Un aliento humeante y melancólico en la atmósfera

Un relato de Sebastián Trujillo

Esperando el último tren de la noche, bajo la luminosidad de una lámpara de neón flotando en el aire, Miranda bebió güisqui. Entonces, arrugando los gestos y fascinada, contó a su marido acerca de un sacerdote que soñaba clonar a alguien. Él extendió las manos al cielo y observó cómo iban empapándose en la lluvia. Consideró la imagen cargada de una belleza sublime. Luego meditó sobre la conducta de ambos en la Tierra. Advirtió a su mujer que el sueño parecía exagerado, roto, porque bastaba examinar alrededor para darse cuenta de que, según transcurre el tiempo, la suma total de cosas conserva el aspecto de una angustiante clonación grisácea. Tras cada palabra exhaló un aliento humeante y melancólico en la atmosfera.

Espesa, similar a una cortina, la neblina empezaba a ocultar la estación. Levitaba el tren en el camino. Por las escaleras, conduciendo al exterior, descendió la sombra de unas pisadas. Pero en un callejón se esfumó. Abordaron el vagón y a gran velocidad cruzaron el horizonte. Hasta llegar a casa. Aquel día una tripulación de turistas había llegado a la luna a sacarse fotografías. Aparecían junto a los remanentes de la bandera izada por los astronautas del Apolo 11. Era 2069.  Y el marido de Miranda guardaba la impresión de que a la humanidad le habían liquidado el Ser. En algún sitio, decía alcoholizado, una máquina enorme había arruinado el alma. Frente a un espejito estriado tomó una pausa de dos minutos en la oficina. Se reventó una espinilla del rostro y utilizando una servilleta removió la grasa de las uñas. Los sesenta segundos restantes los empleó para revisar en el lente de sus gafas noticias del caso que investigaba: la muerte sin rastro, en el callejón, de tres artistas del varieté.

Revuelta, entre sus documentos, una nota escrita a lápiz: solo usted puede disipar el misterio. Vomitó una laguna de sangre. La ventana eléctrica proyectó en sus cristales un mar falso, sedante. El detective solía andar con el envoltorio vacío de una guitarra. Como recuerdo de una época pura. En el firmamento las nubes dibujaban al bufón del naipe, cerca de la luna llena. Salió del despacho y, metiéndose en el ascensor exprés, bajó los veintiocho pisos del edificio casi con la prontitud de un rayo. El crepúsculo manchaba de negro la arquitectura. En la calle tropezó con un perro de metal que recibía amor de un vejete tatuado. Los informes anunciaban de un tipo que solía vagar hasta el amanecer. Pero de sospecha nada más el rumor. Solo merodeaba por el bulevar en busca de una estrella para cantarle.

El detective encendió un dron.  Y el aparato se elevó encima de la cabeza del cantante de las estrellas, que había entrado al callejón al ritmo de su melodía. En las gafas la transmisión mostraba una sombra asumiendo colores. Superior a la magia mutó en el personaje de una pintura surrealista. El cantante fue estirándose tanto que parecía una goma de mascar. Por una hendidura de su cuerpo escapó un resplandor. Y en los lentes del detective se interrumpió la película.  Dejando la imagen que quedaba cuando en el siglo anterior un televisor perdía la señal: puntos negros y blancos crujiendo como masa frita en una sartén. El sospechoso, de rodillas, cayó en el asfalto polvoriento. Con las pupilas inundadas de lágrimas corrió a abrazarlo. En vano le asistió. Desenfundó el revólver. Las balas, estridentes, rebotaban contra la basura y la pared.

¡Hombre solitario! pronunció el personaje, cuya voz era el estruendo de una guitarra. Únicamente los auténticos poseedores de alma ascienden. Tus grietas filtraron destellos de lo que testifico. El detective sintió las cenizas ardientes de su infancia avivando el gran incendio azul de sus vísceras. Ahora, revelado el misterio, date vuelta y narra lo visto. Aún no muere lo divino. Hondo, en lo artificial, enterrado permanece. A través de una puerta en el cielo el personaje traspasó. Y tendido en la superficie, con el cráneo al revés, yacía el detective. Una lluvia de pintura rociaba el suelo. Se incorporó y, mojado de colores, observó el ambiente. El dron volvió a transmitir. Entonces una visión de la ciudad. Un plano alejándose. Él examinó las imágenes en el cristal rajado. Y mientras suspiraba las ideas lo encorvaban de migraña. Sin artistas la ciudad parecía el infierno. Microscópica. Y para siempre carente de algo verdadero.


Sebastián Trujillo

Sebastián Trujillo Sanclemente es comunicador social y periodista con énfasis en prensa, egresado de la Universidad Sergio Arboleda, Colombia. Nació en Barranquilla. Trabajó en seguimiento.co, periódico virtual de Santa Marta, Colombia. Después de su estancia en Berlín, vuelve a vivir en Cartagena, Colombia, desde donde continúa su colaboración con la revista Desbandada. Tiene unos 27 años.

Imagen de portada: @ Irina Iriser Unsplash

Revista Desbandada

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