Todos pensábamos que las calles que rodean Hackescher Markt eran una sucesión de tiendas demasiado caras para nuestros bolsillos, y todos hemos pasado por los Höfe, unos patios interconectados llenos de tiendas en las que el producto más barato equivale a lo que ganamos en un año. Y después de volvernos al barrio, donde los cafés cuestan menos de dos euros, el típico amigo nos ha dicho que justo por esa zona, en apariencia tan comercial, hay un callejón lleno de arte urbano donde la gentrificación aún no ha llegado. “Cuando pasas el Café Cinema, a la izquierda”.
Cuando uno visita por primera vez ese pequeño callejón, que algunos conocen como ‘Dead Chicken Alley’ pero cuyo nombre real es Haus Schwarzenberg, se adentra en una calle repleta de graffitis que trae a la memoria las mejores imágenes de los conflictivos años ochenta. Si da la casualidad de que uno llega ahí un martes lluvioso de otoño, entre tranvías atestados de gente y viandantes que caminan con prisa bajo sus paraguas, se encontrará el callejón vacío y se deleitará en la idea de que poca gente conoce ese lugar. En la soledad del paseante, uno podrá incluso delirar con la peligrosidad de un rincón tan graffiteado como ese, y cruzar el pequeño túnel bajo un tétrico foco verde como quien profana una antigua ruina encantada.
Vuelva un sábado con algo de buen tiempo y verá que sobre la ruina ha aparecido un safari bajo la forma de turistas que, con la fugacidad del Jeep y la misma equipación fotográfica, cruzan el callejón raudos para hacerse tres selfies con el arte urbano y llevarse capturado en su smartphone el ‘underground’ berlinés. Desde hace unos años, un graffiti de gran tamaño sonríe a los turistas: es un chimpancé, que sujeta con ambas manos un iPhone y una cámara de fotos, en una evidente sátira de aquellos que, irónicamente, acuden sin falta a echar fotos a un chimpancé que no es sino su propio retrato.
Pero las selfies no son el problema. Los artistas y los trabajadores que liberaron ese pequeño callejón de la especulación inmobiliaria, y que han conseguido mantener, en pleno centro, un espacio de experimentación artística y de memoria histórica, merecen toda la difusión que les llegue, bajo la forma de selfies o de reseñas en Trip Advisor. Los escultores tecnofuturistas del Monster Kabinett, la tienda de ilustración y novela gráfica que hay subiendo la escalera, el museo Otto Weidt, y el resto de oficinas, bares y tiendas de Haus Schwarzenberg son un pulso a las fuerzas económicas que han hecho de la zona de Hackescher Markt un espacio hostil, donde quien no tenga dinero para comprar en Tommy Hilfiger solo puede pasear mirando escaparates.
Algunas de las visitas que llegan al callejón vienen con un guía o un colega que les explica su historia, y el turista, además de con un par de fotos, vuelve a casa sabiendo que Haus Schwarzenberg es fruto de la lucha de una asociación sin ánimo de lucro contra el interés de un inversor privado. Les cuentan que cuando Alemania se reunificó tras la caída del muro, este antiguo callejón, olvidado en el Berlín comunista, fue alquilado por un grupo de artistas. Mientras restauraban el edificio, rescataron del olvido la historia de uno de sus locales, el “taller de escobas y cepillos para personas sordas y ciegas” de Otto Weidt, quien se jugó la vida escondiendo de las autoridades a sus empleados de origen judío.
Poco después aparecieron los propietarios originales del edificio, que dejaron en manos del ayuntamiento la venta del complejo, momento en el que apareció un inversor privado babeando por conseguir un espacio en pleno centro de Berlín para amasar beneficios a costa del trabajo ajeno. Pero gracias a la presión de la comunidad y a la presencia de organizaciones sin ánimo de lucro, Haus Schwarzenberg no se convirtió en otro espacio comercial más para los turistas que nadan en dinero, sino que siguió siendo un espacio organizado por la comunidad local y que con la ayuda del ayuntamiento mantiene los precios del alquiler bajos, haciendo posible un espacio de cooperación y ayuda mutua entre las asociaciones y negocios que conviven en el edificio.
Las selfies no son el problema, el problema es olvidar de dónde viene un espacio como Haus Schwarzenberg y lo que significa su existencia. El problema es visitar el callejón después de visitar el Starbucks (porque Starbucks, si pudiera, habría comprado todo el callejón y habría mandado a los negocios locales a la quiebra). El problema es recolectar estéticas underground como si fueran compatibles con el consumo desenfrenado en grandes multinacionales, esos mismos negocios que han hecho que el centro de todas las capitales tenga el mismo aspecto. Y el problema, por último, es asumir que Haus Schwarzenberg deba ser un pequeño y reducido espacio que visitar durante cinco minutos en la ciudad, para luego volver a unas calles repletas de franquicias millonarias con sus correspondientes infrasueldos.
O uno apoya que las fuerzas que gobiernan ese callejón (el asociacionismo, la ayuda mutua, la regulación contra un urbanismo desenfrenado) se extiendan por el resto de la ciudad disolviendo relaciones de producción desiguales, o la selfie que se lleve decorará con vergüenza la lista de turistas que contribuyeron a hacer de Berlín una ciudad más inhóspita para los vecinos que la viven.