Un boleto sencillo trajo a Berlín a este mexicano de ascendencia alemana. ¿Pesan las generaciones que cruzan océanos tanto como la comida, el clima, la gente?
La celebración de La Reforma luterana nos dejó la ciudad abierta. De camino al Café Cinema en Hackescher Markt, se puede sentir que el frío del otoño nos susurra al oído. Motivados por mis viejos hábitos, Diego y yo nos refugiamos en el cuarto de fumadores. Dos mexicanos de distintas ciudades se sientan por primera vez y la naturaleza fluye de ese modo que nos caracteriza, porque así somos.
Aunque nació en la Ciudad de México, Diego Enrique Cabrera Ballín se identifica como queretano, una ciudad que de alguna manera lo trajo hasta donde está y que lleva en el corazón. Si bien describe a la gente como amable, cálida y hospitalaria, reconoce una ligera sensación de resistencia a la apertura ideológica vinculada a ciertos valores religiosos. La apertura de mente era ya un factor de su ambición, un lenguaje poco vislumbrado en nuestra tierra que deja mucho espacio a la idealización de la libertad de pensamiento, esa que creemos está a un océano de distancia.
“Vine en búsqueda de nuevas oportunidades después de tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida: dejar la universidad. Desafortunadamente, soy uno más de la estadística que ha tenido que interrumpir sus estudios por dinero. Estudiaba Comercio y Negocios Internacionales en la Escuela Bancaria y Comercial, pero en el quinto semestre me tuve que salir. Hablé con mi mamá y ya teníamos una deuda importante. Vimos nuestra situación y no había forma. Fui con el de finanzas a pedir que me dieran de baja y me puse a llorar, porque vienes estudiando tanto tiempo como para tener que dejarlo por dinero. Fue horrible”.
¿Por qué decidiste venir a Berlín?
“Tengo dos primas que viven aquí, y como mexicano, venir a una ciudad en la que no tengo el idioma, siempre es bueno tener alguien que te apoye, que te vaya orientando”.
¿Cuál fue tu primera impresión de la ciudad? ¿Habías venido antes?
“No. De hecho tomé una decisión ciegamente. Hice investigación de los apoyos que podía adquirir, ya como alemán, pero muy poco sobre la ciudad y la cultura. Fue una decisión impulsiva, pero con ganas de iniciar nueva vida. Me parece una ciudad con un estilo de vida muy rápido y me llamó la atención el tipo de gente. En México hay mucha pobreza, pero no ves tanta gente loca en las calles, que estén hablando solos, ¡tantas drogas! Y para uno que es de México … Yo nunca había visto tantas drogas hasta que llegué aquí. Eso me sorprendió mucho, que la gente está cada quién en su onda, nadie te critica. Puedes ser realmente quien tú quieras. Si realmente tú no te pones un alto terminas como esta gente que está hablando sola en las calles. La ciudad me gusta, es muy grande y en cada distrito es como una ciudad diferente. No te cansas”.
Dentro del nuevo rumbo que la vida de Diego iba a tomar, su pasado le guardaba un as bajo la manga. Su abuelo huyó de la Alemania Nazi a los 17 años poco antes de que comenzara la guerra. Su bisabuelo, quien combatió en la Primera Guerra Mundial, era un hombre de negocios en Hamburgo y consiguió un documento del gobierno que les permitió viajar a él y a sus dos hijos a los Países Bajos antes de que fuera ocupada por el ejército alemán. El destino los llevaría como punto de partida al puerto de Veracruz. Después cruzaron rumbo a Puebla, donde conoció a su esposa y comenzaron su vida juntos. La herencia alemana fue su boleto de entrada al mar de oportunidades que tanto deseaba.
¿Cómo fue tramitar el pasaporte alemán?
“Fue todo un proceso: me salí de la universidad, tenía tiempo libre y entonces hablé con toda la familia. Esto era algo que muchos habían querido hacer, pero nadie había tenido el tiempo o el dinero. Sólo una prima, que me ayudó muchísimo. Ella ya tenía todos los papeles de evidencia, como las actas de nacimiento de mis abuelos, de mis bisabuelos, esta carta que les permitió salir. Pero de ahí en fuera, todo el proceso burocrático de ir a investigar y checar, nadie lo había hecho. Entonces les dije “¿quién se une?”. Logré convencer a todos. Tomó tres meses tener los documentos de distintas partes de México, legalizarlos, hacer los apostilles, que los tradujeran, hacer los viajes a México. Después fui a la embajada y a esperar. No entendía el sistema alemán, porque si ellos te dicen “te hablamos”, te hablan. Y yo cada mes estaba llamando para preguntar por mis papeles. Ya me estaba haciendo a la idea de quedarme en México a hacer la carrera, pero estaba viendo al menos hacer un viaje, un voluntariado, irme de au pair. Mientras tanto, me puse a trabajar de chofer en Uber para ahorrar. Me acuerdo que un día estaba estacionado esperando un servicio y dije “pues voy a llamar”. Hasta se me quiebra la voz de pensar en ese momento. Les hablé y el de la embajada me dijo “sí, ya están tus papeles”. Yo estaba en el carro gritando con una euforia que nunca en mi vida había sentido. Estuve durante un año y un mes preguntando y que por fin te digan que sí, fue increíble. Fui con mi mamá a abrazarla y me puse a llorar. Creo que nunca había llorado de felicidad. La mejor sensación. Aparte es algo familiar. Deja la nacionalidad alemana, era una cuestión inconclusa. Fue un logro personal y para toda mi familia. Un regalo para todos”.
La nostalgia brota en dos mitades por los ojos de Diego mientras describe lo que sólo él logra sentir cuando recuerda cómo su familia lo empujaba cuando más lo necesitaba. Las palabras suben a pedazos en su garganta y se detienen en vocales que suspiran su historia. El mexicano lleva a su familia a donde vaya, pero la madre no distingue idiomas, culturas, edades ni distancias. La madre es la madre.
“Se llama Gabriela. Hablo con ella todos los domingos”.
¿Es a la que más extrañas de todos?
“Sí. Porque bueno, es mi mamá, ¿sabes? Y yo como soy el pequeño, siempre fui el que estuvo más conectado. Nos unimos más porque mi hermano, el de en medio, se fue un semestre a Argentina y nos quedamos solos. En ese tiempo cambiamos ese switch en el que no le dices las cosas cuando eres adolescente y te da pena. Llegamos a tener ese tipo de confianza. La extraño mucho”.
¿Y México? ¿Extrañas México?
“Hay tres cosas esenciales que yo creo que todo mexicano extraña: la gente, porque aquí la calidez y el tacto son diferentes. No son tan abiertos como los mexicanos; el clima: me gusta el frío, pero no cinco meses y sin sol; y la comida. Sí extraño, pero estoy en otro mundo, viviendo otras experiencias muy enriquecedoras. Luego sí me dan bajones con eso de vivir solo, pero bien. Estoy muy feliz, no me arrepiento de nada”.
¿Te cuesta trabajo lidiar con la soledad?
“Siento que no. De hecho, la Navidad pasada estuvo muy deprimente: mis primas se fueron a México, no tenía dónde vivir y me quedé en casa de una de ellas por un mes. Una lasagna del super y ver That 70’s Show. Esa fue mi Navidad. No tenía amigos y sí me querían dar mis bajones de depresión. Se me hacían nudos en la garganta, pero cuando tomé la decisión de venirme quería hacerlo en octubre, aunque mi familia me dijo que lo hiciera en febrero, ya que hubiera pasado el invierno. Ya me quería ir de México. Pensaba que cuanto más pronto llegara podría aprender alemán y establecerme. Ya tenía la espinita y si me quedaba tenía que empezar de nuevo a ver universidades. Tenía esa hambre de comenzar una nueva experiencia. Boleto sencillo, no tengo boleto de regreso, no me podía regresar”.
¿Y cómo fue encontrar dónde vivir?
“Vivo en una WG, es mi cuarta casa, pero ya por fin tengo contrato por tiempo indefinido. Llegué y no quería molestar a mis primas porque una de ellas estaba embarazada. Las primeras cuatro noches que me quedé en tres hostales diferentes. Llegaba y buscaba las ofertas del día y esas tomaba. Después, el novio de una de mis primas me cedió su cuarto porque él se quedaba con ella. Fue difícil porque vivía con un señor de 70 años que no hablaba inglés y yo no hablaba alemán. Estuve ahí diez días y el mismo novio de mi prima me consiguió con unos amigos mexicanos un cuarto por dos meses. Me fui con ellos y después mi prima se fue a México y me quedé ahí mientras. Luego ya había conseguido un cuarto muy pequeño durante seis meses, pero tuvimos problemas con el arrendatario. Empecé a buscar como loco en Facebook y encontré ese en donde estoy ahora, que era por dos meses, pero había una posibilidad de que se hiciera a largo plazo porque una amiga de ellos se iba a quedar ahí, pero al final no se quedó”.
Precisamente comenzando a vivir solo es que una persona se descubre a sí mismo más, ¿no crees?
“Sí. Si bien yo me identifico como una persona sociable, también sé disfrutar mi soledad. Y con esto regreso a cómo pasé la Navidad. Me daban bajones, pero me agarré los pantalones y me dije: “Diego, te quisiste venir, ¡te aguantas! Sabías que esto iba a pasar”. Fue mi auto terapia. Y aquí en Berlín, como a la gente le das igual, tienes que aprender a ponerte tus límites. De mi primer trabajo me corrieron porque me puse borracho en el turno nocturno y al día siguiente vomité en la entrada. Te descubres a ti mismo, te pones límites, y te das cuenta de cómo resuelves las cosas cuando algo mal está pasando”.
¿Qué cosas han cambiado desde que llegaste?
“Humildad. En México quería vivir en un status que no era el mío. Llegué aquí y me volví más humilde. Vuelves a apreciar lo que tienes, irte haciendo de tus cosas poco a poco. Ya sé cuál es mi realidad y sé hasta dónde puedo por el momento. Otra cosa me pasó cuando recién entré al curso de alemán fue que yo me imaginaba estar rodeado de franceses, rusos y me tocó con puros refugiados que me comenzaron a hablar en árabe por mi color de piel o ¡qué sé yo! Me di cuenta de lo prejuicioso que era, de toda la mierda que veía en México y las cosas que te meten en la cabeza. Por cuestiones culturales tenemos diferencias, pero ya que convives con ellos te das cuenta que somos muy similares, como que son muy familiares, muy abiertos. Sí venía con este estigma de que no son buenas personas y de estar conviviendo con ellos cambió mi perspectiva”.
Las perspectivas de Diego vienen cargadas de cosas que lo identifican: su pasión por el mundo de los negocios, el trabajo, la ambición y el hambre. Por ahora, su camino se mantiene firme, con un rumbo que sigue paso a paso lo que la vida le va ofreciendo. Pasos de gigante. Porque salir de casa, dejarlo todo, aunque no se tenga nada o poco, cuesta. La intangible zona de confort no ha sido razón para abandonar lo que se conoce por aquello que se quiere conocer. Los cambios que muchas veces buscamos los que nacemos en esa bella parte de la existencia brotan de los bordes entre muros y piedras que la geografía partida nos ha dejado. Está cabrón ser mexicano, pero también somos cabrones.
Esta entrevista fue realizada por Arturo Martínez-Rubí para Desbandada.