Éxtasis, catarsis y embriaguez

Max Arrayán

Definir Berlín es difícil. A diferencia de los folletos de otras capitales europeas, las atracciones dan la impresión de resistirse al marketing turístico. La entretención nocturna se perfila con proporciones similares a los parques temáticos Disney, pero una vez en la fila de los clubes, la diversión está sospechosamente sustraída y los gritos de euforia se enmudecen con intermitentes chirridos de ansiedad. La escandalosa admiración que provocan las condiciones laborales, una especie de El Dorado del proletariado, se evapora en pesadas nubes de frustración, a medida que los documentos requeridos abundan en ininteligibles palabras sobre las doce letras y los trabajos en negro prometen una estabilidad temporal.

©Alejandro Ramos Corral

    Pareciera que Berlín es la arquetípica ciudad fantasma de las caricaturas animadas que con engaños y falsas promesas atrae una tropa de ingenuos personajes. Pero esto no es verdad. Berlín no es engaño, es una ciudad de feroz sinceridad.

    A pocos metros de la Puerta de Brandeburgo se encuentra el búnker subterráneo. Un estacionamiento de tierra anónimo, coronado por un complejo de edificios con pocas plantas y, probablemente, sin elevador. Si no fuera por un escueto cartel sin traducción, el lugar carecería de importancia. El ocultamiento es evidente, sea por vergüenza, sea para evitar demostraciones incómodas, sea por razones que no comprendemos y que no nos incumben.

    Este acotado espacio de metros cuadrados, que al parecer perteneció al búnker, representa una miniatura, un bonsái de Berlín. Entremezclándose sin nunca llegar a diluirse en la otra, sentimos una contradicción histórica viva y abstracta, un correo de secretos ajenos que nos incitan a la imaginación suplementaria, y una postal lo suficientemente cotidiana como para frenar cualquier mecanismo de mistificación.

©Alejandro Ramos Corral

    Los primeros días en la ciudad los pasé en el piso de una amiga danesa. En el transcurso de conversaciones que oscilaban entre lo expositivo y lo biográfico, me confesó que hace un tiempo tuvo un altercado con una persona en la plaza que se encuentra al otro lado de la calle. En Latinoamérica, altercado es un eufemismo. Recorre una variedad de situaciones que van desde una mirada desafiante y un encontrón de hombros hasta pugnas en las cortes y, para temor de varios, exabruptos en la prensa. Con la característica delicadeza y educación nórdica deslizó la palabra incitándome a interpretarla, mi primera tarea de traducción cultural, que aún me parece extraña. La persona en cuestión, es un alemán adulto que ha vivido los últimos años de su vida en un perímetro que comprende la plaza y unas pocas esquinas aledañas. Como Shrek en su pantano, ha elaborado una compleja reglamentación imaginaria y se ha electo como único garante de su cumplimiento.

    Berlín es un pantano. Si permaneces un tiempo prolongado sobre un estado anímico, un pensamiento circular o un trazo mal iluminado; te hundes.

    Sin negar el desplazamiento horizontal que nuestra percepción biológica y política nos induce, hundirse entraña un movimiento de orden vertical. Invoca los astros y nos introduce en ese intersticio que media entre la superficie y los sedimentos acumulados. Mientras escribo estas oraciones, el material de mis impresiones trepa por mi vientre como una sustancia viscosa, obligándome a contemplar la ensombrecida claridad que los matices suelen estampar sobre un pantano. Me oprime el pecho sin nunca terminar de ahogarme.

    Arribar en calidad de inmigrante a la actual capital germánica se asemeja menos al ogro bonachón que a los seres mágicos que una noche invadieron su morada. Criaturas extranjeras, histriónicas y taradas. Despistadas sobre un terreno confuso y sumamente excitadas por haber escapado de libros tradicionales con interpretaciones inequívocamente conservadoras.

    Porque Berlín, con su obsesiva propaganda de la decadencia y sus ráfagas de arcoíris, es un lugar que derrocha magia. La vestimenta coquetea deliberadamente con la pretensión de un disfraz único, y es alrededor de esta sutil frontera en donde la protesta adquiere una forma política frente a nuestras convicciones estéticas y morales. Las drogas son un hechizo con precio y apellido que nos empujan cálidamente hacia el abismo, un abismo probablemente menos profundo y terroríficamente más transparente de lo que creíamos. 

    Todos los pensadores de nuestra civilización se han esforzado empecinadamente por definir una y otra vez los límites entre la dimensión humana y no humana. La magia de Berlín reside en esta última. Respira en la basura, en los árboles, entre las ruinas de concreto, bajo la estela de campanadas. Está al alcance de todos y no le pertenece a ninguno. Es una magia democratizada. El truco pierde el monopolio de unos pocos, se relativiza y al relativizarse se transforma en una decisión de consumo.

    En el continente que antaño fue nombrado en variadas lenguas, posteriormente se bautizó como el Nuevo Mundo, luego lo constituyeron fríamente en el Tercero y actualmente se encuentra gobernado por informes que comienzan con el prefijo sub; los países son un gran pueblo de capitales cabezonas cercadas de villorrios raquíticos, como alguna vez denunció Gabriela Mistral. 

        La República Federal de Alemania carece de un centro de gravedad, al igual que su capital. Los Kiez, barrios de requisitos ontológicos, son un tejido de comunidades emancipadas de una posible interacción general reguladora; que nos recuerda el legado de las polis griegas: una exuberante producción de símbolos y servicios, una activa fiscalización sobre la norma de diferenciación racial.  

    Dentro de este prisma de contrastes y similitudes, la experiencia de hundirse por el tobogán mágico dependerá de nuestra ubicación geográfica. Friedrichshain, Charlottenburg, Schöneberg, Neukölln, por citar algunos, son pantanos que comparten una matriz común pero proyectan luces sustancialmente distintas mientras descendemos bajo la superficie. 

    Mi pantano predilecto se encuentra desparramado en la ribera del Spree. Como muchos hípsters, tecnócratas, disidencias y ravers de la vieja escuela no tardarán en admitir abiertamente. Una zona temporalmente (no tan) autónoma, que encarnan las colas para hacer ingreso a los clubes de música electrónica.

      Con un disimulado fanatismo deportivo, habrá quienes las justifiquen como una piedra fundacional de estar en Berlín. Una especie de selección natural que filtra almas con tan solo observarlas. Otros, más sensibles a las esperas innecesarias, realizarán preguntas, sopesarán costos y beneficios. Lo cierto, es que las filas de espera existen.  Es un fenómeno que se apropia de una fracción relevante de las conversaciones antes de calzarse los zapatos y emprender rumbo, deseando no ejecutar el plan B o C.  Su unidad de medida es difusa. Popularmente se aproxima una distancia en metros para luego identificar un ratio de personas aceptadas versus personas rechazadas. Combinadas, deberían entregar una estimación en minutos si se tiene fortuna; en horas, la mayoría de las veces. Fórmulas más creativas proponen dimensiones distintas, como por ejemplo, utilizar la distancia de la cola para proyectarlas verticalmente. Una proporción de 3 a 1 sobre la altura del club se considera dentro de la normalidad, una de 7 a 1 exige un sacrificio que puede encontrarse justificado allá adentro.

     Paciencia y una resignación en apariencia digna, no son suficientes. Para contener los zigzagueantes desórdenes de expectativas y espantar los mosquitos hinchados en aburrimiento, se requiere sentido del equilibrio. Sin dudas, balancearse sobre una cuerda floja que se eleva levemente sobre tierras movedizas, representa un desafío vulgar para quienes se auto definen como amantes del vértigo. No se han lanzado a un vacío de escasos centímetros.

    Los párrafos anteriores dan una impresión de paisaje crepuscular, de tenue oscuridad previa a corromperse. Acto reflejo deshumedeciendo la garganta y bañando con sudor las manos. Pero esto no es verdad. Las conductas que Berlín vigila ausentemente desde las farolas iluminadas son actitudes diurnas desvirtuadas. Descargas de deseo que prometen no asfixiarte con tu propio aliento. 

      Acurrucado en un rincón ausente, ambos muros charlan con desenfado. Algo exhausto, algo excitado, deseando algo de desasosiego, me recuesto sobre vagos almohadones que suelen anteceder al trance. Sin detenerse en la selección musical o en la técnica de mezcla, la máquina para lavar ropa emite una repetición nítida, hipnótica, parca. Dispuestas en hileras, otra decena de ellas giran como un caleidoscopio opaco. El final es premeditado y adictivo. Éxtasis en una puerta abierta, catarsis de la limpieza, un embriagante aroma a detergente barato.

©Alejandro Ramos Corral

Fotografía de Alejandro Ramos. @1805p

Revista Desbandada

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