Detalle de «La Liga de las Ratas», de Gustave Doré
La historia que voy a contar es tan antigua como las máscaras. Empieza un día cualquiera, con una silla vieja que tengo que tirar y con una compañera de piso que no quiere tirarla. Me dice que la guarde en el trastero, que nunca se sabe quién puede necesitar una silla vieja. La bajamos juntos. Tras una pequeña puerta de madera, se abre una fila de escalones estrechos que nos lleva al subsuelo. Ella echa a andar, segura de su zigzagueo, y yo sigo sus pasos, no sin mirar alrededor. He visto este túnel en cualquier película de terror. Allí donde la luz naranja de la bombilla no alcanza, oigo a las ratas moverse.
Acomodamos a la silla sobre unas maletas llenas de polvo y ella cierra la puerta. Volvemos sobre nuestros pasos mientras ella me explica que los túneles que andamos están conectados con los de otras viviendas. Que la trama de pasillos y puertas oxidadas nunca termina, me dice: “Si andas lo suficiente, puedes llegar a un barrio distinto”. Miro una última vez el fondo oscuro del pasillo antes de volver a la superficie.
Desde entonces, no paro de pensar en ese segundo callejero que no aparece en los mapas. Una ciudad donde se extiende la soberanía de las ratas, donde la vida urbana lleva el ritmo del polvo, y los habitantes son objetos viejos y olvidados. Desde mi primera visita me quedó claro que uno solo puede explorar este inframundo como un extranjero, perdido en la eterna sucesión de los trasteros numerados.
Creo que lo que mi compañera de piso me dijo es mentira, pero no lo he comprobado. Prefiero imaginar que los túneles recorren toda la ciudad y que uno puede encontrarse con los fantasmas que nunca se han ido. Ayer, en el número 103, una viuda de guerra hablaba con Rudi Dutschke sobre las últimas elecciones. Dos trasteros más allá, Bismarck andaba cabizbajo porque las ratas pensaban sindicarse, movidas por un discurso de Rosa Luxemburgo. Algunas zonas de la ciudad subterránea están desiertas. En otras, grupos de fantasmas hacen corro alrededor de Anita Berber y Federico II de Prusia, que bailan desnudos tras esnifar polvo y cocaína. Los visitantes que bajan a abandonar algún mueble acaban encontrándose con estas escenas, pero nunca se lo mencionan a nadie. Por eso estos túneles son el secreto más conocido de Berlín.
Los verdaderos habitantes de Berlín son las ratas. Ellas saben más sobre la ciudad que cualquier guía turístico. Su casa es el subconsciente, los recuerdos reprimidos, los traumas, los fetiches y los miedos. Las ratas son la policía secreta que rebusca en tu basura, el cirujano que maneja tus entrañas, el museo que conserva tus reliquias. Ellas escuchan en silencio las historias que cuentan los fantasmas y creen que la superficie es solamente una máscara. Por eso, lo saben todo sobre la cara oculta de Berlín.
Ayer me confesaron que debajo de cada sinagoga hay un candelabro y debajo de cada discoteca, una caja de música. Que nuestros sueños son solamente imágenes de sus calles. Que a veces llegan a la superficie cartas en las que el remitente es un número sin dirección, y que las mandan los fantasmas, ávidos de noticias. Preguntan cosas como cuál es el atuendo de moda o quién ha ganado la última guerra.
Yo no sé muy bien qué hacer con esto que me cuentan las ratas, así que lo comparto con el lector para que él también conozca el doble fondo de la capital alemana. Si algún día decide bajar y camina tanto que termina en mi barrio, avíseme. Puede que para entonces yo también viva ahí abajo, cansado de que en la superficie no pare de subir el alquiler. Si visita, le ruego que no informe a las autoridades. Bajarían aquí, tasarían el suelo, y en un par de días habrían desalojado a los nativos polvorientos e instalado varias cadenas de coffee to go. Lo cierto es que Berlín tiene mucho que aprender de la ciudad de las ratas. No lo digo yo, lo dice el fantasma de Käthe Kollwitz a cualquiera que visite su estudio, un trastero diminuto en el antiguo barrio obrero de Prenzlauer Berg.