Un saque de pandemia, o sobre cómo volver a ser una entre los míos.

Es medianoche en Berlín y me duermo con el teléfono apoyado en el pecho. En Argentina transcurre el horario central de noticias y lo que yo considero un buen resumen de jornada, una jornada que pasa lenta, como para todos los que están atravesados por la cuarentena, aunque para aquellos que vivimos en dos husos horarios al mismo tiempo lo es un poco más. Las cinco horas de diferencia se hacen notar. Por lo general, mis mañanas son tranquilas, pero después de las once todo toma otro ritmo: desde el otro lado del planeta empiezan a llegar las primeras novedades, aunque de novedades no tienen nada. Desde que tengo recuerdos en Argentina lo absurdo se entrelaza con lo racional. No hay una línea lógica de acontecimientos, ni un final predecible, pero sí parece haber un plan. Aunque cambie todo el tiempo, el plan siempre está.

Una breve historia de mi vida puede dar un pantallazo del estado en el que nos agarra la pandemia a los argentinos. Mis primeros años transcurrieron en la hiperinflación, con la amenaza de un nuevo golpe militar al acecho. Transité los 90s y su neoliberalismo voraz, que grabarían en mi memoria el emblemático caso de Barbarita, una nena que tenía mi misma edad, unos diez años, y lloraba en televisión porque tenía hambre, y no sabía si ella y sus hermanitos iban a tener algo para comer al día siguiente. En mi adolescencia fui testigo de saqueos, la crisis del 2001 y nuestros flamantes cinco presidentes en una semana. Aquella vez mataron a más de 30 personas en una feroz represión policial. Tuve que cuidarme del mal de Chagas, del hantavirus, del dengue —en mi país, hasta la aparición del Coronavirus, la principal preocupación sanitaria era que un mosquito te podía matar.

Crecí entre ventanas enrejadas, los secuestros express, la trata de personas. Desde chiquita aprendí a caminar mirando hacia atrás para que nada me tome por sorpresa, pero también mirando adelante, para tener en claro hacia dónde iba. Hubo años buenos, sobre todo los posteriores a la recuperación de la crisis, donde aprendí a ver que existía otra forma de vivir, una en la que el otro era yo, y yo era el otro. Sin embargo, el idilio duró poco: con la segunda ola de neoliberalismo, la historia se repitió otra vez. Cuatro años de Macri arrasaron con todo, dejando a su paso solo una deuda externa sin precedentes.

Tres meses después de haber elegido un nuevo gobierno, uno que retomaba aquel idilio de país posible, aparece un virus y su avance implacable, cambiando de nuevo las prioridades del país. La pandemia, como todo en la vida, nos agarra desprevenidos: el 32% de la población, unos 14 millones de personas, tiene problemas para acceder a comida y salud. No hay barbijos suficientes para el personal sanitario —amigos me cuentan que tienen que fabricarse el propio con radiografías viejas. Además, contamos con solo 8500 respiradores para 45 millones de personas, unas 5,2 personas por respirador. Por más que la economía no aguante, a Argentina le llegó antes el momento de cuarentenear. 

El camino de mi país hacia la cuarentena tiene muchos puntos en común con el mío. En un principio estuvo la ignorancia. Luego llegó un breve período de negación que, sin mucho más, dio paso a la acción. «Esta es mi nueva vida», me dije café en mano al mirar por la ventana a los vecinos de enfrente, también recluidos en sus casas, mientras pensaba cómo, después de pegarme un saque de pandemia, todo aquello que hacía de Berlín mi Berlín había desaparecido. 

Hoy, después de dos semanas de casi no salir de casa, me cuesta conectar con mis amigos europeos, aquellos que hasta hace poco consideraba cercanos, familia. Es muy difícil hablar con gente que no tuvo vivencias parecidas, y más cuando venís de un país preso de un estrés post traumático constante: nos adaptamos rápido porque el tiempo es un privilegio que los pobres no tienen. Los veo perdidos y, aunque nunca experimenté una pandemia, sé que muchas veces me vi inmersa en situaciones de cambios bruscos. Les intento transmitir que las crisis son inesperadas e inentendibles, pero también son transformadoras.

Yo, que vengo del país de la emergencia permanente, intento explicar, sin éxito, que en estos momentos de cambio total de paradigma, un indicio de estar cuerdo es que se te llene el culo de preguntas. Lo sano, hoy, es sentirse mal, estar desesperado ante lo efímero, sentirse incómodo ante el desamparo, estar sobrepasado. Está bien llorar ante la certeza de que no hay nada seguro, aceptar que uno es un pobre boludo que depende de un sinfín de variables fuera de su control, hacerse uno con la idea de que somos seres finitos, y convivir un mes o dos con la angustia eterna que eso conlleva y que muchas veces nos forzamos a evadir. No me escuchan, o parecen no escuchar. Están en shock, lo único que quieren es que pase, y que pase rápido.

Me gustaría avisarles que no es así, que aunque no quieran sentir nada, no es tiempo de anestesias. Quizás, con suerte y si se pueden concentrar, sea tiempo de leer filosofía. Elijo no decirles nada. Me alejo de a poco, mientras los entiendo a lo lejos. Es la primera vez que viven el peligro colectivo de cerca. Hasta ahora solo lo experimentaban de segunda mano, cuando iban de vacaciones a algún país tercermundista en el cual fantaseaban vivir. No saben lo que es nacer y criarse en un país devastado, vivirlo sin ningún tipo de romantización. Por primera vez desde que llegué a Berlín hace tres años me siento sola. Me invade una necesidad muy fuerte de estar entre los míos, con los que comparto las mismas preocupaciones, los mismos códigos culturales, la misma emocionalidad.

Una amiga argentina me cuenta que sus compañeros de piso alemanes la miran con sorpresa mientras juega al Tutti Frutti por Skype. Es que, ¿queda algo más por hacer? Entre nosotros y la tragedia, los argentinos interponemos el humor corrosivo, los memes que nos hacen llorar de risa ante lo atroz, la capacidad de transformar esto en un debate intelectual sobre el panóptico de Foucault y, de paso, imprimirle un análisis sobre cómo nos va a pegar en nuestro fuero más íntimo: nada ni nadie que tenga verdadero registro de lo que pasa va a salir de esta de la misma manera en la que entró. Por todo esto, y aunque todos me digan que el país va a quedar hecho mierda, fantaseo con la idea de volver. Puede que la situación en Argentina sea un desastre pero, en un mundo post-pandemia, ¿dónde no será así?

Texto de Cecilia Meléndez. Foto de portada: Estación de metro de Paul G en Unsplash

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