Síndrome de Ulises #5: Poniendo puntos

Aquella era una tarde de guardia insólitamente tranquila, las Urgencias estaban vacías salvo por pacientes sueltos que iban llegando como con cuentagotas. Excepto durante algún rato de actividad, la estábamos pasando de charla Markus, mi compañero de Cirugía, y yo en la cocina-búnker (hace falta una contraseña para poder entrar) que hay al final del pasillo de la planta.

Sonó el teléfono: a Markus lo requerían en la sala 1 porque había venido un hombre con una brecha en la cabeza que seguramente iban a tener que coser. Le pregunté si podía acompañarle para ver cómo lo hacía, y si tal vez podría probar a darle yo misma algún punto para ir aprendiendo (pues es algo que en Medicina Interna no se hace nunca, o casi, a no ser que uno tenga mucha suerte y nada que hacer en el momento oportuno, además de un compañero dispuesto a explicar). Él aceptó y fuimos juntos a la sala.

Nos esperaba un hombre bastante agitado, de gestos bruscos y que no paraba de gruñir y dar vueltas a grandes zancadas por la habitación. Markus se presentó, muy formalmente, como el cirujano de guardia, y a mí como su colega internista. Le aclaró al paciente que yo quería aprender tratamientos quirúrgicos básicos, y se dispuso a reunir el material necesario para el procedimiento, mientras me explicaba qué era cada cosa que necesitábamos y por qué.

Mientras le inyectaba el anestésico local alrededor de la herida, le preguntó cómo se la había hecho. Y el hombre se puso a explicarnos, furibundo, cómo se había fraguado una pelea en una boca de metro.

diese scheiß’ Ausländer… – (es decir, “mierda de extranjeros”) – masculló, entre otras lindezas que no considero pertinente transcribir.

Mi compañero y yo nos mirábamos con los ojos como platos. Yo sólo esperaba que el paciente no me hubiera visto la delatora tarjeta identificativa de la bata, más que nada por que el resto de la intervención transcurriera lo más tranquilamente posible. Pero entonces, Markus, supongo que tratando de cortar el rumbo que había tomado la conversación, dijo, en perfecto castellano (aprendido durante un año de Erasmus en Valencia):

– Lo que lamento es que ya le hayamos puesto la anestesia.

Me guiñó un ojo y continuó dándome las instrucciones en mi idioma. Entonces el energúmeno al que estábamos cosiendo la cabeza se calló, y yo habría dicho que se fue encogiendo progresivamente sobre sí mismo. Se quedó muy quieto y silencioso. Después, al salir de la sala, Markus y yo nos reíamos: parecía que el hombre tuviera miedo de que nos pasáramos dándole los puntos.

Reconozco que, en ocasiones, cuando frente a los prejuicios y generalizaciones absurdas, una no sabe cómo sacarse las castañas del fuego, resulta muy reconfortante encontrarse con esta complicidad. Que por fortuna, además, es de lo que más abunda.

Revista Desbandada