Berlín: trash, collage, patchwork

El potencial estético de un dispositivo urbanístico, social e histórico como Berlín – que ya intenté glosar en mi último artículo – encierra una serie de particularidades que creo que en la anterior ocasión no pude desarrollar como es debido. Me refiero especialmente a su carácter multiforme, a esa rara cualidad que hace que la ciudad se convierta en un muestrario de gemas del pasado reciente amontonadas sin ton ni son.

Fotografía de Pavel Nekoranec en Unsplash

    Aún recuerdo la impresión que me produjo la primera vez que tomé el S-Bahn para ir del aeropuerto de Schönefeld a Alexanderplatz y advertí, para mi sorpresa, que pese a encontrarme en un país tan indudablemente desarrollado como Alemania parecía que me hubiera montado en un convoy de los ochenta. Y esa no fue sino la primera de una larga serie de desfases temporales: en efecto, todo en Berlín está como detenido en el tiempo. No parece que haya, por lo general, ese tipo de fricciones que hay en la mayoría de ciudades europeas entre la vieja arquitectura señorial y los nuevos edificios de paredes angulosas y acristaladas, que disciernen con claridad el dominio de la historia del ámbito vertiginoso de la vida cotidiana, actual. Pero el tiempo de Berlín no parece tanto el del pasado como el de la otredad: una ucronía. El tiempo de un mundo aparte hecho a partir de la mezcla inverosímil y la reorganización libérrima de los desechos de la historia.

Fotografía de Marcus Lenk en Unsplash

   Por eso, los edificios variopintos que se yuxtaponen y se amontonan en la ciudad como distintas estratificaciones rocosas – el relieve y el virtuosismo calcáreo del modernismo burgués frente a la entereza granítica del funcionalismo comunista – remiten por fuerza a esa particular estética, tan berlinesa, del desorden y la acumulación: los graffitis, las pegatinas que asoman por todas partes, la curiosa costumbre de pegar los carteles unos sobre otros hasta que caen en capas descascarilladas o forman en torno a los postes un anillo panzudo y deforme de papel… Esa puesta en escena caótica, abigarrada y, a menudo, desacomplejadamente feísta, que tiene también su transvase en los códigos de vestimenta de lo cool berlinés: en su sobriedad desenfadada y un pelín desencantada, en su amor desmedido por la ropa reutilizada y, sobre todo, en su predilección por lo trashy: esas chaquetas de piel sintética y tres tallas más grandes de lo habitual y esas plataformas gigantes que parecen aludir a un apocalipsis en perpetua realización.   Esa profusión del parcheado, ese baile de máscaras típicamente posmoderno – que recuerda a ese in-between y a ese fondo de indefinición tan férreamente defendidos por la teoría queer – parecen hacer de Berlín una ciudad fronteriza en casi todos los sentidos y profundamente autoconsciente; una ciudad, en todo caso, que ha descubierto que, como dice Baudrillard al hablar de los tiempos hipermodernos, “la Historia no tendrá fin, puesto que los restos, todos los restos – la Iglesia, el comunismo, la democracia, las etnias, los conflictos, las ideologías –, son indefinidamente reciclables”. Algo que no es de extrañar en una ciudad que durante el último siglo ha asistido al nacimiento, el desmoronamiento e incluso la simultaneidad de mundos distintos y ha visto cómo se rompía, por lo tanto, la linealidad del tiempo histórico; y que, de este modo, solo ha sido capaz de recomponerse como un trapo hecho de retales diversos, herencias confusas pero compartidas. Una ciudad, en fin, que ha hecho de la luz filtrada por la presencia inamovible e intrincada de sus distintos espectros un clima habitable y ha terminado haciendo de la cicatriz del muro su rasgo más reconocible, su emblema.

Fotografía de portada de Tiago Aleixo en Unsplash

Lucas Celma

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