Los triunfadores fallidos

Artículo de opinión de Luis Miguel Fernández López

La cultura es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir.

Milan Kundera

Fue quizá a principios de la hoy recordada por mi generación como muy feliz década de los 90, cuando oí por vez primera, probablemente en algún film sobre adolescentes descerebrados yanquis, los epítetos de «perdedor» y «ganador». Debo reconocer que entonces me costó mucho entender a qué se referían exactamente estas palabras en el contexto en el que eran utilizadas, dado que «perdedor» se utilizaba sobre todo como insulto, y «ganador» como halago. Yo, ingenuo de mí, entendía estas dos palabras siempre en relación al juego, al deporte o a la competición, y como una mera descripción objetiva del resultado final de los protagonistas de un lance lúdico o deportivo. Y es que en nuestro entorno europeo, por aquel entonces aún no del todo colonizado culturalmente por imperios de allende el Atlántico, la vida se interpretaba y conducía, afortunadamente, de otra forma, y no entendíamos la existencia como una mera competición entre seres humanos. No necesitábamos demostrar a nadie que éramos los elegidos del dios de Juan Calvino ganando mucho dinero de cualquier forma o manera, sin respetar la más mínima ética. Sin embargo, desde mi alegre y despreocupada juventud, todo ha cambiado radicalmente. Y miramos el mundo desde otra perspectiva, que ya no es la nuestra, porque nos han robado la perspectiva propia y la forma de ver e interpretar la vida, dejándonos huérfanos de certidumbres y de asideros intelectuales para poder transformar la realidad.

Cada sociedad y cada momento histórico tienen una cultura hegemónica que posee voluntad de permanencia y que por tanto intenta trascender su propio tiempo y ser también adoptada por las siguientes generaciones. Estos valores culturales, entendidos como el modo de pensar y de vivir pero también como los valores éticos imperantes, han sido tradicionalmente transmitidos mediante los productos resultantes de la creación cultural. Y estos valores son por lo general, no nos engañemos, los mismos de la élite, que al fin y al cabo es quien tiene el poder y la capacidad de difundirlos o imponerlos mediante el dominio del ámbito de la creación de productos culturales. Esto es así porque la élite ha sido siempre quien históricamente ha podido disfrutar del excedente económico que permite disponer del tiempo necesario para la reflexión y la introspección que son condición indispensable para la creación de todo aquello que llamamos cultura.

En esta jungla llena de ruido llamada sociedad posmoderna pareciera sin embargo que por primera vez en la historia se ha roto el monopolio de la producción cultural, puesto que el bienestar imperante en nuestras sociedades y los avances tecnológicos facilitan a todos los seres humanos la libre, fácil y poco costosa difusión de nuestros pensamientos, reflexiones y creaciones. Pero nada más lejos de la realidad.

No solo las ideas de la élite y sus valores éticos, o más bien la falta de ellos, se siguen reproduciendo de forma incluso más efectiva que antes de la invención de internet, sino que además se observa una muy preocupante falta de transmisión cultural a nivel local y por tanto una uniformización de los modos de pensar y de vivir en todo el mundo y sobre todo en Occidente. Nuestras élites locales también se han rendido, sin presentar siquiera batalla, a los nuevos colonizadores, o quizá está Europa tan muerta espiritualmente que es incapaz de producir la más mínima idea, de innovar, de crear productos culturales propios. La actual evolución de nuestras sociedades está acabando con la diversidad cultural en la que hemos crecido la mayor parte de nosotros, en la que no ya cada país, sino cada pequeña región y ciudad tenían una identidad cultural propia. Pero es que además este estado de cosas nos está impidiendo ver e interpretar la realidad que nos rodea de forma correcta, y por tanto, hallar soluciones adecuadas a los problemas que nos acucian. Y es que la sociedad europea poco o nada tiene que ver con la norteamericana y nuestra vida y nuestros problemas no son los que vemos reproducidos en los numerosos productos culturales yanquis a los que nos vemos expuestos continuamente, ya sea en forma de literatura, ensayos, películas, series o música. Y lo que es más preocupante, este proceso de colonización también se está dando en el ámbito académico, sobre todo en el de las humanidades, y como consecuencia, está afectando también a la política, tanto a izquierda como a derecha. Por un lado, las extremas derechas y los conservadores europeos introducen temas en sus agendas políticas, como el uso de armas de fuego por parte de la población civil, que nada tienen que ver con la tradición propia de nuestras sociedades, pero ni siquiera con las mezquinas y viles tradiciones políticas del fascismo europeo. Por otro lado, las izquierdas adoptan cada vez más las posturas antisocialistas y antimarxistas de la mal llamada „izquierda“ yanqui, reduciendo sus demandas políticas y sociales a la defensa de los derechos de las minorías, cuanto más minúsculas mejor, así como a la promoción de la idea de diversidad en en el seno de nuestras sociedades. Ideales estos sin duda muy nobles, pero que han sido secuestrados con gran facilidad por el capitalismo para atomizar la sociedad en pequeños grupos de interés y eliminar el concepto de solidaridad, y de esta forma poder seguir aplicando las políticas neoliberales más salvajes y extendiendo las ideas del individualismo, el egoísmo y el egocentrismo más crudos por otras vías.

Y como consecuencia de todo esto, tenemos una población confundida, desnortada, buscando desesperadamente algo sólido en lo que apoyarse. Algo que les ayude a intentar solucionar los problemas a los que el capitalismo salvaje neoliberal avoca a la humanidad. Una ciudadanía a la que se intenta convencer de que si tiene unas condiciones de vida míseras, mucho peores que las de la generación anterior, es porque no se merecen nada mejor, porque no son unos «triunfadores». El deterioro de la asistencia sanitaria, de la educación, de las infraestructuras y de los servicios públicos y la imposibilidad de poder acceder a una vivienda son explicados como desgracias, procesos naturales o fenómenos inexplicables, cuando las razones para ello están en el propio corazón del sistema económico. Y la falta de respuestas y de soluciones, porque la élite tampoco puede ya interpretar la realidad de forma adecuada o porque le conviene este estado de cosas, causa mucha frustración y mucho desánimo en unos individuos que no ven el momento de alcanzar el Olimpo capitalista, a pesar de no parar de tener ideas brillantes que sin duda alguna les debería convertir en ricos, según el credo neoliberal. De esta forma las democracias liberales occidentales están inmersas cada vez más en una crisis de representatividad y de legitimidad que como consecuencia ha conseguido ya abrir las puertas en nuestras sociedades a la antipolítica y a su gemela la extrema derecha. Así que esperemos que algún día los frustrados «triunfadores» sean capaces de volver a tomar conciencia de lo que fueron, son y serán, y se unan, para que por fin se cumpla la sentencia bíblica y los últimos, sean los primeros.


Luis Miguel Fernández López. Nacido a orillas del Pisuerga en el ya lejano año de 1976, es profesor de Historia y Lengua Española en un instituto de educación secundaria en Berlín. Apasionado de las artes, las letras y la política, escribe sesudos artículos de esta última disciplina cuando tiene ocasión.

luis Miguel Fernández López

Nacido a orillas del Pisuerga en el ya lejano año de 1976, es profesor de Historia y Lengua Española en un instituto de educación secundaria en Berlín. Apasionado de las artes, las letras y la política, escribe sesudos artículos de esta última disciplina cuando tiene ocasión.

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