No debe ser casualidad que el año en el que una pandemia nos arrojó a las llamas de nuestros mayores miedos —muerte, enfermedad, soledad, pérdida— me haya visto leyendo únicamente, o casi, libros escritos por mujeres. Han sido muchas las voces femeninas que me han hablado en sus relatos y me han animado a aguantar un poco más y a seguir leyendo mientras, con suerte y desde una situación de privilegio, esperaba a que pasara el vendaval.
Afirmar abiertamente en internet —o en cualquier reunión de antiguos amigos, oficina o cena familiar— que solo lees a mujeres puede ser una especie de suicidio. Y más si lo dices en Twitter o en cualquier otro medio en el que un hombre con acceso a internet puede contestarte al instante. Antes de completar la frase es muy probable que ya te encuentres con alguna voz masculina tildándote de feminazi o recordándote que dicha actuación no es propia de alguien que busca la igualdad, la paridad. Ni machismi ni feminismi. Seguro que os suena. Sin embargo casi nadie dice nada sobre la ausencia de las voces literarias femeninas a lo largo de la historia. De la ausencia o desventaja en el número de premios literarios otorgados a mujeres. Sobre esas escritoras que no se nombran en los libros de texto en los institutos. Sobre esos manuscritos no publicados o publicados con pseudónimos. Sobre esas voces anónimas. Solo se alza la voz y se reclaman antiguos derechos cuando se ceden esos espacios a mujeres y, de repente, son ya demasiadas mujeres. Demasiadas mujeres en el Congreso, en prensa, en televisión, en revistas literarias, exposiciones temporales o en la publicidad. Todo puro marketing o guardar las apariencias, dirán. Cuando la verdad es que, ya sea por aparentar o por el valor real de la obra, esos espacios tenían que cederse, por fin, también a las mujeres. Y es que es ahí donde, a pesar de lo que pueda decir C. Tangana en su canción, nunca hay demasiadas mujeres. Perdónenme todos los señoros que se sientan ofendidos. No quiero menospreciar aquí la obra de ningún escritor ni pienso criticar o negarme a leer a las nuevas voces masculinas, pero tampoco puedo negar que siento que nos toca, por fin, a nosotras, contar nuestras propias historias. Y a mí, personalmente, este año me ayudó y acompañó leerlas a todas ellas. A Annie Ernaux, a Katixa Agirre, a Sara Mesa, a Margaryta Yakovenko, a Ana Iris Simón, a Elena Medel, a Sabina Urraca, a Marina L. Riudoms y Bárbara Carvacho, entre muchas otras.
Y más aún en un annus horribilis como ha sido este 2020. Nos despertamos en enero con la misma resaca de todos los años, una resaca que nos hacía no atender a lo que pasaba más allá de nuestras, tan seguras, fronteras. Pero en marzo el mundo se paró. Nos confinaron y sentimos más cerca que nunca el miedo a lo desconocido, a la muerte, a la soledad. Nos vimos solas, sin nuestras amigas con las que compartir un café, una conversación, un cigarro, una noche bailando o una botella de vino. Nos separaron del calor de nuestros padres, familiares y amigas. Y nos dejaron encerradas, en el mejor de los casos, esperando a que pasara la tormenta. Había que aguantar.

Se fueron entonces sucediendo las tardes, primero aún frías y, poco a poco, aún desde nuestra ventana, más calurosas y largas. Y, de igual modo, se fueron sucediendo las historias y los libros. En el año en que parecía que nos estaba pasando todo y nada a la vez. Vivimos todo el drama de las películas apocalípticas americanas y la nada más absoluta como consecuencia de la falta de vida social, las ausencias y la soledad. Ya no había amigas con las que hablar de nuestros sentimientos, nuestras relaciones, del sexo de una noche (ni tampoco había ya opción al sexo de una noche), ni de los compañeros de trabajo y sus comentarios machistas en la cocina, ni de ese chico del vagón del metro que nos hizo sentir incómodas. Las conversaciones se sucedían pero faltaba la cercanía de mirarnos a los ojos sin una pantalla de por medio. Sin embargo, sorprendentemente, este año descubrí más aún la diversidad femenina, aprendí mucho más de historias lejanas y de otras cercanas, que a pesar de la pandemia se seguían sucediendo. Aprendí entre páginas sobre el miedo, las pérdidas y los cambios. En mi cabeza se entrelazan momentos y lecturas, desordenadas pero encajando como piezas en un puzzle. Tras unas primeras semanas en las que fui incapaz de leer nada, al llegar abril, Tatiana Ţîbuleac me hizo dejar varias veces su libro El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta, 2019) con un nudo en el estómago, incapaz de seguir leyendo entre tanto dolor. A las cifras de muertes que leía en el periódico, se sumó la enfermedad y muerte de la protagonista de esta historia. Una madre que decide pasar su último verano con su hijo adolescente con el cual nunca ha conseguido tener una buena relación. Un hijo lleno de odio por un pasado que aún le duele, enfadado con el mundo, consigo mismo y con su madre a punto de morir.
Esa sensación de pánico tras las primeras semanas de pandemia, me llevó a un periodo de hibernación en el que solo quería seguir leyendo y esperar a que pasara lo que tuviera que pasar o a que llegara, al menos, el verano. Ottessa Moshfegh en Mi año de descanso y relajación (Alfaguara, 2018) me zarandeó y acompañó en esos días. Mientras que la protagonista de su historia decide tratar de dormir a base de pastillas un año entero en Nueva York en el año 2000, yo no tenía la misma suerte de poder atiborrarme a pastillas hasta que todos estuviéramos ya vacunados y las mascarillas fueran cosa del pasado. Pero, aún así, me ayudó a descubrir que no era la única que quería solo desaparecer por un tiempo, drogada o no. Quedarse en casa, no ver a nadie, no tocar, no besar, no abrazar, esperar, cumplir con las normas, seguir esperando.

A entender mejor los miedos de siempre, a los que se sumaron otros cientos de nuevos fantasmas este año, me ayudó Desirée de Fez con su libro Reina del grito (Blackie Books, 2020). En plena segunda ola del coronavirus, me reí gracias a la personalidad de su autora de mis propios miedos— miedo a ser madre, a no estar a la altura en mi trabajo, a creerme una impostora, a parir, a volver sola a casa, a envejecer —. Ella, ayudándose de su conocimiento sobre las películas de terror, relata los miedos que la han acompañado toda su vida, especialmente al dedicarse a la labor de crítica cinematográfica especializada en películas de terror. Sí, miedo a sentirse sola y a no estar respaldada en las salas de cine y en los jurados de festivales de cine en un mundo mayoritariamente constituido por hombres vestidos con camisetas negras y largas melenas. Todos estos miedos, revolotearon en mi cabeza, acercándome a la palabra resiliencia. Palabra que, desde mi modesto punto de vista, ha marcado este año pandémico.
Después vinieron muchos otros libros y vino Camila Sosa Villada, autora argentina, con su novela Las malas (Tusquets Editores, 2020). Camila nos cuenta en primera persona lo que supone ser una mujer transexual en Córdoba, Argentina. Su historia nos enseña como encontrar un colectivo de mujeres como tú te hace pertenecer, por fin, al mundo, a la vez que te aleja de lo que el mundo considera “normal” convirtiéndote así en una superviviente. A pesar del terror de su historia, a pesar de la prostitución, las palizas y la violencia que ella y sus amigas y compañeras sufren en el libro. Volvemos a la resiliencia. Volvemos a superar el terror. Acabo el libro mientras se empieza a hablar de vacunas, de más medidas, de fronteras que se abren y se cierran, de la esperanza que nos trae el verano, de acontecimientos que no se celebrarán, de más personas que siguen solas. De apoyo.

Y qué mayor apoyo que el de nuestras amigas, nuestro círculo cercano, nuestra red. Pero, por responsabilidad, ese apoyo no se puede palpar, está lejos y las video llamadas recuerdan ya demasiado a los meses en los que empezó todo y que preferimos olvidar. Nos queda el mejor apoyo en estos casos: nuestra memoria, nuestros recuerdos de la infancia. Todo lo que nos pueda alejar de este presente incierto, difícil. Y a esa infancia nos arrastra Elvira Lindo en su novela A corazón abierto (Seix Barral, 2020). A su infancia por varios puntos geográficos de España, a su curiosidad y su manera de ver la vida con los ojos siempre tan abiertos. Y de infancia nos habla también Andrea Abreu en Panza de burro (Barrett, 2020). Nos habla de la infancia de dos niñas que viven en un pueblo rural en la isla de Tenerife, con vistas siempre a un volcán y sin poder pisar casi el mar. Andrea nos habla de la amistad entre niñas, de esa amistad que te hace enamorarte de tu mejor amiga. En un año en el que el presente y el futuro aterran a partes iguales, acordarnos de esas primeras amistades de las que te enamoras y de las que tienes celos nos trae paz. Amistad, paz, salud, abrazos. Normalidad. También Elisa Victoria con su Vozdevieja (Blackie Books, 2019) me llevó al sur de España, a Sevilla, tan cerca de la tierra en la que nací y tan cerca de la ciudad en la que viven mis padres y a la que este año, muy a mi pesar, no he podido ir. Pero en su novela, que también nos habla de la infancia de una niña muy peculiar, sentí el ritmo lento de los veranos en Andalucía cuando era niña, abracé a mis amigas, me cobijé en su acento, mi acento. Volver a abrazar, sentir de nuevo lo que es volver a casa, esperanza, reencuentros.
Escribo estas líneas desde Berlín, desde donde sigo esperando a que pase la tormenta y desde donde cierro este año dramático leyendo sobre feminismo y sobre maternidad o la falta de ella en El vientre vacío de Noemí López Trujillo (Capitán Swing, 2018). Noemí nos explica su deseo de ser madre y nos ofrece otros muchos testimonios de mujeres que han querido ser madre como ella y no han podido serlo o no se han atrevido a intentarlo debido a la precariedad a la que nos arrastró la crisis de 2008 a tantos jóvenes. Entre otras muchas cosas, Noemí nos explica cómo la decisión de ser madre también nos ha sido arrebatada, cómo nuestro cuerpo también es política y cómo la crisis económica nos ha cambiado la idea de maternidad, estabilidad y futuro con las que muchas mujeres soñábamos. Crisis, inestabilidad, incertidumbre, futuro. Por fin se narran esos testimonios. Novelas que nos sacuden y nos hablan de esa crisis y de nuestra ya habitual precariedad. Novelas escritas por mujeres y que narran historias sobre mujeres. Dando alas al nuevo feminismo. Y mientras acabo mi última lectura del 2020 y acaricio a mi perra con mucho mimo, pienso en cómo esta otra crisis, la de la Covid, ha afectado a tantas personas y a tantas mujeres cuidadoras y en cómo serán esos libros escritos por ellas sobre el año en que todo cambió. Sobre el año en que nuestros viejos miedos hicieron cola junto a los nuevos. Sobre el año en que nos faltó el calor de las amigas, las madres, las abuelas, las hijas. Pero en el que, por suerte, no nos faltaron las historias sobre sus miedos, sus experiencias, sus risas, sus llantos, su rabia y sus ganas de sobrevivir escritas desde sus habitaciones propias.
Fotografías de ©Ana Fernández Pajares
Nota de la redacción: los títulos se pueden adquirir en cualquiera de las librerías de libros en español de Berlín: Bartleby & Co o Andenbuch. Algunos están disponibles en la biblioteca del Instituto Cervantes de Berlín.
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