La conoces. La has visto en el Bürgeramt, en el Finanzamt, en el Ausländerbehörde y en tus peores pesadillas. Tiene el pelo cardado y la mirada vidriosa. Cuando desempolvas tu precario alemán, frunce el ceño. Escucha tus tortuosas palabras, y consciente de que apenas alcanzas a entender lo que estás diciendo, dispara hacia ti un discurso ininterrumpido que no entenderías ni aunque te tatuaran la totalidad del léxico alemán en el culo. Cuando termina, afirmas con la cabeza. Pero luego recuerdas que no has entendido nada y vuelves a preguntar. «Könnten Sie bitte es wiederholen?» (¿Puede repetirlo?). Lo repite, exasperada. Se le entiende aún menos. Te da un formulario y el nombre de una calle, más que como indicación, como misteriosa pista que da inicio a un eterno juego de Cluedo.
Su oficina está llena de pequeñas figuras de Buda, fotos de gatos o imágenes de algún paisaje frondoso, pero esta decoración kitsch esconde una maldad descarnada. Mientras te arroja a la cabeza veinte palabras por segundo en un críptico alemán burocrático, por debajo de la mesa te hace un corte de mangas. Por cada gota de sudor que recorre tu sien, ella gana dos años de vida. Por eso es, en su inmovilidad e imperturbabilidad, eterna. Nació en la Raum 1406 y allí vivirá eternamente, alimentada de almas en pena como la tuya.
La última vez te dio una lista con los papeles necesarios para tu visado, pero ahora dice que te faltan cosas. Su dedo corazón se tensa debajo de la mesa mientras se inventa el nombre de los documentos que te faltan. Te dice que los puedes ir a recoger a la calle Fickdichstrasse pero cuando buscas en Google no aparece nada. Te dejas caer en una acera gris mientras tus papeles caen contigo y se esparcen a tu alrededor. Eres su víctima número 1.849. En los ficheros de su oficina no hay información; es donde apunta los nombres de aquellos que, como tú, un día pensaron que podrían vivir en Alemania. Tiene el nombre de todos ellos tatuado en la espalda, al lado de un tatuaje de Otto von Bismarck y otro con la famosa cita de Bartleby, «preferiría no hacerlo«.