Mi primer año en Berlín, el Erasmus, transcurrió en contra de todos mis propósitos en habla hispana, concretamente importada del cono sur latinoamericano. Vocablos tales como “pendejo” o “mijo/a” y expresiones del tipo: “¡flor de viva es la mina!”, “¡dejáte de boludear, no me queda un mango vó…!”, etc., fueron sustituyendo a sus correspondientes, propios del español de la Península. Asimismo costumbres como la del mate té exiliaron al café al fondo del armario de la cocina. Mi amigo uruguayo Gustavo y yo tomábamos el mate entre largas charlas. Aún no conocíamos a nadie. Las clases en la universidad acababan de comenzar y, aparte de algún que otro estudiante Erasmus con el que habíamos coincidido realizando el pertinente papeleo burocrático, apenas habíamos intercambiado palabra con persona alguna. Un día a Gustavo se le ocurrió llevarse la yerba a la universidad con todo el equipo que se requiere para tomarla. Una vez allí nos metimos en uno de esos cafés independientes, regentados por asociaciones estudiantiles. Al cabo de media hora, el cómo hacer amigos había dejado de ser un problema:
– Hola, ¿cómo están? No me digás que es eso yerba mate lo que tomás! ¿Sos argentino?
– No, él es uruguayo y yo española. ¿Dónde aprendiste el idioma? – estúpida pregunta la mía. Desde luego que en Valladolid, no.
Y, como si en vez de hablar español, estuviera tocando la del Flautista de Hamelín, de forma prodigiosa nuestra mesa se fue ocupando. Desde los amigos para la cooperación al desarrollo nicaraguense, hasta los solidarios con el pueblo de Chiapas y con las Madres de Mayo, pasando por el club de fans del Che Guevara. Alguno había que fue enviado al otro continente a través de un programa de desintoxicación. Todos parecían estar copados con lo y los latinos. También con lo y los españoles. ¡Ah, Gaudí, La Alhambra, Santiago de Compostela, El Prado…! (lo de Mallorca queda para otros sectores fuera del ámbito universitario).
Al contrario que Gustavo, que la tenía para la Humboldt, mi beca estaba concedida para estudiar en la Freie Universität Berlin, la que perteneciera a la RFA. Como estudiante, en este caso, de Ciencias Políticas, uno podía escoger “libremente” sus seminarios en el Instituto Latinoamericano, en el Otto Suhr y/o en el John F. Kennedy. No sé por qué al primero no le colocaron representante. En fin, descontando el curso de alemán que se nos incluía dentro del programa, el resto de los créditos que me faltaban para obtener la constatación de licenciada los conseguí para mi asombro y fortuna en dicho Instituto Latinoamericano. Digo lo de mi asombro y fortuna porque las clases, seminarios de debate teórico reducidos a grupos de cinco a quince personas, se llevaron a cabo en español. Partiendo del temario, y mezclándose profesor y alumnado procedentes de latinoamérica con profesor y alumnado de origen alemán (pero con un alto nivel de la lengua que nos concierne), mis problemas se esfumaron. ¡Quién me iba a decir a mí que me esperaba una universidad à la carte!
De este modo logré salvar una parte de mi objetivo con éxito, en pos de sacrificar la otra, es decir, el aprendizaje del alemán.
Compartir piso con Gustavo, tener una vecindad que se reducía a un par de familias pertenecientes al gueto turco y caer en la desgracia del señor y de la señora Hebeler, cuyos dos perros eran los únicos que se dignaban a saludarnos en los encuentros ocasionales de escalera, tampoco ayudó mucho en este sentido. Y si a ello le uno las amistades españolas e italianas resultantes del curso de alemán, los del club de fans del Che Guevara y otras muchas personas que conocimos adeptas a la filosofía del continuo aprendizaje, la cosa queda clara. El fenómeno del vampiro no nació precisamente en tierras del sur. Nosotros, gracias a ese relajo que nos caracteriza y con el que nos tomamos la vida, le dimos la bienvenida al Conde Drácula mientras éste nos extraía la sangre en letras muy placenteramente.
Como bien se sabe los comienzos no resultan fáciles, pero siempre terminan quedando atrás. Muchos de los contras se van superando y yo, personalmente, he aprendido a incrementar el uso en mi discurso de conjunciones subordinadas tales como el “pero”, el “mas”, el “aunque” y el “sin embargo”, aquellas que un día se recitaron de memoria en la clase de lengua.