Berlín, 4:58 a.m.

El tranvía M8 llega hasta donde estoy rechinando sus ruedas contra los rieles. En el silencio de la madrugada, este chirriar es un alarido hiriente a mis sentidos todavía embotados por el sueño. Me pregunto cómo la gente no se despierta con el aullido de dolor del metal torturado por el metal que se expande a toda velocidad en el aire cargado de humedad y estalla en el cielo magenta que casi toca mi cabeza. Tal vez sea porque, como yo, caen en la cama más muertos que cansados.

Faltará por lo menos una dosis más de cafeína para que mi organismo comience a funcionar al ritmo que necesito, pero basta con la que llevo dentro para observar desde el privilegio de mi incómodo asiento doble cómo muere y nace Berlín al borde de la madrugada. Miro hacia uno de los postes del alumbrado, justo antes de montarme. En mi parada hay carteles electorales del CDU, del SPD, de los Grünen. Llaman a más Europa, a salvar la unidad de las naciones y a vivir más en verde. Me fijo en que los de la AfD y el de Die Linke están manchados de pintura o despedazado.

Subo al transporte y solo dos personas van conmigo. En los últimos asientos siempre viaja un joven negro que se cubre parte del rostro con el gorro de su abrigo. Irá dormitando hasta bien entrado Marzahn, donde se bajará frente a unos tubos gruesos y verdes que llevan el agua a uno de los tantos parques industriales que proliferan entre los edificios grises, chatos y sin gusto de la era socialista. Esas mismas tuberías que fueron parte de la simbología del cambio en los primeros años de la década del noventa, cuando la unificación emocional entre los alemanes parecía una realidad. Hoy siguen ahí, como si nada hubiera pasado. Ya no son un símbolo; o tal vez sí, pero no son la alegoría que creían ser. Se han quedado para siempre, rígidos y feos, como las arterias de un cadáver embalsamado para las clases de anatomía en la escuela de medicina.

El otro pasajero es un pintor, con el uniforme blanco y gris del gremio, salpicado con los colores algo desleídos de sus trabajos ya terminados. Va, como yo, mirando hacia la oscuridad de afuera, aunque parece que más bien se observa por dentro. Lo digo porque su rostro delata, en repentinos mohines y en las murmuraciones de sus labios, lo que su cerebro procesa. Lo miro sesgado, para que no sospeche que lo espío. No va contento, más bien preocupado. Solo él y su tarjeta de crédito sabrán qué malabares hace cada día para vivir. El pintor también dejará el tranvía antes que yo, cerca del Ikea de Marzahn, donde también se expanden los edificios chatos y largos de empresas que son como hormigueros; donde entran y salen ríos de gente mustia, con vestimentas iguales, rostros iguales, miradas clavadas en el suelo, y solo diferenciados por el color de sus chalecos de trabajo. Cambio de turno en el Berlín proletario. Ya son las cinco y media y falta media hora para que comience el mío.

El Berlín donde trabajo tiene su propio código de vestir. La gente que viaja conmigo y que va llenando poco a poco el tranvía no va del negro impoluto de Hugo Boss, ni del azul marino de Armani ni hormiguea entre las oficinas y los edificios de acero y cristal del moderno Mitte o el rancio Charlottenburg. Ni siquiera lleva los más modestos grises de H&M que aparecen por el más sobrio Prenzlauer Berg y el nuevo Wedding. ¡No! El Berlín de las 4:58 a.m. viste del verde campo de Pöttinger, de negros sobre gris de Yokohama, y de azul oscuro con azabache y delgadas líneas blancas de Engelbert Strauss. Creo que la elección de los colores de estos diseñadores no ha sido al azar. No solo son propicios para cubrir la mugre; también son, de alguna manera, los mismos tonos de los trajes de los ejecutivos. Tal vez por eso estas dos últimas marcas han lanzado una nueva colección de ropa laboral, con lo que llaman el “Wow-Faktor”, que rompe con la uniformidad deprimente del grueso algodón crudo y los colorines del poliéster barato del atuendo de los trabajadores de las líneas de montaje, de los servicios exprés de transporte y de los obreros de a pie de calle.

El Berlín de las 4:58 a.m., el del S–Bahn medio vacío, de los tranvías traqueteantes y de los buses solitarios está salpicado de chalecos amarillos de franjas iridiscentes de los jefes de turno, de los chalecos naranjas de los cargadores de mercancías, de los chalecos azules de aprendices de oficios. No hay botas de Timberland o Panama Jack, sino del nada glamoroso Herock y de Paredes. No hay gorras de los Yankees o de los Patriots, sino cascos plásticos comprados al por mayor por los empleadores en Leroy Merlin.

Me bajo, por fin, y observo otra vez las farolas, como lo hice antes de montar. Aquí la propaganda electoral que más prolifera es la de la AfD y Die Linke. Sus proclamas están impolutas. Ni siquiera están colgadas demasiado alto como en otros lugares. Aquí están casi a la mano. El resto de los carteles cuelga destrozado de sus agarres de tiras de plástico, o pintarrajeados por manos que aprovechan la oscuridad de la noche para descargar la rabia que esconden de día.

Frente a la parada donde me deja el tranvía a las 5:45 a.m. hay un enorme anuncio que dice: Hellweg. A mí me suena a Höllenweg*.

Fotografía de portada de @carmentalav

*Camino del infierno

Luis González

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