Rhein in Flammen

Un cuento de Marina Macome.

Victoria dice que tenemos que hacerlo sí o sí. Que siente que le reventó un folículo y que mis espermas, según el médico “algo vagos”, tienen apenas doce horas para fecundarlo. Luego de lagrimear ante la idea de concebir bajo aquel cielo iluminado, me besa la oreja y dispara guarangadas. Le recuerdo que su madre duerme en el living, que tenemos alerta naranja por la ola de calor, que hace días que estamos sin luz ni agua, que ya pasé los cuarenta y que anoche, después de subir los nueve pisos cargando dos bolsas de hielo, tuve taquicardia, pero lo mismo me cabalga. De fondo, los ladridos de nuestra caniche ante cada nueva oleada de fuegos artificiales. 

Me parece que pasa un siglo hasta que me escupe con la violencia de una planta carnívora sobre la cama. Me gustaría que me abrace, sentir nuestros corazones latiendo sincronizados, pero a la cuenta de uno, dos, tres, levanta las piernas y me ordena que las ataje. Es  tal el envión que el póster que cuelga sobre el respaldo tambalea. Hago equilibrio en nuestro colchón vencido intentando mantener sus tobillos bien en alto. Ella no quita la vista del reloj. Recién cuando se cumplen los cinco minutos baja las piernas y se hace un bollo en su lado de la cama. Enseguida ronca. Me levanto sigiloso y salgo al balcón con la esperanza de encontrar a mi vecino Werner para hablar de bueyes perdidos mientras el humo de su cigarrillo avanza sobre nuestra dama de noche hasta doblegarla.
 “¿Werner?” lo llamo golpeando mis manos. 

Por segundo día consecutivo no hay rastros de mi vecino. Aguardo en la oscuridad. El viento arrulla las hojas secas de su balcón como en un pueblo fantasma. 
“¿Werner?” insisto pero el único signo de vida son los ojos de Teo, su gato. Mantenemos un fugaz cruce de miradas hasta que irrumpe otro petardo y Teo se escabulle. Llora el bebé del piso de abajo. Ladra nuestra caniche, desaforada.

“¡Chita, Helga!, ¡chita carajo!”, le ordeno una y otra vez pero ya es tarde. Lo sé por el repentino abrir y cerrar de armarios y el entrechocar de objetos metálicos proveniente de nuestra cocina. Al cabo de unos minutos aparece Victoria con un plato repleto de comida. 

“Si no salís a comprar más bolsas de hielo vamos a tener que consumir todo entre hoy y mañana”, afirma con la boca llena de mayonesa de ave y me extiende un tenedor cargado. Paso. A pesar del olor a podrido que llega de a ráfagas del balcón vecino, engulle como si se acabara el mundo.

“¿No te parece que deberíamos llamar a Werner para ver si está bien?”, pregunto. 
“Llamalo”, me dice levantando los hombros, desentendida.

Le digo que lo haría pero que mi celular quedó sin batería desde que su madre me lo pidió “dos minutitos” prestado. 

“Este es sólo para emergencias”, sentencia en cuanto atino a manotear el suyo. Le recuerdo que nuestro vecino es diabético, que no tiene familia y que hace días que no da señales de vida. 

“Me queda apenas una rayita y no pienso gastarla en ese viejo borracho”, asegura (siempre con la boca llena de mayonesa de ave).“¡Por qué no hacés algo más productivo y te ocupás de mamá que a sus ochenta y cuatro años tiene que soportar estas temperaturas demenciales!” 

No parecía muy afectada una hora atrás, despaturrada sobre el sillón,  comiendo uvas mientras le sacaba el cuero, con mi celular, a alguna de sus “amigas del alma”. Estoy a punto de echárselo en cara pero una vez más, callo. La escucho hablar de la indemnización millonaria que deberá desembolsar nuestra compañía de luz en el caso de que a su santa madre le pase algo hasta que el canto más dulce logra lo imposible y la voz de pito de Victoria queda en un enésimo plano. Es la vecina de abajo intentando calmar a su beba. Sonrío dejándome llevar por la melodía mientras pienso en la sonrisa de esa mujer, tan dulce que cada vez que coincidimos en el ascensor siento que me desarmo.
 “¡Voy a enloquecer si esa nena no se calla!”, advierte Victoria en un tono tan deliberadamente alto que enseguida se asoma nuestra vecina y nos explica que su hija vuela de fiebre y que debería llevarla a una guardia pero que le es imposible bajar ocho pisos a oscuras con la beba en brazos.

“Una pena no poder ayudarte”, se excusa Victoria en cuanto nos pide una linterna prestada. 
“¡Tenemos dos luces de emergencia y tres linternas!”, enumero por lo bajo. 
“Haberlo pensado antes”, retruca mi mujer y, con un cinismo aberrante, me recuerda la fábula de la cigarra y la hormiga. Arremetería de nuevo con los ochenta y cuatro años de su madre si no fuera que al llanto de mi vecina se suman desesperados ruegos e hipos asmáticos. Me parte a tal extremo el corazón que al segundo me descubro con medio cuerpo fuera del balcón: “Tranquila, ahora bajo y te doy una mano”.
Victoria me alumbra la cara con su linterna mientras revuelvo el armario. “¿Qué hacés? ¿Te volviste loco?”  

Me visto sin decir una palabra.

“Si cruzás esa puerta vas a lamentarlo”, amenaza. “Y pensá en buscarte otro trabajo porque cuando Adolfo se entere de esto te raja de una patada”. 
Subo el cierre de mi pantalón, dejando en claro que me tiene sin cuidado lo que vaya a hacer su hermano. Tampoco me importa que sus gritos hayan despertado a mi suegra, que renguea hacía mí apuntándome con una suerte de faro.

“¡Vos no te vas a ningún lado!”, intenta frenarme tirándome de la remera. Resisto. Me quedo prácticamente sin aire hasta que por fin una de las costuras cede y logro zafarme. Ya no hay nada que me detenga, ni siquiera el desmayo que finge mi suegra después de jurar ver todo nublado. Correría escaleras abajo, al rescate de mi doncella, si no fuera por Werner.


Golpeo la puerta de mi vecino como si quisiera tirarla abajo. Nada… Revuelvo el potus en busca del juego de llaves que usé la vez que estuvo internado y  me hice cargo de su gato.

 Abro. El olor es tan nauseabundo que permanezco vacilando en la puerta. Me cubro la nariz con la remera y avanzo entre arcadas. Alumbro el living, la cocina, el baño.

Al entrar al dormitorio, se me aflojan las piernas.

“¡Werner!” exclamo al verlo tendido sobre la cama. Tengo la sensación de que el hedor ya me quema la nariz, pero de todas formas me acerco a paso de astronauta.

Luego de unos intentos infructuosos por cruzarle las manos sobre el pecho, lo cubro con una sábana. Estoy a punto de persignarme cuando un tintineo me sobresalta. “¡Teo!” 
Aguardo de rodillas en la oscuridad a que el animal entre en confianza. Por fin se me arrima. “Buen chico”, digo sin dejar de acariciarlo. Está tan flaco que cuando intento levantarlo me quedo con su collar en la mano. Aunque siento pena por el pobre gato, lanzo una carcajada al descubrir, junto a su cascabel, las llaves de la combi de Werner. 
“Si sos tan buen tipo como creo, la combi va a ser tuya el día que yo estire la pata”, me dijo unas semanas atrás, durante una de nuestras charlas de balcón.



Tras varias cuadras de empedrado, la beba se duerme en los brazos de su madre.

“Va a estar todo bien”, intento tranquilizar a mi vecina, tan tensa que no apoya la espalda contra el respaldo desde que salimos de casa. Teo, en cambio, hace rato que está hecho un bollo en el asiento del acompañante.

“Va a estar todo bien”, insisto. Sus enormes ojos negros mirándome a través del espejo retrovisor; la melena embarullada por el viento, interponiéndose cada tanto. Aunque deseo que el momento dure por siempre, vuelvo la vista hacia delante y acelero como si fuera a perforar  la  luna perfecta que nos acompaña todo el camino hasta la guardia.

El don de la vida

Marina Macome nació el 21 de julio de 1975 en la ciudad de Buenos Aires. Es licenciada en Ciencias Políticas. Colaboró con el diario La Nación y publicó en The Independent, El Mercurio, El País (Uruguay), y Página/12, entre otros. Es autora de la novela Los Enredos de la Señorita Pacman (2008 ) y La Reina del hielo seco (2015).  Su relato «Cubo de Rubik», participó en la Antología Verso Reverso (2011). Para marzo del 2021 está prevista la publicación de su tercera novela: Dicen que ves las estrellas.

Imagen de portada: El don de la vida del artista plástico argentino Julio Fierro.

Revista Desbandada

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