La Indiferencia

La salsa de tomate salpica la mayor parte de las baldosas blancas, mezclada entre grumos de lo que parecen cortes de kebab, y a nadie le importa. Los zócalos mojados brillan a intervalos, iluminados por el frío crepitar de los halógenos: primero un lago, luego un río y al final un mar entero de jugo rojo.
El líquido ocupa más espacio del que queda libre para atravesar la plataforma del U-Bahn, aunque eso no es un problema: todos nos ponemos mansamente de acuerdo en evitar pisar la marea escarlata y no mancharnos las botas o zapatillas, según edad o tribu urbana.
Esta ciudad te obliga a andar mirando al suelo, y uno aprende deprisa.

Rebosa la actividad en los espacios de interconexión, ya sea por encima o por debajo del nivel de la calle, y es que todo el mundo tiene que ir a algún sitio, moverse, experimentar.
Grupos ruidosos caminan del norte al sur de los andenes, preparándose para una noche gloriosa en la capital bendecida por los dioses del techno. Indecentemente jóvenes, vestidos sin excepción de negro y flúor, bromean y se empujan dando tragos a sus cervezas de medio litro mientras practican un inglés o alemán medio ebrio, chapurreado. Sus ojos no pasan del cincuenta por ciento y la colectividad de sus risas blandas resulta reveladora, mientras en cada palabra que escupen chapotean revueltos los acentos.

Entre la multitud chirría una improvisada silla de ruedas, cuyo ocupante oscila en diagonal y la hace avanzar a pasitos cortos. A duras penas se abre paso entre la gente, sensiblemente cerca de todas esas piernas enfundadas en ropa cara y temporal, un nivel por debajo de sus cabezas. En su tortuosa trayectoria casi roza las riñoneras cruzadas, los brazos y los dedos tatuados que acaban en uñas postizas. Torcida y errante, la figura sentada reclama una atención que tan sólo se le concede un segundo, un único instante, justo antes de convertirse en lástima seca o un fuerte desagrado que obliga a arrugar la nariz.

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Labios finos de mujer de mediana edad con carmín mal aplicado, que se fruncen con disgusto mientras juzgan y condenan. Abrigos largos o bolsos que dan al pasillo del tren, apartados de golpe al oír ciertas palabras cuando la megafonía ha cesado y las puertas del vagón se cierran. Ojos que bajan o se desvían, obligándose a leer algo estúpido en el móvil, o aferrándose fijos al estampado de leopardo fucsia del asiento de enfrente. Nos hemos vuelto expertos en este tipo de reacciones porque somos de los que las ponen en práctica, no de los que las reciben. Tenemos muy claro nuestro papel en este asunto y, tensionando las cejas quedamente, nos buscamos y reconocemos entre nosotros en la intimidad del vagón sin dejar de observar con cuidado lo que hacen los demás, su respuesta a los ruegos.

Hacemos por aparentar que nos hemos acostumbrado, que como acérrimos urbanitas creemos fervientemente que una ciudad es por definición diversa, a pesar de experimentar esa especie de morbo voyerista por la miseria explícita que tan equivocado sabemos, que en el fondo tantísimo nos abochorna. Despejar el paso enseguida, cambiarse de sitio, cubrirse nariz y boca y bajarse en la siguiente estación son sólo algunos de los pensamientos automáticos que con tintes obsesivos siguen la deshonrosa línea del “por favor, por favor, sobre todo que no me toque”.

Así pues, la mayoría se aleja con cierta aprensión, se excusa negando en silencio al encararse de nuevo con la ya mil veces escuchada letanía de súplicas, esos perennes rezos y el temor al temblor de la inestable mano extendida.
A esas convulsiones en concreto, por aquí las llaman Turkey, pero a veces se confunden con las que derivan del frío o de los calores enfermizos, del no comer, de las voces que habitan en la cabeza y del dormir sobre suelo duro no sólo una noche sino otra, y otra, y otra más. También del estar y sentirse solo, del anhelar la pureza del agua tibia y del saberse expulsado, por completo ajeno a todo sistema que impere. Las causas son tan variadas como cada una de las personas que han llegado a esa situación, pero los efectos son, como vemos cada día, en muchos casos los mismos.

En las entrañas de la metrópolis, las toses graves, prendidas, rasgan un aire que nos es común a todos. A veces, el eco de debajo de los puentes o los soportales las amplifica, así como el tamaño y el esmalte de los azulejos en las estaciones de metro a doble altura, y es entonces cuando los vemos. Desde siempre tan ahí como nosotros, asoman de repente. En realidad ellos existen porque existe la ciudad –un repudio tan extremo es exclusivamente urbano. Es ella y sólo ella quien los genera y, ahora, la pobre, viendo lo que ha provocado, reparte sus cartas como puede y les ofrece refugio en su subsuelo pavimentado, a falta de suficientes viviendas de protección oficial.

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Por su parte, ellos –esos que no somos nosotros, aquellos que repiten implorantes sus dos consabidas frases y piden un par de monedas o un botellín con Pfand– habitan Berlín de forma más intensa que nadie, aun conscientes de que no podrán vencerla en esa particular lucha a muerte en la que ambas partes agonizan.
Y nosotros, pensando que somos los buenos, los listos, los felizmente elegidos, en fin, los únicos libres de toda esta historia, regresamos cada noche a una casa pequeña de alquiler hinchado cada vez más lejos del Ringbahn con un embrollo de vergüenza atascado en la garganta, sin saber muy bien por qué.

Afirmó un aséptico e iluso Aristóteles que el fin de la ciudad es, pues, el vivir bien. Excepto, por supuesto, si no lo haces; excepto si lo único que intentas, a la desesperada y por todos los medios, es únicamente sobrevivir. Que el hombre es social por naturaleza es un hecho innegable excepto a las cinco de la mañana en el rellano de los ascensores de Hermannplatz, por ejemplo, o al saltar unas piernas inertes a la salida de una boca de metro cualquiera de camino al trabajo, cuando el resto de la gente pasa de largo. Lo cierto al final es que ahí las reglas cambian o desaparecen del todo en favor de lo salvaje, entre el olor punzante del óxido que permite que la carne se extinga.


Por desgracia, la apatía está tan anclada en nuestra rutina como eso de andar atento al suelo para no pisar chorretones pegajosos de salsa. Algo en lo que, en definitiva y sin ni siquiera pensarlo, nos ponemos todos mansamente de acuerdo.
Berlín y sus polizones cohabitan en una simbiosis feroz que los pasajeros regulares contemplamos a una distancia segura y, en ella, la parte define al todo o los segundos definen a la primera con la crudeza de esa sangre a medio coagular que se funde sobre las aceras de adoquines y hormigón. Metáforas aparte, no nos engañemos, locos y parias aquí somos todos.

Artículo escrito por Leticia Nebot.

Fotografías de Macarena Peña – https://www.instagram.com/macaisdead


Revista Desbandada