Paloma Lirola, la extranjera

Revista Desbandada entrevistó a la cantante, comediante, escritora, o como ella misma lo resume: Show Woman, Paloma Lirola, con motivo de la publicación de su primer libro, Patas Arriba – Aventuras de una inmigrante española en Berlín, del cual reproducimos el primer capítulo. 

Redacción Desbandada: Comienzas tu libro diciendo que siempre te sentiste extranjera. ¿A qué crees que se debe ese sentimiento? ¿Hace parte de una historia personal, o es más bien un fenómeno de estos tiempos?

Paloma Lirola: Parte de una historia personal, pero no única. Son varias las personas que he conocido con las que comparto un sentimiento de estar (o haber estado) ‘desubicadas’ más o menos profundo, independiente en muchos casos de si están en su país o no.

Uno de los sinónimos de esta palabra es ‘extraña’. ¿Quién no se ha sentido alguna vez extraña en un contexto, una situación o un momento de su vida? Si esa sensación te persigue durante mucho tiempo, puede que llegue el día en el que empieces a valorar probar suerte en otro sitio, por el mero hecho de conocer otros mundos, otras realidades, compartir experiencias distintas y comprobar si hay algo de ti en ellas, y/o de crecer en ellas.

Puede suceder también que aceptes y te acostumbres a esa sensación de extrañeza de por vida. O puede ser que acabes “entrando por el aro”, acatando las normas sociales, usos y costumbres del lugar en el que vives, y te mimetices con el paisaje. A esto algunos lo llaman integración. En cualquier caso, no deja de tener relación con la humana necesidad de identificarse con un grupo social.

RD: Eres cantante, comediante, compositora, cómica, escritora y un largo etcétera, todas estas aptitudes que combinas en el género del cabaret. ¿Optaste por el cabaret debido a tu fascinación por los dorados años 20 berlineses? ¿Tratas de imitar ese modelo? ¿Hay algo muy específico en el estilo cabaretero de una malagueña que hace cabaret en Berlín, precisamente en la capital mundial del cabaret?

PL: Me fascinan los dorados años 20 berlineses pero no trato de imitar ningún modelo. Solo busco, estudio y leo ávidamente todo lo que llega a mis manos de esa época como fuente de documentación para mi tour Berlin Años 20: Sexo, Drogas y Charlestón.  Por supuesto, también es muy inspirador.

El género cabaret lo identifico con libertad, profundo sentido crítico y, por supuesto, sentido del humor. Da cabida a muchas disciplinas, y en esa variedad encuentro el gusto. No me puedo decantar por una sola (ni quiero) y el cabaret me abre las puertas a indagar en mi yo sobre el escenario. Berlín, a su vez, te permite tomarte tu tiempo para ello, te da material con el que trabajar y te cede espacio para mostrar el resultado final.

Y del lugar del que provengo me salen muchas cosas sin yo buscarlas y casi sin darme cuenta, curiosamente muchas más que cuando estaba allí. Cuando mi padre escuchó mi EP Alas y Raíces, me dijo: “¡Niña! ¿De dónde te ha salido esa flamencura?” (Que no flamenco, ojo). “¡Pues de mis raíces, papá! ¡Que te tiran cuando vuelas!”

He crecido escuchando en casa (y en los interminables viajes en coche por la carretera de Málaga a Almería) cantautores, flamenco, jazz, … y verdiales, ¡a montones! Esas raíces buscan un camino para colarse a través de las grietas que se abren ocasionalmente en ese otro país que pisas.

RD: Dices que estar ‘Patas arriba’, como se titula tu libro, es muy incómodo, se ve todo al revés y no encajas en el paisaje; pero al mismo tiempo significa tener la cabeza abajo y por ello más sangre fluyendo en el cerebro. ¿Cómo traduces esto en tu vida diaria, y en tu vida artística?

PL: En mi vida artística se traduce en que siento la necesidad de cambiar la perspectiva de cuando en cuando para agitar las neuronas y poner en marcha la máquina creativa. Me da pavor quedarme estancada. En la comodidad no hay resortes que te impulsen a ver las cosas de otra manera, así que desarrollarse va acompañado inevitablemente de ciertas molestias. Como cuando estás dando el estirón y te duelen las rodillas. ¡Crecer es lo que tiene!

En mi vida diaria, con una capacidad constante para sorprenderme que espero no perder nunca. Claro que hay sorpresas buenas y otras malas. Pero si algo me desconcierta y no lo comprendo, tengo dos opciones: aceptarlo sin más o tratar de entenderlo. Perdón, tengo una tercera: tomármelo con humor, pase lo que pase.

RD: En tu libro dices que un día desmontaste como en un juego Lego tu vida española, te viniste a Berlín y empezaste a construir un Lego berlinés. Llevas nueve años aquí. ¿Cómo te sientes después de casi una década, qué tan avanzada va tu casa-Lego de este país?

PL: Tengo una vida con un arsenal de piezas de muchos tamaños, colores y formas. Aquí ando muy entretenida montándola. ¡Y que me dé para muuuucho tiempo!

Confieso que mi mundo adopta a ratos la forma de una burbuja, redondita y protectora, que solo deja entrar a personas abiertas al entendimiento, tolerantes y con la inteligencia emocional suficiente como para que les dote de compasión.

De ahí que tenga una familia berlinesa reducida pero fantástica, en la que lo de menos es compartir uno o varios idiomas. De hecho, cada vez estoy más convencida de que la comunicación entre dos personas poco tiene que ver con usar un idioma concreto que conozcan bien ambas partes. Las ganas genuinas de comprenderse logran sortear cualquier obstáculo y conciben, eso sí, un lenguaje común. Creo que esto me podría suceder en cualquier otro lugar, pero me ocurre aquí y ahora en Berlín y por ello estoy muy agradecida.

En esta vida también, aunque a 3000 kilómetros, tengo a mi familia, la de sangre y más allá, que me quiere, apoya y anima a seguir mi camino. Así que tengo mucha suerte.

En esencia, tengo una vida enriquecida por muchos mundos.

La extranjera

Capitulo 1

Siempre me he sentido extranjera. Me sentí extranjera en el lugar en el que nací y en el que me crié. Emigrar me sirvió, entre otras cosas, para serlo por fin de manera oficial, con todas las de la ley.

Hoy en día no percibo este sentimiento como algo bueno ni malo, sino simplemente raro. En realidad, la distancia me ha ayudado a verlo como algo incluso lógico. A 3000 kilómetros de mi tierra todo esto ha cobrado un nuevo significado.

Digo mi tierra porque tengo muy claro de dónde soy, aunque mi carnet de identidad no lo refleje. ¡Ah! La identidad… la identidad… Cuando una es extranjera, la identidad se comporta a veces como esa pareja de baile que piensas que es ideal para ti pero que siempre acaba bailando con otra. La persigues, la observas, la admiras y anhelas el momento en el que podrás abrazarte a ella. Tras conseguirlo y alcanzar a dar tres o cuatro pasos de baile, surge una química perfecta, pero a continuación da un flamante giro con el que consigue zafarse de tus brazos alejándose mientras danza alegremente. ¡Vaya! Pues no, ésta tampoco era la definitiva -piensas.

Por suerte, hay más pistas de baile donde poder encontrar nueva pareja. Por fortuna, hay otros lugares por explorar y mucho de uno mismo que descubrir en ellos.

Mi inquietud por dar con mi hueco en este mundo siempre estuvo ahí, a ratos algo aletargada por la rutina y la falsa creencia de que podría encajar allá donde iba probando suerte. Sin embargo, siempre había algo o alguien que me hacía entender que no era así.

A veces eran cuestiones sutiles y estúpidas como el acento o la ropa que llevaba, otras eran cosas más evidentes y crueles como las humillaciones en la escuela.

Probé suerte en muchos lugares, de muchas maneras, y siempre con toda la motivación de la que podía hacer acopio.

De niña, mientras los demás hacían la comunión, yo intentaba desesperadamente, y sin éxito, hacer un spagat en clases de danza clásica.

Luego soñé con ser bióloga porque amaba (y amo) a los animales, hasta que tuve que diseccionar una rata.

Quise ser actriz pero claudiqué tan pronto como mis padres me dijeron que iba a ser una muerta de hambre.

Durante un tiempo fui la pésima camarera que derramaba vino tinto sobre los trajes ibicencos de los clientes y se rebanaba los dedos cortando pan.

Hice manicuras y pedicuras a gente muy pija, personas con aires de grandeza y mirada de desprecio. Alguna que otra me hizo llorar.

Hice de sirena Ariel por varios colegios. En esa ocasión hice llorar yo a los pobres niños… del susto. Mi anatomía es más bien de ballenato. Vamos, que el papel me venía “pequeño”.

También probé a ser maquilladora de cine, pero el mismísimo Gregorio Ros me dijo que no tenía ningún talento. Pero con él descubrí algo muy importante: disfrazarme y cantar era lo mío. Y todo gracias a que, una vez acabó el curso que impartía, me llevó junto a sus amigos a recorrer la noche granadina. Una noche en la que terminé cantando sobre un escenario A quién le importa de Alaska, cegada por los focos y cubierta de plumas y lentejuelas hasta las cejas, conseguí arrancar a los presentes una gran ovación.

Mi último intento antes de decidir cambiar de país, fue hacerme cabaretera. Por la experiencia que tuve sobre las tablas y por mi forma de ser, comprendí que el Cabaret era algo muy afín a mi. Probé, jugué e indagué en su historia. Y entre todos los textos, audios y vídeos que fui atesorando, llegué a Marlene Dietrich y a través de ella me sumergí en la historia de los Dorados Años 20 en Berlín. Quedé fascinada.

Que decir Dorados Años 20 nos haga pensar en París o Chicago es una mera cuestión de marketing. La auténtica capital, centro y hervidero de lo más transgresor, moderno y creativo de aquella época, fue Berlín. Eso lo sé ahora.

Mi necesidad por profundizar más en el mundo del cabaret me llevó a Madrid, donde logré encontrar una sala en la que se iba a representar un espectáculo que se vendía en la programación como tal. En el preciso instante en que las luces se apagaron, quedé subyugada por lo que vi sobre aquel escenario. La mujer que vi en escena era etérea, de voz melódica, a ratos irreverente, pero sobre todo, muy enérgica.

Una vez acabó el show, me armé de valor para hablar con ella. Necesitaba hablarle, y allí estaba, a la salida del camerino, rodeada de personas que bebían y reían. En lugar de participar de la jarana que se había montado a su alrededor, parecía haber intercambiado su papel por el del público, escuchando atenta al grupo, con sus ojos llenos de curiosidad, como lo estuvieran los míos un rato antes.

Mi dedo índice tocó su hombro. Medio giro y apareció un rostro iluminado por una sonrisa.

– Enhorabuena, me ha encantado vuestro espectáculo.

– ¡Qué bien! ¡Gracias!

– ¿Sois de aquí?

– Mmm… bueno…

¿Sois de aquí? ¿En serio? ¿No se te podía haber ocurrido otra pregunta más certera? ¿Precisamente tú haces esa pregunta, tú que no eres de ningún lado? Afortunadamente, mis tortuosos y culpabilizantes pensamientos se vieron truncados por sus palabras. Ésas sí que fueron certeras. Ese “mmm… bueno…” vino seguido de un breve y apasionante relato que acababa situando a todos aquellos músicos en la ciudad de Berlín. Lo que yo alcancé a contestarle después no lo puedo recordar muy bien, pero tuvo que ser algo lo suficientemente revelador porque las últimas palabras que me dedicó fueron: Vete a Berlín.

Aunque mi visita a Madrid duró solo tres días, al volver al pueblo sentí que todo había cambiado mucho. La extrañeza que siempre me había acompañado y que había acabado por convertirse en algo familiar, se evidenció con fuerza a partir de entonces hasta en los aspectos más comunes. Los colores, olores y sabores eran distintos. ¿O lo eran mis sentidos?

Sea como fuere, yo interpreté que mi tierra me estaba concediendo el permiso para irme. De hecho, me estaba dando unos cariñosos empujoncitos consciente de que lo mejor que podía hacer por mí era marcharme.

Si hay algo que me ha acompañado toda la vida, ha sido mi pasión por el juego Lego. Montar la casa que venía en las instrucciones para rápidamente desmontarla y crear una casa propia, más a mi gusto. Volver a desarmarlo todo, sumarle piezas de otras construcciones y hacer una granja, luego un castillo, una panadería, una nave espacial.

Montar, desmontar, remontar.

Entre aquel “Vete a Berlín” y el día en que me marché pasaron menos de cuatro meses. Durante ese tiempo fui desmontando mi casa. Vendí muchas cosas, guardé en un trastero otras y unas cuantas se vinieron conmigo a la capital de Alemania.

La imagen de la portada es de Alexandra Bravo Salberon.

Las otras imágenes son de: Ralph Weber y Francisca Pérez y Pérez.

El libro de Paloma Lirola se puede adquirir haciendo clic en este enlace: Patas Arriba – Aventuras de una inmigrante española en Berlín.

Revista Desbandada

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