Sé que no puede haber más subterfugios. Tengo que hablar de mi primer encuentro con el Fantasmita. Debo confesar que amaba al Fantasmita. Y añado también: desde el primer momento. Es decir, desde nuestro primer encuentro. La confesión me resulta penosa, y solo ahora estoy en condiciones de hacerla. Y así rememoro con tristeza el pasado. Deseo olvidar y soy incapaz de hacerlo. Todo permanece grabado en mi recuerdo como si acabara de ocurrir. Aún oigo el tono de su voz, aún veo sus miradas, sus gestos, su andar. Y también me veo a mí. Ambos éramos jóvenes. Ahora soy viejo, viejísimo. Fue muy hermoso. Sé, claro está, que aquello no era así, que todo era apariencia, sueño; pero entonces, entonces, cuando yo aún no lo sabía, y ni siquiera lo sospechaba, era feliz.
Y por un mes dormimos juntos sin intercambiar casi palabras, ignorando que no hay dicha sin lenguaje. Quizá por eso solo exista la dicha momentánea, la dicha que sentí aquella noche al intuir lo que hubiera podido llegar a ser, una posibilidad inconcebible que había dentro de mí y que luego no realicé; y como entonces fui feliz aquellas noches, quedé convencido de que llegaría a ser lo que no ha llegado a ser. Cuando a la mañana siguiente nos miramos, aunque no lo sabíamos o no lo queríamos saber, supimos que todo había terminado.