El deseo es una medida de tiempo entre un beso y otro, la condición animal que nos une y nos enreda con algunas personas, y en esa medida es que caben las coordenadas de existencia entre Martín y Vera. Pero algo —como suele suceder— lo cambia todo para siempre.
Las llamadas se prolongaban de a minutos, y de vez en vez. La voz estimulante de Martín se mezclaba con el aire incipiente de la primavera Berlinesa. ¿Cuál será el sabor de los días?, se preguntó en voz alta mientras elegía qué ropa ponerse para la reunión de trabajo que tendría más tarde. Camisa de seda blanca con puños y cuello negro, zapatos y una cartera donde cabía un universo. ¿La ropa interior? Ese sería su secreto, siempre fue su secreto.
A Berlín había llegado un año atrás, con toda la tempestad encima y con la posibilidad de un futuro prometedor por delante. Por ese entonces, ni se le había cruzado por la cabeza lo que vino después, todo lo que ocurrió y cada uno de los episodios que la llevaron hasta los brazos de un hombre, uno tan distinto a los otros de su vida, que aún le parecía extraño haberse enamorado de él, de su ambivalencia, de su particular modo de querer.
Del pasado, mejor no hablar. Solo se podría decir que llegó con lo justo, sin expectativas y tal vez escapando de uno de los amores más difíciles de su historia. Pero ahora todo se había vuelto distinto, tan distinto… En algún momento se podría haber dicho que esa incertidumbre era la definición de felicidad: esa sensación especial de no esperar nada a cambio, de vivir plenamente sin saber qué va a suceder. Se podría decir, también, que esa es su felicidad: no tener lugar dónde anclar del todo, no saber qué ocurrirá mañana, ni después.
Pero como en cada historia, todo tiene un comienzo, un vórtice que se abre para el encuentro de la luz y de la oscuridad.
Martín vivía en Berlín desde hacía dos meses. Algunos problemas y una nueva posición como ingeniero informático lo habían ubicado en la capital alemana. No estaba muy contento con haber dejado atrás sus años de vida en Frankfurt, pero también sabía que no tenía otra opción. Hasta que un día, un jueves cualquiera, supo que todo podía cambiar. Salió a caminar por su barrio y después de una larga caminata, decidió detenerse a tomar una cerveza. Entonces, la luz al final del túnel apareció un jueves cualquiera, allí estaba, allí la encontró. Entre la gente divisó a Vera en ese mismo bar, sentada en una barra de Friedrichshain y mirando su celular distraída. Claro que hasta ese momento no sabía su nombre ni qué hacía allí, si era una turista más o si vivía en la ciudad. Sin certezas, como en cada comienzo, supo que todo podía volver a empezar.
Hubo una presentación y un primer encuentro. Hubo cenas y almuerzos tardíos. Hubo paseos por el lago y un primer beso tímido y cariñoso. Nunca habían encontrado tanta belleza al mirar y verse en los ojos del otro.
Por aquel entonces, los días pasaban y el tiempo entre un beso y otro eran motivo de anhelo para los dos. Martín se extendía en detalles telefónicos de lo que le haría si la tuviera allí, y Vera, respondiendo al juego, le enviaba fotos íntimas saliendo de la ducha o incluso posando exclusivamente para él en algún rincón del departamento. En las típicas selfies del baño, y entre la espuma del vapor, se veían sus labios carnosos entreabiertos, el gesto aniñado de mirar por encima del hombro desnudo, la toalla especialmente torcida en delicada exposición de gran parte de su pecho. Eso solo bastaba para que los mensajes de Martín enardecieran y subieran de tono. Pero los dos debían volver a su rutina y esperar al próximo encuentro. Un último mensaje de él profesaba: Todo el tiempo pienso en comer esos labios, Vera… sos tan hermosa que no dejo de pensarte todo el día.
Vera sonreía, invariablemente, y con esa sonrisa encaraba el día, con la cuota justa y necesaria para soportar cualquier batalla cotidiana. Así volvía, cada tarde o cada noche, buscando las palabras o las señales luminosas de un Martín al que extrañaba cada día, amaba cada día.
Pero nada de todo eso permaneció. El futuro estaba escrito de otro modo, tal vez uno peor al de todos sus pasados.
Un día Martín invitó a Vera a su casa, quería mostrarle algo especial. Vera elucubró teorías y la que más le gustaba pensar era un anillo de compromiso. Llegó puntual a la casa de Martín y con un postre que había preparado durante la tarde. También con un vestido amarillo y negro de flores que se había comprado unas horas antes. Estaba radiante, sonriente y radiante. Martín la invitó a pasar y estuvieron un rato largo cocinando la cena. Martín evadía responder cuál era la sorpresa y Vera le devolvía una sonrisa franca, tal vez la sonrisa más hermosa y perfecta que jamás le habían regalado. Martín no pudo evitar admirarla y abrazarla, y después de cenar, ese abrazo terminó en caricias y besos más apasionados. Le quitó el vestido y la contempló, hermosa, con la luz de la luna llena entrando por la ventana.
Después de quedarse abrazados en la cama, Martín le dijo que era momento de la sorpresa. Le vendó los ojos y la sentó en el sillón del living. Puso música fuerte, la Sonata Número 14 Presto Agitato del concierto de Barenboim on Beethoven Live from Berlin. Tenía casi nueve minutos, lo sabía de memoria. Vera estaba sentada en el sillón, vendada y todavía en la ropa interior blanca que se había estrenado esa misma noche en brazos de Martín. De pronto sintió sobre sus manos las manos cálidas de su novio. ¿Qué hacés, amor? Le preguntaba sin respuesta certera. Quédate tranquila, ya pronto vas a saber todo, respondió él. Que sonrisa perfecta que tenés, mi amor, que boca tan hermosa, es el mejor regalo de tu cuerpo, tu sonrisa hermosa, tu boca perfecta…tan perfecta que solo quisiera que fuera para mí, dijo él con un tono de voz particular, extraño.
Vera le dijo que era para él, que su boca era suya.
—No te creo, respondió con severa angustia.
—¿Por qué no me creerías, amor? Dale…dijo llevándose las manos a la venda, como amagando a quitársela.
Martín le dijo que no de un grito, que no lo haga… no quiero que te pierdas la sorpresa, dijo tratando de tener un tono más calmado. De pronto supo que no podía esperar más y, acercándose a su boca —en lo que fue su último beso— le pegó un mordiscón. Vera dio un grito tan agudo que sobrepasó la canción. Él tomó el cuchillo de cacería que tenía a un costado y le hizo un tajo profundo en el labio superior. Ella, para esa altura, lloraba, gemía y gritaba. Pero nada detenía a Martín, ni los gritos ni la sangre. Ahora seguía mordiendo la boca de Vera y llenándose sus propios labios, mentón y cuello de espesa sangre bordó. Uno, dos, tres, cuatro estocadas y le arrancó la boca a moridiscos. La sangre se desparramaba al ritmo de Beethoven, la sangre espesa de Vera que, a chorros, caía sobre su cuerpo y sobre el sillón.
Él le destapó los ojos y lo último que vio fue la mirada enferma de Martín, con manchas de su propia sangre en la cara y una sonrisa amplia, enorme. En ese último instante los aplausos del público de Barenboim despertaron a Martín. Tenía poco tiempo, pensó, y mucho que limpiar.
…
Fotografía de David Montero (@davidmonteroberlin) http://www.davidmontero.info
Un comentario sobre “Boca suya – Angie Pagnotta”