Síndrome de Ulises #2: Protomédicos sin fronteras

Era la madrugada de un sábado y yo intentaba descansar en la que es mi cama entre cuatro y seis veces al mes. Cada vez que empezaba a rendirme al sueño me sobresaltaba creyendo haber oído el timbre infernal del “busca” que tengo que llevar conmigo hasta cuando voy al baño. Una de esas veces sonó de verdad, y al otro lado del aparato la enfermera me notificó que un “paciente con abdomen agudo” me esperaba en la sala 2 de Urgencias.

Recogí mi arsenal de las guardias (el fonendoscopio, un manual de medicina de urgencias, un vademécum de bolsillo y una tableta de Ritter Sport con avellanas, además del impertinente “busca”), y subí. Me encontré con un chico joven, de unos veinte años, retorciéndose de dolor en la camilla, y junto a él a su padre, su tío y su hermano pequeño.

Apenas hablaban alemán o inglés, y aunque conseguíamos entendernos mínimamente, la conversación se complicó a la hora de preguntar sobre la evolución de los dolores y otros posibles síntomas. Mi hospital no cuenta con un servicio de traducción, a diferencia de otros más grandes, como las clínicas universitarias. El padre, que se vio muy apurado, sacó el móvil, marcó un número y, después de hablar un momento, me lo pasó. El interlocutor me saludó amablemente y me explicó que él haría de intérprete. De modo que yo le hacía las preguntas a él, en alemán, le pasaba el teléfono al quejumbroso chico, que escuchaba la traducción, respondía y me devolvía el teléfono. Una vez aclarados los puntos clave y, ya con los resultados de la analítica en la mano, les expliqué que teníamos que hacer otra prueba, para lo cual había que esperar a mi supervisor (el adjunto de la Urgencia), y así podríamos dilucidar lo que pasaba.

Entonces el padre, muy serio, y con una profunda expresión de tristeza, me cogió de la mano, se disculpó por no saber hablar bien alemán y por lo engorroso que me hubiera podido resultar el hacer la anamnesis con su amigo al teléfono, y me dio las gracias. Me explicó que hacía sólo dos meses que habían llegado de Turquía y me aseguró que estaban tomando clases de alemán.

Yo no pude menos que tratar de tranquilizar al hombre quitándole hierro al asunto y diciéndole que no se preocupara, que el alemán era un idioma difícil y que a mí también me había costado mucho aprenderlo. “Ah, pero… ¿No es usted alemana?”, preguntó él, extrañado (mi aspecto nórdico me obliga, sobre todo cuando aún no me ha dado mucho tiempo a explayarme, a hacer siempre la misma aclaración). “No, soy española”, contesté. Ellos rieron y se mostraron visiblemente relajados al saber que yo conocía de primera mano el esfuerzo que cuesta adaptarse a una nueva cultura y aprender el idioma.

Y he podido constatar con alegría que hay mucha gente consciente de este problema, también en el sector médico. Hace unos años, al poco de haber llegado a Berlín, me pasé por la Facultad de Medicina y me fijé en que en una de las aulas, en la pizarra, había escritas frases en alemán como ejemplos de una entrevista clínica y, al lado, estaban sus traducciones (según deduje) en turco.

Resulta que la Charité (y no sólo; también la Facultad de Medicina de Múnich, de Tübingen y otras) ofrece a sus alumnos clases de idiomas, entre otros árabe y turco. Para estos dos no se requieren conocimientos previos, el precio es módico (65 euros por dieciséis horas de clase), existe la opción de hacer “tándems” con nativos y están enfocados a proporcionar una atención médica básica en estas lenguas, cuyo número de hablantes crece cada día en el país germano. Por lo que he comprobado, además, las plazas en los próximos cursos de árabe están agotadas (a diferencia de las de los demás), de modo que se puede concluir que están siendo todo un éxito.

En una situación como la actual, en la que asistimos a una creciente proliferación de conductas xenófobas, donde a diario se escuchan noticias que ponen de manifiesto el odio, rechazo y falta de respeto y solidaridad reinantes, resulta esperanzador encontrarse con ejemplos del fenómeno contrario: estudiantes e instituciones como la Universidad que han decidido ir más allá de la mera tolerancia y persiguen la inclusión, cuestión que cobra, a mi modo de ver, especial importancia en una situación de tal vulnerabilidad como es la enfermedad.

(Por cierto y para quien se haya quedado con el alma en vilo, el protagonista de la historia del principio tenía piedras en el riñón y se le pasaron los males con analgésicos, de modo que a la mañana siguiente pudo marcharse a casa)

Revista Desbandada