Hace unos años, en una región de Alemania del Este, un tal Gerd Postel fue descubierto en una farsa.
Simulaba ser psiquiatra y lo hacía tan bien que llegó a ser jefe en una clínica. Allí se codeaba con otros importantes psiquiatras y fue nombrado presidente de alguna asociación.
Su locuacidad (y desfachatez) era tal que llegó a inventarse diagnósticos (el trastorno tripolar) y a defenderlos ante sus secuaces sin que nadie se atreviese a contradecirlo. Al final le pillaron, pero no porque cometiese un error ni por su mala práctica (parece ser que era bastante bueno), sino porque tuvo la mala suerte de ser reconocido -y delatado- por alguien de su pueblo.
Fue a la cárcel y desde allí escribió un libro muy incómodo para la casta médica en el que explicaba con pelos y señales su proceder.
No les dejaba en muy buen lugar, a los psiquiatras. A juzgar por su relato hasta un cartero (esa era su profesión) podía ser psiquiatra. Bastaba con leer un par de libros, no demasiados, y tener un sentido común afilado.
Los psiquiatras se enfadaron mucho con el señor Postel e intentaron defenderse como pudieron, pero la cosa había quedado clara.
Gerd Postel era un impostor.

En su caso no le movían intereses materiales (no gastaba prácticamente nada del buen dinero que ganaba), sino una pura necesidad de reconocimiento. La necesidad de ser alguien en el sentido más literal de la palabra.
No era la primera vez que impostaba. Su vida era impostar. Cuando no impostaba se sentía vacío, pues carecía de sensación de identidad.
Todo el mundo necesita reconocimiento y Postel para obtenerlo fingía ser alguien. Actuaba.
La impostura no es nada excepcional. Todos la conocemos, pues la vida social requiere siempre ciertas dosis de impostura. Pero no todos tenemos la valentía, ni la necesidad imperante, de inventarnos una identidad.
Los impostores son tan buenos engañando justamente porque no tienen la sensación de ocultar nada. Mentir, esa cualidad tan humana, es un acto complejo, el cerebro tiene que desplegar una actividad intensa, el sistema suele saturarse y algunos “microgestos” nos delatan. Pero algunas personas han aprendido (necesitado) impostar desde niños y en lugar de una identidad han desarrollado una cualidad, la de engañar.
Capacidad que, en contra de lo que tendemos a pensar, es una de las más útiles para el hombre.
En su Fausto, Goethe hacía decir a Mefistófeles que él era parte de la parte que quiere hacer el mal y hace el bien. Algunas veces, como el Idiota de Dostojevski, es al contrario: queremos hacer el bien y hacemos el mal (es muy complicado hacer bien el bien). Y lo normal es que el bien y el mal nos la traigan floja y que busquemos nuestro interés. Y buscando su interés Gerd Postel hizo un bien, al demostrar que la propia psiquiatría tiene mucho de farsa.
Hay ámbitos que se prestan mejor que otros a la impostura. A un ingeniero o a un programador farsantes se les descubriría rápidamente. Además son ámbitos donde no compensa el esfuerzo, pues al farsante lo que le importa es el reconocimiento social rápido.
Los (buenos) actores son farsantes, pero unos farsantes sinceros, no engañan a nadie, se dedican oficialmente a simular ser otros. A muchos les ocurre que entre personaje y personaje se deprimen, otros se funden con los personajes que interpretan.
Sin duda, donde más farsantes hay es en la política, pues es el ámbito donde más reconocimiento se puede obtener -y más difícilmente te pueden pillar-.
Es prácticamente imposible descubrir a un farsante en la política, al contrario, alguien que no lo fuese no sería un buen político (esto da mucho que pensar).
También las redes sociales son lugares aptos para la impostura (sobre todo de la felicidad, el odio por el contrario suele ser auténtico, por eso los más odiantes suelen tender a cubrirse con un avatar).

Y luego está el Arte.
Desde que el arte se ha convertido en algo socialmente reconocido y deseable, los farsantes se multiplican en este terreno. Y eso a pesar de que, en teoría, el arte es la expresión de lo más auténtico e individual de una persona.
Pero es precisamente aquí donde los farsantes, cuya inteligencia social, despojada de incómodas trabas morales, es superior a la de la media, han conseguido imponer sus reglas y criterios.
Y al primero que han eliminado es al artista, por intenso.
Pues los farsantes son siempre superficiales y aman la superficialidad.
Nos cuentan que lo figurativo ha pasado de moda y que ahora es la abstracción la que se lleva. No saben, en realidad, que cosa será la abstracción, pero saben que es más fácil ocultar la Nada detrás de una supuesta abstracción. Y que es especialmente difícil ser descubierto como impostor pintando rayas y garabatos.
El artista farsante no tiene nada que ofrecer. Pero es listo y se adapta al mercado. No le importa prostituirse porque no sacrifica nada. Ha inventado un discurso (superficial siempre) que le avala. En realidad el artista farsante considera que el público es ignorante y fácil de deslumbrar ya que, como Gerd Postel, lo comprueba sistemáticamente.
Está tranquilo porque sabe que no le van a descubrir.
El artista farsante ni siquiera intuye que es el arte. Pero sabe perfectamente cómo engañar al público. Y en eso sí es un artista.
…
Ilustraciones de Roberto Calvo.
Este artículo apareció en el Diario Marina Plaza Denia
¡Qué artículo tan interesante! Deja bastante materia para reflexionar. Por lo pronto lo que más me ha inquietado es la sugerencia de que la psiquiatría misma podría ser una impostura. Jaja. Saludos.
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