Mañanas de pandemia. 1 2 3 4

Mañanas de pandemia. 1 2 3 4

1 La opinión expresada en este artículo corresponde única y exclusivamente al autor del mismo. Las recomendaciones aquí presentadas para entretener a una niña de dos años no han sido testadas científicamente ni se ha comprobado su utilidad psicopedagógica o motora. Los ilustres editores de Desbandada, sabia y prudencialmente enclaustrados en un antiguo torreón provisto de suficiente distanciamiento social y simultáneamente entregados a sus estrictos criterios de publicación, encarecidamente recomiendan atenerse al consejo de Terry Gene Bollea, sociólogo y pedagogo norteamericano de masas: “No intenten hacer esto en su casa sin la supervisión de un adulto” (véase: T. G. Bollea, a.k.a. H. Hogan, Wrestlemania III, 1987).

2 Nótese que las siguientes líneas se han escrito en la situación excepcional de pandemia mundial desde Berlín donde, afortunadamente, no nos encontramos bajo el Estado de alarma de España e Italia. Desde aquí quiere enviar el autor un enorme abrazo solidario a toda persona afectada y espera humildemente que el pequeño texto sirva de experiencia vicaria para quienes se hallen encerrados en sus hogares.

3 El uso abusivo de notas al pie en el título del texto se corresponde a la admirable habilidad de la ya anteriormente mencionada niña de dos años en pulsar repetidas veces el ratón y activar la función de Insertar ˃ Pie de página desde el regazo de su padre. El desesperado progenitor combate inútilmente cada «clic» que va acompañado de sonoras risotadas.

4 «Clic» – ¡Ja, ja, ja!

Uno, dos. Uno, dos. Vamos, vamos. Uno, dos. Uno, dos. ¿Cuánto tiempo? Tres minutos y veinte segundos. ¿Qué? ¿En serio? No puede ser. Me explotan las piernas. Creía llevar ya, al menos, media hora. De verdad, esta cuarentena va a terminar conmigo. Yo, que seguro era la envidia de Usain Bolt, que andaba tras los pasos de Eliud Kipchoge y que volvía la cabeza para mirar de reojillo a Fermín Cacho… Y ahora así me veo, convertido en un patatón de sofá que pronto va a precisar de andador para arrastrarse de la cocina al salón. Menos mal que tengo este ratico mañanero, esa media horita autorizada por el gobierno alemán, para salir a correr, a hacer footing, a estampar las garras en el suelo y reprocharle al Universo el haber creado la fuerza de la gravedad.

            Uno, dos. Uno, dos. Ahí estamos; son las 7:00 de la mañana, hora local. Con el corazón bombeando como loco y sepultado bajo toneladas de ropa (mascarilla incluida), voy esquivando adormilados transeúntes y deportistas solitarios que cumplen el sueño de Alan Sillitoe. Procuro por el camino preservar el metro y medio (mejor dos metros) de distancia sin tener que zambullirme en las aguas del Nordufer.

            Uno, dos. Uno, dos. Tanteo el bolsillo. ¿Y esto? Ah, claro. Bien. La castaña está allí. Uno, dos. Uno, dos. Bueno, ¿y hoy qué hacemos? Como cada mañana, este es el momento perfecto para planear las actividades del día. Ahora que estoy relativamente desempleado (sí, otro autónomo más en Berlín que, lógicamente, se ha visto forzado a detener la producción), sonrío al futuro igual que Jack Torrance organizando unas vacaciones familiares. Ya hemos terminado la tercera semana sin guardería y, aunque he de reconocer que he perdido algunos puntos de cordura, por suerte también hemos conseguido pasar un tiempo fantástico con nuestra pequeña hija de dos años (y tres meses) y hacernos con un enorme repertorio de actividades caseras (que a buen seguro también habrán desarrollado miles de padres y madres que se encuentran en la misma situación).

            Uno, dos. Uno, dos. Por ejemplo, la mañana de ayer fue estupenda. Embutidos en batas de pintor se nos ocurrió pasar la primera mitad de la jornada con las manos embadurnadas en colores. Para empezar, pintamos con los dedos un enorme solazo amarillo. Un pedazo de papel blanco nos sirvió de lienzo, un buen rotulador gordo nos ayudó a demarcar el contorno, y pegajosa pintura amarilla para los dedos nos proporcionó el relleno. Rápidamente quedó claro que un cuenco con agua y un rollo de papel de cocina iban a ser necesarios y urgentes en ocasiones. Igualmente quedó claro que esta actividad no es apropiada para padres con miedo a manchar las paredes: en más de una ocasión noté como emergía de mi garganta un alarido más agudo que los del cantante de Manowar visitando al dentista cuando esos pequeños dedillos se acercaban al estucado.

            El sol nos quedó redondo, como puede comprobarse en la prueba visual adjunta (véase evidencia número 1, señoría). Comprensiblemente, antes de poder recortarlo tuvimos que dejar secar la pintura “y no, peque, no, todavía no lo podemos recortar… Que no, que no, deja las tijeritas, por favor… Que no… Espera, espera, igual podemos pintar un poquito más, ¿te apetece? Voy a traer más papel.” Cuando vuelvo con más folios la pequeña criatura ya ha empezado a abrir los otros botes. Sin duda, estas pinturas son una herramienta fantástica para trabajar no solo su percepción de los colores, sino también su vocabulario.

            –Noch  mehr? –me pregunta en alemán.

            –Sí, claro –respondo en español. –Pero ahora en azul. –Y procedo a embadurnarle la palma completa para que la estampe sobre el papel. Así, feliz como el primer neandertal en las cavernas de Altamira, planto nuestras huellas en la inmaculada blancura del A4, dejándolas marcadas para la escasa eternidad de la mañana. Primero en azul, luego en verde, después en rojo, luego en… marrón, marrón oscuro, más azulado y algo verdoso. El proceso continua hasta conseguir ese magnífico y único color que solo puede emerger de la alquimia infantil y que recuerda al tono indescriptible que se conseguía al mezclar los restos de mil bebidas durante aquellas fiestas de cumpleaños de los años 80 en Zaragoza (Aragón, España, ca. 675 000 habitantes).

            Uno, dos. Uno, dos. Ya van seis kilómetros y aún resisto en pie. Por fin comienza la vuelta a casa. Paso trotando por la puerta del Robert Koch Institut, donde una intrépida reportera acerca un micrófono envuelto en una bolsa de plástico a un agrio señor envalentonado. No oigo sus palabras (Dream Theater retumba en mis auriculares) pero imagino que estará declamando algo así: “Lucharemos en hospitales, en las calles y plazas vacías, en los balcones, lucharemos desde cada centro de trabajo y cada hogar, y nunca nos rendiremos.” Ya disculparán que tergiverse de esta horrible manera el aclamado discurso de Winston Churchill. Pero si el líder del Partido Popular, cabeza de la oposición necropolítica española, puede plagiar impunemente al antiguo mandatario inglés frente al Congreso de los Diputados, seguro que se me permitirá a mí también la licencia para este artículo. De todas formas tendré cien años de perdón, como promete el refrán.

            Volviendo a los colores, pues no solo de rojo se vive, como ya teníamos esa mezcla única del espectro visual, no pude sino aprovecharla para terminar nuestra mañana de manualidades. ¿Y qué mejor que emplear los restos del Santo Grial de la pandemia y decorar unos rollos vacíos de papel higiénico con forma de peces? Pues dicho y hecho. Dos rollos, unas grapas, pinceles y manos a la obra. A embadurnar se ha dicho. Como puede comprobarse de nuevo en la prueba visual adjunta (véase evidencia número 2, señoría), el resultado puede ser muy divertido y las variaciones posibles sobre el tema son casi infinitas. Solo se necesita imaginación, paciencia y unos pocos materiales (y papel de cocina para evitar la masacre, claro). Incluso si la actividad termina con un breve momento de enfado, como pasó cuando no permití que la pequeña se zampara el color rojo, seguro que también se consigue un rato muy entretenido y multicolor.

            Uno, dos. Diez kilómetros y por fin llego al portal del viejo edificio. La castaña sigue en el bolsillo. Fantástico, esta tarde jugaremos al castaña-polo en el patio de luces, con la pequeña deportista cabalgando un BobbyCar de segunda mano. Enarbolo las llaves, subo las escaleras y ágilmente me escurro en el pequeño apartamento.

            –¡Hola! ¡Ya estoy aquí!

            –Schhhh… Die Kleine schläft gerade.

Vaya. Bueno. Cambio de planes. A ver qué se nos ocurre hoy.

Fotos Andrés Romero-Jodar

Andres Romero-Jodar

Filólogo y escritor

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