fungían de policías desde hacía muchos años. Mientras degustaba su plato de cereales, Jacinto escuchó a su padre decir lo que todos sabían: los jornaleros que venían del extranjero eran los culpables de la desaparición de la pareja de hermanos policías. Era lo más natural, pues nadie ignoraba el hecho de que el grupo de jornaleros jamás había perdonado a los Peñalver de la muerte de uno de sus compatriotas. Así lo manifestaron muchos en la reunión del consejo. Otros, “totalmente desquiciados”, en palabras de su padre, defendieron a los jornaleros, diciendo que aquella muerte había sido un vulgar caso de abuso policial. El consejo no pudo concluir nada, excepto que el pueblo viviría una situación excepcional entretanto la capital de la provincia decidía qué hacer. Mientras tomaba el café, el padre de Jacinto hubo de recordar las palabras de doña Onofria, quien cerró la reunión con una advertencia: “Quien se conduce con integridad anda seguro; quien anda en malos pasos será descubierto.” Soltó una carcajada y se burló del aspecto de monja de la nueva directora. Su madre recogió los platos y despidió a ambos.

Aquel día, como todos los demás a la hora del receso, Jacinto se encontró en el patio de la escuela con sus amigos más fieles: Diana y Francisco. Los tres compartían juegos, excursiones, diversiones, travesuras y, por supuesto, la intimidación a manos de Martín, el bravucón de la escuela. Conversaban sobre superhéroes y sus superpoderes cuando fueron interrumpidos por unos pasos severos. Doña Onofria daba la ronda habitual por el patio de la escuela, acompañada del viejo labrador. Los niños se quedaron callados y observaron con miedo cómo la directora se plantó en el medio del patio, bajo el sol matutino, como una estatua vigilante. Jacinto y sus dos amigos reanudaron su conversación, pero esta vez en voz más baja, casi temerosos de que doña Onofria los escuchase. Jacinto observó los movimientos de aquella extraña mujer recién llegada a su pueblo y a su escuela. O más bien, observó su falta de movimiento. Allí permaneció quieta, durante varios minutos, en los cuales ni una sola gota de sudor bajó de su frente, a pesar del calor de los rayos del sol. Solamente sus pupilas iban de un lado a otro, de niño a niño, de niña a niña. Hasta que, por un instante, sus miradas se cruzaron y Jacinto pudo escuchar la voz de la directora decirle sin que esta abriese la boca: “No tengas miedo, Jacinto”. Jacinto sabía que algunos superhéroes tenían facultades telepáticas, pero aquella sensación de sentir la voz de otra persona dentro de su mente le causó profundo temor. Además, recordó que ciertos villanos también tenían superpoderes y se sintió vulnerable, expuesto. Apartó la mirada hacia Diana, quien le preguntaba qué le pasaba. “Nada”, musitó. Sin embargo, sabía que aquella mujer lo observaba. Tras varios minutos, pudieron escuchar que doña Onofria decía al perro: “Vamos, Dip” para luego retirarse al taller de la escuela, donde mantenía encerrado al animal. Curioso, Jacinto volvió a dirigir su mirada hacia la pareja. Dip. ¿Qué hacía una mujer como aquella con un perro? ¿Por qué no debía tener miedo?

La mayor parte del tiempo los niños permanecían en casa, haciendo los deberes que por órdenes directas de doña Onofria se incrementaban cada semana. Muchas veces se preguntaban el sentido de esas largas sesiones de caligrafía que se repetían diez, veinte, treinta veces, la misma oración que quedaba grabada en sus mentes. También debían copiar páginas enteras del libro de texto, como respuesta a extensos cuestionarios de tal complejidad que ni siquiera sus padres podían ayudarlos a responder. Al caer la noche, los niños quedaban con manos y ojos extenuados y encontraban solaz en la televisión. Por ello, los fines de semana se habían convertido en los días más preciosos, días en los que podían salir a explorar los confines del pueblo. Un lugar que les atraía mucho era el bosque de las afueras, donde muchos años atrás otros niños como ellos habían construido un fortín de viejos pedazos de madera en el cual podían dar rienda suelta a sus fantasías.

Sin embargo, para llegar allí había que cruzar el puente colgante. En el bosque existía una garganta relativamente profunda y estrecha, a través de la cual estaba tendido dicho puente desde tiempos inmemoriales. Era un camino no apto para todos los estómagos, ya que la estructura apenas dejaba espacio para el paso de ciertas bestias de carga como asnos y ovejas, pero los niños lo usaban para evitar dar un rodeo de varios kilómetros. Ese domingo, Jacinto, Diana y Francisco estaban a punto a cruzarlo cuando, a lo lejos, vieron que alguien los esperaba en el puente. 

Tras dar varios pasos reconocieron a Martín. El chico, de una clase superior a la suya, los atormentaba desde hacía un par de años. Ahora que su padre y su tío habían desaparecido, el acoso al que los sometía había aumentado. Diana quiso devolverse. Los chicos optaron por seguir. Algún día tenían que enfrentarlo y ese día había llegado. “No tengas miedo”.

“¡Alto!”, gritó Martín mientras extendía los brazos a lo ancho del angosto puente.

“¡Déjanos pasar, Martín! ¿Qué quieres?”

“Entregad todo lo que tengáis, es el precio.”

Diana y Francisco ya sacaban de su bolsillo las pocas monedas que les sobraban cuando Jacinto gritó con firmeza: “¡No!”.

Martín, entonces, se abalanzó sobre Jacinto dispuesto a pegarle. El pequeño pudo esquivarlo, pero el mayor, de brazos más largos, reaccionó y le haló por la muñeca. Estaba bajo su poder. Trataba de escapar, pero el agarre del otro era fuerte. Con la otra mano, comenzó a apretarle el cuello. Jacinto no podía respirar bien. 

“Te voy a lanzar al fondo del río”, le dijo Martín.

Diana y Francisco estaban aterrorizados, cuando de repente se escucharon unos ladridos. Un perro se acercaba a toda velocidad por el puente. Los niños reconocieron a Dip. Martín no sabía qué hacer. El perro llegó hasta él y le mordió el pantalón, tirando con todas sus fuerzas, lo cual lo distrajo y permitió a Jacinto escapar de su agarre y unirse a sus amigos. Martín dio un fuerte golpe con el puño en el cráneo del animal, y este retrocedió gimiendo.

“¡Martín Peñalver!”, se escuchó, a lo largo y ancho del bosque. 

El grito estremeció al pequeño rufián. Miró hacia todos lados tratando de reconocer de dónde venía aquella terrible voz de mujer que lo llamaba. Entonces todos vieron una silueta femenina con largas faldas entre los árboles que se acercaba hacia ellos. Era doña Onofria. 

Martín estaba petrificado. Sin esperar un instante, los niños emprendieron la carrera al otro extremo del puente, de regreso al pueblo. Jugarían en el fortín algún otro día. Sin lugar a dudas, Dip los había salvado.

Al día siguiente, Jacinto se fijó en el aula de la séptima clase. El último puesto de la tercera fila estaba vacío. Así permaneció durante toda la semana. Nadie sabía qué había pasado con Martín. Solamente Jacinto, Diana y Francisco sospechaban de la directora, pues ellos sabían que ella, probablemente, había sido la última persona que había visto al muchacho.  

Los rumores comenzaron a esparcirse y, al tratarse esta vez de la desaparición de un menor, las autoridades del pueblo, o lo que quedaba de ellas, decidieron convocar un nuevo consejo. El pueblo entero acudió. Incluso los niños acudieron, pues ningún padre se atrevía a dejarlos solos. Nadie sabía el paradero de don Elías, de los hermanos Peñalver o del sacerdote del pueblo. Sus sillas vacías eran más que una ausencia, un símbolo del terrible estado de las cosas, de un pueblo acéfalo. El alcalde se pasaba el pañuelo por el rostro mientras trataba de responder las preguntas de los adultos, quienes temerosos reclamaban alguna acción, pero parecía que él mismo sentía el peligro de ser el siguiente. En medio del caos y del ruido de las opiniones vociferadas, estaban sentados Jacinto y sus padres. El niño quería intervenir y hablar en voz alta. Quería contarles a los adultos que no había que buscar muy lejos, que el culpable era aquella mujer recién llegada, malvada. Seguro tenía a todos en grandes frascos de formaldehído, como especímenes de estudio. Se lo susurró a su madre varias veces hasta que esta pudo oír bien, a lo que dijo: “¡Deja las tonterías!”. 

El desorden reinó en la reunión hasta que doña Onofria tomó el control. Después de agradecer al alcalde su extenuada labor en mantener la comunidad unida, la directora empezó un discurso alegórico, que de nuevo muy pocos entendieron, en el cual comparaba al pueblo con la antigua ciudad de Tebas y, tal y como la historia decía, los hombres y mujeres de bien debían unirse en contra de las amenazas. Recomendó la implantación de un toque de queda, entre las ocho de la noche y las seis del día, para “evitar que los peligros nocturnos caigan sobre los más débiles”. Sin opciones, el pueblo asintió y la decisión fue unánime. Nadie se preguntó quién se preocuparía de que el toque de queda se respetara: los hermanos Peñalver ya no estaban. Serían los propios residentes del pueblo los que apelarían a su sentido común y obedecerían la ley. 

Su padre, como empleado del ferrocarril, era uno de los pocos exentos del toque de queda. Las noches en las que le correspondían las rutas más lejanas y tenía que trabajar hasta tarde eran las más pacíficas. Su madre terminaba de preparar la cena temprano y Jacinto, después de comer, podía quedarse leyendo largas horas en su habitación, con la luz de la lámpara encendida, sin que nadie le recordara que él no era quien pagaba las facturas de la electricidad. Esa noche había tomado un volumen de la enciclopedia infantil ilustrada que trataba sobre historia de la antigüedad. Jacinto comenzó a hojear el libro, fascinado con las estampas de legionarios, centuriones y gladiadores. Miró con fascinación la ilustración de un militar que conducía un carro de victoria por las calles, a través de una lluvia de flores, ante el público festejante. Se imaginó a sí mismo, laureles en la frente, toga púrpura sobre su cuerpo, saludando a las multitudes. Hasta que, de repente, se dio cuenta que había un hombre de piel negra encadenado en la parte posterior del carro.

“¿Quién eres tú?”, preguntó Cayo Jacinto, mirando hacia atrás, sin dejar de saludar al populacho.

El hombre, con voz grave y profunda, respondió: “Soy tu prisionero, Jugurta, rey de los númidas.”

“Yo no quiero prisioneros.”

“Pues entonces, liberadme, Cayo.”

Disgustado con la escena, siguió pasando las páginas sin mayor atención hasta casi la medianoche y, justo antes de dormir, encontró otra imagen cautivadora, esta vez de un denso bosque donde una legión romana se enfrentaba a una horda bárbara. Pensó que esta vez los romanos se veían pusilánimes al lado de las tribus germánicas. En sus caras se veía pavor, mientras que en las de los bárbaros había ferocidad y determinación. Lo que más despertó su curiosidad fue el hecho de que, en esa ilustración, la horda estaba acompañada de grandes caballos percherones y de un perro. No cualquier perro: era Dip. El mismo pelaje, los mismos ojos, la misma lengua rosada. Casi podía escuchar su jadeo.


II

Dip. Relato leído por el autor, Gabriel Castellanos. Parte segunda.

Soñó con el animal. Más bien, soñó que él era el animal. Estaba en una tierra nevada, fría e implacable, distinta a la suya, en otros tiempos, remotos. Además, estaba al aire libre, en un bosque, con el resto de su jauría. El helado suelo estaba cubierto de niebla. Los débiles rayos del sol apenas se filtraban entre los desnudos troncos y ramas invernales. El profundo resonar de un cuerno de caza se escuchó a lo lejos. Entonces presintió el ciervo. No sabía si lo había visto, oído u olido, pero lo había percibido. El resto de la jauría también. Creyó sentir, por primera vez, aquello que llaman instinto. Algo primigenio, más allá de toda explicación. Él y el resto de los perros comenzaron a correr hacia la presa. Corrieron sobre rocas y árboles caídos, a través de valles y riachuelos. Repentinamente, sintió que la tierra se deshacía bajo sus patas y el vértigo de la caída inundó sus sentidos. Todo se hizo oscuridad. Había caído en una cueva. Miró hacia arriba, hacia la tenue luz. Sus compañeros seguían corriendo en la superficie. Abajo estaba él, pero no estaba solo. En la cueva había algo más. Algo muy poderoso. Un ente, hasta entonces sumido en un sueño milenario, había sido perturbado. Sus vísceras se contrajeron de miedo. El ente se apoderaba de él poco a poco. La sensación de ahogo lo despertó.

La convicción de que Dip estaba atrapado lo sacudió. No podía quedarse con los brazos cruzados. Tenía que hacer algo. Fue cuando miró a través de la puerta abierta de su habitación y notó que la luz de la sala aún estaba encendida. Seguro su padre había llegado a esa hora del trabajo y su madre se había despertado para prepararle un té. Ya sabían cómo se enfadaba si nadie salía a recibirlo, incluso si llegaba después de la medianoche. Jacinto se bajó de la cama y quiso espiar a sus padres, así que se sentó en el último escalón, protegido por una pared. Desde aquel sitio pudo escuchar cómo discutían las desapariciones del pueblo. La última era la de don Teodoro, el dueño de la fábrica, a quien nadie había visto desde el pasado domingo. Su padre sospechaba del marido de Carmela, la muchacha que limpiaba ciertas casas del pueblo y también prestaba sus servicios en la fábrica. “Carmela no fue la única, fueron tantas chicas”, dijo su madre, y añadió tras una larga pausa que ella también había trabajado en la fábrica. “Pero ¿qué coño me quieres decir, mujer?”, espetó su padre. Su madre comenzó a sollozar y a murmurar en voz muy baja. Su padre resoplaba de furia. Jacinto quiso escuchar mejor y se acercó aún más, haciendo que la madera del escalón crujiera bajo su peso. El crujido hizo que sus padres voltearan y lo descubrieran.

“¡Chaval! ¿Qué haces allí?”

Jacinto corrió de regreso a su habitación y se escondió bajo las sábanas, pero ya era tarde. Como un energúmeno, su padre lo sacó de la cama. Aquella noche, su madre no sería la única que lloraría. Pero ambos ya estaban acostumbrados.

En aquella época del año los chicos mayores del pueblo jugaban fútbol todas las tardes en el campo improvisado cerca de los viñedos, mientras los adultos trabajaban en la recolecta de las uvas. Últimamente, jugaban solo una vez a la semana, ya que nadie tenía tiempo entre tantos deberes. Jacinto, Diana y Francisco habían ido de espectadores. Mientras el partido se desarrollaba, ellos jugaban cartas en uno de los bancos dispuestos alrededor del campo. Se sentía como si fuese un día normal, un día de antes, cuando todos podían divertirse. Mientras jugaban, conversaron con dos chicos que ya estaban en secundaria y también habían ido a ver el partido. La algarabía de los otros niños y adolescentes servía de telón de fondo para su seria discusión.

“¿Habéis visto a Martín?”

“¿Acaso no sabes?, ese rufián también se esfumó, como los demás…”

Hubo un silencio.

“Para mí que fue la bruja.” 

“¿Cuál bruja?”

“Pues doña Onofria, ¿cuál otra? Desde que ella llegó empezó a desaparecer gente.” 

Los chicos mayores se echaron a reír.

“¿Onofria, una bruja? Pues vaya, no hace falta mucha imaginación para pensarlo…” 

“Seguro va con su escoba voladora a secuestrar niños, ja, ja, ja.”

“Adultos también. Seguro mató a don Elías para ocupar su puesto”, dijo Jacinto.

“Don Elías era un pervertido”, dijo uno de los chicos mayores, y continuó: “Todos saben que, si te llamaba a su oficina, tenías que bajarte los pantalones. Creo que está mejor muerto o donde quiera que esté, pero lejos de mi culo”.

“A mí don Elías me regalaba chocolates…”

“Pues cuídate, chaval, ¡así te pillaba! Cuando menos lo esperas…” y el chico cerró los puños y los llevó hacia su cintura, para luego echarse a reír. Ni Jacinto, ni Francisco, ni Diana habían entendido la seña.

“Pues yo sí creo que es una bruja. Seguro también tiene a Dip secuestrado. Seguro se lo quitó a alguien más.”

“¿Dip? ¿Quién coño es Dip?”, preguntó el otro chico mayor.

“El perro. Jacinto cree que el perro en realidad no es de ella.” 

“¿Y por qué?”

“¡Las brujas tienen gatos, no perros!” 

Los chicos rieron de nuevo.

“¡Es en serio! ¡Hay que rescatarlo!”, exclamó Jacinto.

“¡Sí!”, exclamó emocionada Diana, quien también le había tomado cariño al animal.

“Parecéis los pequeños exploradores. Venga, esto está aburrido; adiós, chicos, y suerte con vuestra operación de rescate.”

Tras quedarse solos, Jacinto, Francisco y Diana comenzaron a barajar las opciones que tenían. Sabían que doña Onofria mantenía el perro en el taller de la escuela. Pero ¿cómo entrar? Francisco recordó que su hermano mayor tenía las llaves del taller, puesto que don Alberto le había encargado la vigilancia de las herramientas hacía un par de años, mucho antes que doña Onofria llegara al pueblo. Y, como compartían habitación, sabía exactamente dónde las guardaba. Tenían un problema resuelto, pero debían averiguar cómo entrar a la escuela, cerrada a cal y canto todas las noches. En la arena del campo trazaron un croquis del complejo de edificios. Se dieron cuenta de que por detrás, por el río, estaba el huerto, poco vigilado y alrededor del cual no había muros altos como en el resto de la escuela. Por allí entrarían.

La jornada siguiente transcurrió como siempre. Durante el día, los niños fueron a la escuela y observaron bien el camino que debían seguir. No le contaron su plan a nadie. Quizás haberlo mencionado a los chicos de secundaria había sido suficiente indiscreción. Cada uno, desde su aula, vio pasear por el patio a doña Onofria, de nuevo sujetando firmemente a Dip con su correa. Jacinto sintió el ardor del cuero como si estuviese en contacto con su propia piel y pensó en la libertad. Era un nombre abstracto que aún no entendía bien, pero creía era la palabra correcta para describir ese anhelo que sentía por él y por aquel animal. Si tan solo pudieran ser libres juntos.

Al caer la noche, todo funcionó como acordado. Jacinto ni siquiera necesitó una excusa o una treta. Su madre dormía, como siempre desde temprano, tras haber ingerido su pastilla para los nervios. Su padre estaba ocupado en la destilería y ni siquiera notó su ausencia, pues durante las últimas semanas la demanda por el adictivo licor casero que producía había crecido enormemente. Además, el ruido de los vapores del alambique disimuló su escape. Caminó bajo la luz de la luna y por las calles solitarias hasta llegar al parque detrás de la escuela. Allí lo esperaban Diana y Francisco, ambos con las herramientas que él había solicitado y con el juego de llaves. Tampoco sus padres habían notado su salida, concentrados en las historias de la radio que los distraían durante esas noches de toque de queda. A los tres les cruzó el mismo pensamiento por la mente: que eran las únicas personas que se arriesgaban a salir a la calle a esas horas. Ninguno mostró miedo. Formaron un círculo y cada uno extendió la mano hacia el centro, contaron hasta tres y decidieron empezar su aventura.

Descendieron al lecho del río, cuyas frías aguas circulaban rápidamente. Saltaron de piedra en piedra hasta llegar al otro lado y, tras una corta escalada, se encontraron justo al pie de la alambrada que cercaba el huerto de la escuela. Francisco cortó los alambres con el alicate de su padre mientras Jacinto los apartaba cuidadosamente para que nadie se lastimase. Diana, la más pequeña, fue la primera en penetrar por el agujero que habían abierto. Avanzó a través de las tomateras y de las hileras de col y lechuga, apuntando con la linterna los rincones más oscuros, adonde no llegaba la luz de la luna. Después de dar la señal, los chicos se le unieron. Para llegar al sitio donde Dip estaba encerrado, había que cruzar el edificio de los laboratorios, donde los chicos mayores veían sus clases de ciencias. La ventana abierta de uno de los baños brindó la oportunidad perfecta. Usaron un cesto grande de madera para empinarse, con el cual podían cómodamente asomarse y trepar por la ventana. Jacinto adivinó en la penumbra que en el interior, justo debajo de la ventana, el tanque de un inodoro les podía servir de apoyo para saltar adentro. Sigilosamente, uno tras otro entraron en el edificio.


III

Dip. Relato leído por el autor, Gabriel Castellanos. Parte tercera.

Recorrieron los pasillos de los laboratorios no sin sentir cierta aprensión. Este no era su lugar. Los chicos mayores eran los reyes de estas aulas y ellos se sentían como intrusos. La luz de la linterna iluminaba las estanterías, donde frascos de vidrio llenos de líquido transparente resguardaban embriones de animales vertebrados y otras criaturas que parecían monstruosas. Quizás en uno de esos frascos estaban los restos de todos los habitantes del pueblo desaparecidos, pensó Jacinto. También colgaban de las paredes imágenes del aparato digestivo, mapas de los capilares, venas y arterias, y dibujos a escala gigante del globo ocular, del intestino y otros órganos del cuerpo humano, descritos hasta el mínimo detalle. Las dimensiones de los objetos también eran grandes, enormes, como diseñadas para gente mucho mayor y más alta que ellos.

Al final del pasillo descubrieron la puerta que daba al taller de trabajo, donde estaba el cuartucho que servía de guarida a Dip. Ninguna de las puertas de ese piso tenía seguro, incluso en tiempos tan amenazantes como los de entonces, así que pudieron entrar sin dificultades. En el taller reinaba el silencio y una temperatura muy inferior a la del resto del recinto, mucho menor que la del aire nocturno de afuera. ¿Cómo podía ser doña Onofria tan cruel y dejar dormir al perro en esta habitación tan fría? El sitio estaba repleto de herramientas, martillos, destornilladores, sierras, espátulas y pinceles, todas las cosas que usaban los chicos mayores en las asignaturas de labor manual. Diana señaló con sus pequeños dedos una de las claraboyas del taller, desde la cual se podía ver una ventana del edificio de enfrente, quizás donde doña Onofria dormía. Bajo la amenaza de ser descubiertos en cualquier momento, caminaron hasta el pequeño cuartucho sin ventanas ni ventilación donde Dip estaba encerrado.

Su presencia fue intuida por el perro, pues escucharon sus gemidos detrás de la puerta. “Espera un momento, Dip”, dijo Jacinto, en voz muy queda. A la luz de la linterna, los niños descubrieron que en la puerta del cuartucho había una inmensa cruz pintada con pintura blanca. Además, Los gemidos crecieron ante el ruido de las llaves en la mano levemente temblorosa de Jacinto. Probó varias, mas sin éxito. Diana y Francisco se impacientaban. La ventana del edificio de enfrente permanecía a oscuras. Los gemidos crecían y el frío se hacía más y más insoportable. “Un momento, Dip, ahora mismo…”, decía Jacinto, usando el dedo para marcar las llaves que ya había probado. De repente, una de las últimas, casi herrumbrosa, penetró suavemente en la cerradura y se oyó un chasquido. La puerta se abrió y Dip saltó sobre el niño. Este perdió el equilibrio y cayó al suelo junto con el animal, tropezando con una caja de hierro que causó gran estrépito. El sonido metálico retumbó en el taller y más allá. Entonces, con pánico, vieron que se encendía la luz de la ventana.

Diana y Francisco ayudaron a Jacinto a pararse. “¡Dip, vamos!”, gritó Jacinto y los tres niños comenzaron a correr y desandar el camino que habían tomado hasta allí. El perro los seguía a buen paso, parecía que en aquel momento la cojera no le afectaba. Atravesaron corriendo puertas y pasillos mientras el haz de luz de la linterna apuntaba en todas direcciones. Vieron de nuevo, esta vez solo como destellos pasando a los lados de su carrera atolondrada, las imágenes del cuerpo humano y las estanterías llenas de engendros. Llegaron al baño y con rapidez treparon el inodoro y salieron por la ventana. “¡Ven, Dip!”, gritaba Jacinto mientras extendía la mano. El perro dudaba. Se escuchaban pasos en el edificio. Diana y Francisco llamaban a Jacinto desde el huerto. Entonces el perro, decidido, como si hubiese olvidado su discapacidad, de dos saltos alcanzó el alféizar de la ventana. Jacinto tomó sus patas delanteras y lo ayudó a salir, y apresuradamente se dirigieron al hueco en la alambrada. Primero salió Francisco, luego Diana y, por último, Jacinto con el perro. No se detuvieron hasta llegar al parque al otro lado del río, cuando, exhaustos, pudieron respirar profundo. “¡Bien hecho, Dip! ¡Bien hecho!”, decía Jacinto, mientras abrazaba el cuello de su nueva mascota.

La luna se había ocultado tras unos nubarrones. Diana y Francisco decidieron marcharse antes de que la emisión de radio terminara y sus padres se dieran cuenta que ellos no estaban en sus camas. Jacinto se despidió y, junto al perro, caminó en la oscura noche hacia su casa. La compañía del animal le hacía sentir protegido. Ya no había nada que temer.

Al llegar a la casa, el olor a etanol era intenso. El fuego del alambique se había apagado y los vapores se habían dispersado por todas las habitaciones. Encontró a su padre, borracho, dormido, en la sala, como todas las veces que destilaba. Sin hacer ruido, pasó por un lado y subió con el perro hacia su alcoba. Cerró la puerta y suspiró, para luego acostarse ambos en la alfombra, muy cerca el uno del otro. Sabía que el animal no era ningún cachorro, pero no por ello dejaba de ser hermoso, a su manera. Con los dedos, Jacinto fue acariciando el pecho del animal hasta dar con la placa rectangular que colgaba de su collar. Había algo escrito en ella. Pudo leer que decía, en letra muy pequeña:

SPECTEMUR AGENDO

¿Qué significaba aquella frase? ¿Quizás un conjuro de doña Onofria? El recuerdo de la directora le hizo pensar, ¿qué haría cuando viera que su perro no estaba donde lo había dejado? ¿Acaso lo haría desaparecer, como a tantos antes que él? ¿Le echaría la culpa al hermano de Francisco por haber descuidado las llaves? Además, ¿cuánto tiempo podía ocultar a Dip? Su madre jamás lo permitiría. Se dio cuenta entonces de que, al entrar, no había limpiado sus patas manchadas de barro del lecho del río. En la alfombra de la alcoba pudo ver las huellas del animal. A la mañana siguiente se darían cuenta y acabaría su dicha. Sin embargo, creía haber hecho lo justo. Pero ¿qué era lo justo? En su pequeña cabeza, las preocupaciones parecían acumularse; comenzó a temer las consecuencias de sus actos, hasta que Dip le lamió la mano suavemente y un sentimiento de tranquilidad lo sobrecogió de tal manera que pudo dormirse a pesar del frío que poco a poco invadía su dormitorio.

Justo antes del amanecer, en la hora más fría de la mañana, Jacinto se despertó temblando. Sus ojos se encontraron con los de Dip, que lo miraba fijamente. Se dio cuenta de que no había otra alternativa para él y para el animal que convertirse en fugitivos. Tomó su mochila y la llenó con varias mudas de ropa. Solamente tenía que bajar a la cocina y coger un poco de comida para el viaje. ¿Adónde? Lejos de doña Onofria y su maldad, de su madre y su afán por la limpieza, de su padre y su violencia. Quizás vivir en el fortín de madera en el bosque para siempre. No, mejor subirse al tren hasta llegar a la última estación.

Descendieron las escaleras con mucho cuidado. Afuera reinaba todavía la oscuridad. Tomó las provisiones de la cocina y, justo cuando caminaban por la sala en dirección a la puerta principal, el llamado de su padre lo detuvo.

“Jacinto, ¿qué haces despierto? ¿Adónde vas? ¿Qué hace ese perro dentro de la casa?”

Sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Se dio la vuelta y empezó a llorar. Dip gruñía. Nunca lo había escuchado gruñir.

“¡Te exijo una respuesta ahora mismo, mocoso! ¿Qué llevas en esa mochila?”

En un rápido movimiento su padre lo despojó de la mochila y esparció su contenido en el piso de la sala. Galletas, pan y jamón cayeron. El perro gruñía, más agresivo.

“¿Acaso te querías fugar, truhan?”, preguntó el padre, agitando la mochila en el aire.

“¿Qué son esos ruidos a estas santas horas? ¡Jacinto, estás despierto!”, dijo la desconcertada madre, aún en pijama.

“Pues que tu hijo nos quería abandonar. No sé si dejarlo ir o darle la lección que necesita de una vez por todas.” Dip había comenzado a ladrar fuertemente, su pelo estaba enhiesto, sus ojos fulguraban. “¡Shhhhh, calla, animal! ¿De dónde has robado ese perro?”

“… es de la escuela”, musitó Jacinto, mientras temblaba. No sabía si por miedo o por el frío que se intensificaba al ritmo de los ladridos de Dip.

“Pero, Jacinto… si ya sabías que a la casa no se pueden traer animales.”

“¡No, no, mujer! Tu hijo ha robado un animal y ahora quiere escapar… Pues esto se arregla ya mismo.”

Se sacó el cinturón y se dirigió hacia Jacinto, pero el perro se interpuso entre ellos. Los ladridos se hicieron muy fuertes, Dip estaba incontrolable. El padre se detuvo. La madre estaba varios pasos detrás de él.

Jacinto, lloriqueando, llamó a Dip por su nombre, mas el animal no se calmaba. El padre retrocedió un paso y Dip avanzó hacia él, dispuesto a atacar en cualquier momento. Fue entonces cuando Jacinto pensó: quizás el mensaje que estaba escrito en la placa de Dip era un comando, una orden que podía sacar al animal de su estado fiero. Así que, sin otro recurso, pronunció las palabras “S-P-E-C-T-E-M-U-R A-G-E-N-D-O”.

Al instante, Dip dejó de ladrar. Pero sus patas traseras se estiraron, cambiaron de posición y comenzaron a alargarse, aumentando de tamaño y grosor. Las patas delanteras y el resto del cuerpo las imitaron. Ante los ojos aterrorizados de niño, padre y madre, el animal creció hasta lograr el tamaño de una bestia mitológica: tenía la boca llena de colmillos, ahora largos y punzantes, los ojos rojizos y feroces, las garras de ave rapaz, la cola de escamas metálicas. La bestia ya no ladraba, pero resoplaba como un león. El padre quiso retroceder más, pero entonces la bestia abrió su boca y la cabeza del hombre desapareció entre sus dientes. La venganza de Jugurta.

El niño corrió hacia su madre, hundió su rostro en la pijama de esta y cerró los ojos. Su respiración era sumamente acelerada y sentía que el aliento se le escapaba. En la sala se escuchaba el crujido de los huesos al ser triturados. No supo por qué, pero comenzó a rezar en voz alta las oraciones que había aprendido de doña Onofria. Su madre, horrorizada, miraba a su hombre desaparecer trozo a trozo y comenzó a llorar intensamente.

Varios minutos pasaron hasta que el monstruo se sació y no dejó rastro alguno del hombre. Poco a poco, fue haciéndose más pequeño y menos horrendo, hasta recuperar su tamaño y aspecto anteriores. A la vez, la respiración de Jacinto volvió a la normalidad. El perro se lamió el hocico, movió la cola y se acercó a ellos. Jacinto gritó. No quería saber nada de la bestia. Quería volver a ser un niño. ¿Por qué había liberado a aquel monstruo? ¡Fuera, monstruo!, quería decir, ¡fuera!, pero el miedo le impedía hacer cualquier gesto para ahuyentarlo y prefirió seguir rezando en voz alta. Su madre le acarició los cabellos mientras miraba nerviosamente al perro que ahora yacía a sus pies. 

Alguien llamó a la puerta. Ya era el amanecer. La madre apartó a su hijo de su regazo y secó sus lágrimas. Miró a su alrededor y comprobó que en efecto los muebles de la sala seguían en su sitio. No había rastros de sangre o desorden. Puso la mano sobre el pomo de la puerta y se detuvo unos instantes, como queriendo componerse. Al abrir, se encontró con doña Onofria. 

“Señora, mucho gusto, buenos días. Perdone lo temprano de mi intromisión, no se trata de su hijo, no se preocupe, sino de otra cosa… ¿Ha visto por casualidad a mi perro? Es un labrador negro…”, dijo extendiendo el cuello para mirar hacia el interior de la casa, por encima del hombro de la madre. “¡Ah! ¡Pues lo tiene usted! ¡Ven aquí, niño lindo!”, a lo que el perro acudió deprisa. “¡Siéntate! Eso es, obediente. Muchas gracias, señora, siempre he sabido que este perro es un gran juez de carácter. ¡Bienaventurados seáis!”, decía mientras la madre de Jacinto permanecía aturdida, sin comprender exactamente qué estaba ocurriendo. “Por cierto, temo decirle que muy pronto dejaré la escuela… Para ser más precisa, me mudaré a otra municipalidad. ¡Sí, ha sido tan corto! pero creo que otros niños en otros pueblos me necesitan. Al fin y al cabo, todos necesitan un poco de disciplina y castigo, ¡sólo así aprenden! Permítame informarle de que la directora suplente llegará en los próximos días. No la conozco, pero me han dicho que sus métodos son distintos a los míos, más liberales… Los tiempos cambian, ¿no es cierto?… A propósito, mi puesto en el consejo también quedará vacante, ¿jamás ha pensado en trabajar por la comunidad? Piénselo bien. Me marcho, ¡muchas gracias, de nuevo! ¡Adiós!”

La madre observó a la directora alejarse por la calle, acompañada por el perro. Cerró la puerta y acudió a su hijo. Le dio un beso en la cabeza y entre palabras tiernas le indicó que el animal se había ido. Entonces Jacinto abrió los ojos y comprendió que aquello, como todo, también había pasado.

FIN

¿Ha visto por casualidad a mi perro? Es un labrador negro…


Instagram de Gabriel Castellanos: https://www.instagram.com/gabcastell/ 

©Imágenes: https://www.pexels.com

Revista Desbandada

Un comentario sobre “Dip

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