A estas horas se está discutiendo con más o menos fervor el por qué Thomas Kemmerich, un político gris del amarillo Partido Liberal Democrático (FDP), consiguió llegar hace unas semanas al poder en Turingia. Herr Kemmerich no pudo siguiera llevar las cajas con sus pertenencias al despacho que le tenían preparado, rotulado y acomodado porque lo obligaron a renunciar. Repito: lo obligaron a renunciar, porque si nadie hubiera alzado la voz ante la alianza política que lo aupó, él estuviera allí, sentadito y firmando papeles, como todos los de su género. Christian Lindner, el líder del FDP aceptó impávido el resultado, aunque algunos de los miembros de alto rango de su partido se mostraron alarmados por semejante contubernio. Se retractó como su colega, con boca pequeña, por cierto, cuando le recordaron que una vez dijo: “Es mejor no gobernar, que gobernar mal”. Eso sí, él no renunció a nada. Ahí está, tranquilísimo al frente de los Liberales.
No es que este partido carezca de chance alguno de administrar, porque en el pasado estuvo siempre presente en varios gobiernos como formación bisagra, sino que Thomas Kemmerich consiguió la silla gracias al apoyo de los muy políticamente correctos demócrata cristianos (CDU) y los miembros de Alternativa para Alemania (AfD), los impetuosos elefantes en la cristalería política del país.
La ruptura del llamado “cordón sanitario”, desentendimiento de larga data entre caballeros que pretendía evitar que la extrema derecha alcanzara poder real en Alemania, se ha llevado por delante a la nueva presidenta de la CDU, Annegret Kramp-Karrenbauer. Frau Karrenbauer, mejor conocida como AKK y un clon de Angela Merkel, demostró ser incapaz de controlar a los dirigentes de su partido en la antigua RDA. Por eso ha visto cómo se desmoronaban sus intenciones de gobernar el país y llevar al partido por la senda que una vez marcaron Konrad Adenauer y Helmut Kohl.
Lo que más me molesta es la reacción de la cúpula partidista y de algunos renombrados periodistas y analistas de este país ante el hecho. Casi todos usan la palabra shock o sus sinónimos para catalogar el estado en que se encuentran. Y me pregunto si su asombro no es un acto más de hipocresía de estas élites o de verdad son tan ignorantes y mediocres que no lo vieron venir.
Una señal de alarma que se ignoró fue la llegada al poder de Stefan Jagsch en Waldsiedlung, en el estado de Hesse. Jagsch es miembro del NPD y, sin embargo, fue apoyado por todos los partidos políticos del lugar. Los concejales de la CDU, sus socios los socialdemócratas (SPD) y los del FDP votaron de forma unánime por este caballero. Esta fue la primera vez que el llamado cordón sanitario se rompió a pesar de las protestas que generó el hecho.
Stefan Jagsch no es un don nadie, su nombre aparece en varios reportes de la agencia de seguridad de Hesse, y está considerado como un individuo que supone riesgos al país y al orden establecido. Por cierto, en 2017 la Corte Constitucional alemana falló en contra de vetar al NPD porque si bien se considera una formación “inconstitucional”, su bajo porcentaje de votos hace pensar que no es un partido capaz de desestabilizar el orden democrático de la nación.
Cuando el AfD comenzó a ganar fuerza, ya estaba dejando claro que buscaban hacerse con el espacio político donde la gente estaba descontenta con el frustrante statu quo pos unificación. ¿Y dónde se daba este fenómeno con mayor fuerza? En los nuevos estados federales, en la antigua Alemania comunista. Los ossis, como llaman a los ciudadanos de esta parte del país, después de la euforia inicial de la unión, comenzaron a sufrir en carne propia el precio de la fusión territorial. No es fácil unir dos países de sistemas políticos antagónicos, con generaciones enteras marcadas por modos muy diferentes de vivir y entender cómo se enfrenta la vida en un mundo donde eres el responsable de tus actos. La dinámica político-social que se genera de este fenómeno, no es simple. El primer error que se cometió fue no seguir cuidadosamente este traumático proceso y creer que todo se acomodaba con el tiempo.

Los habitantes de los nuevos estados federales se sienten políticamente huérfanos. Están convencidos de que salieron perdiendo con la reunificación, por muy paternalista y considerado que se quiso ser a la hora de llevar a buen puerto el reencuentro largamente deseado. Y pongo énfasis en algo: el reencuentro era deseado, era soñado por casi todos, no fue impuesto. Encaminar a un país zombi e improductivo a pesar de haber tenido un desempleo casi cero, con una población acostumbrada a vivir sin responsabilidades reales porque el Estado estaba obligado a suministrárselo todo y darles, de un día para el otro, las riendas de su destino, provocó una conmoción que todavía no ha pasado.
¿Cómo fue posible que los partidos importados de la Alemania capitalista y que se hicieron con el gobierno de las nuevas regiones no advirtieran que sus visiones de un futuro luminoso no terminaban de cuajar en la mente y los corazones de los alemanes orientales? ¿Nadie se dio cuenta de la fuerza que alcanzó el partido Die Linke tan pronto salió a la palestra política? ¿Demasiada euforia, o ceguera colectiva? Yo pienso que ambas cosas. Por eso, tan pronto los comunistas pudieron regresar, lo hicieron. El poder de la izquierda reciclada de la RDA se siente en los nuevos Länder, donde son más activos y tienen su mayor representación. Es más que sospechoso que nadie se tomara el trabajo de recordar que sus dirigentes no eran otros que los antiguos burócratas del viejo régimen, exmiembros del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED) y algunos personajes que se mostraron moderadamente críticos con este, como Gregor Gysi, pero que en los tiempos en que Erich Honecker era el amo y tiranizaba a la nación, nunca le hicieron sombra. Si Die Linke no ha ganado más poder es porque se ha visto incapaz de asegurarle a sus votantes mejoras significativas en sus estándares de vida. Como buenos comunistas, son expertos en posturas, pero funestos interventores.
La arrogancia triunfalista y la machacona mediocridad de los políticos occidentales terminó imponiéndose en el país unificado. El ciudadano recién asimilado primero se sintió desubicado y después como un ser de segunda. No pudieron ver algo obvio, militar en la CDU o en el SPD no era una receta mágica. Unas siglas no cambian la mentalidad de la gente. Si no hay un trabajo ideológico constante, si no hay logros expeditivos y reales en el modo de vida de estos, nada pasará. El ambiente de desamparo político no terminó con un impuesto de solidaridad. Hay que entender que esa gente estaba arrastrada por la inercia del socialismo, y esta no se detiene de un día para el otro. No pasará nada provechoso si los pregoneros de la buena nueva no pasan de la palabra a los hechos.
Los dirigentes alemanes desdeñaron algunos estudios patrocinados por universidades de ambos lados del país que revelaban, con no poca alarma, que se estaba engendrando un lento, pero claro alejamiento psicológico entre las personas de las dos partes del país. Fue cuando salió a la luz el término “muro en las cabezas”. En los resultados se reconocieron diferencias en los modos de pensar y en las pautas de conducta entre ossis y wessis y alertaban de la decepción y la desconfianza entre los ciudadanos que estaba fomentando prejuicios y levantando nuevas barreras cada vez más difíciles de erradicar.
Los más “visionarios” funcionarios llegados de Bonn, Múnich, Fráncfort o Berlín, interpretaron esta situación como un acto de ingratitud de sus “hermanos” y su “inexplicable” estado de queja permanente, como el resultado de una aberrante nostalgia aderezada con síndrome de Estocolmo.
Paralelo a este fenómeno de miopía social, los partidos de corte fascista, que vegetaban en estado de hibernación, comenzaron a pescar en aguas turbias. Ante la confusión general, las filas del Partido Nacional-Demócrata de Alemania (NPD) comenzaron a engrosarse. Sus nuevos miembros eran sucesivas oleadas de ossis descontentos con el rumbo del país. Gente necesitada de una guía permanente, de una mano dura que los discipline y de un líder autoritario que no los obligue a pensar, se afiliaron a este heredero del Partido Nacional-Socialista de Hitler.
Aquellos que prefieren por ahora esconder sus verdaderas intenciones han decidido unirse a agrupaciones que blanquean su imagen con cuellos y corbatas como el AfD. La directiva de este partido no está formada por estibadores, carniceros o torneros salidos de las vetustas manufacturas de la RDA; estas damas y caballeros tienen doctorados y carreras universitarias. Que nadie se llame a engaño. Alternativa ha nacido de la intelectualidad y del empresariado de la extinta RDA, aunque ahora mismo sus filas se nutren de personajes con carreras políticas estructuradas que vienen de partidos como la misma CDU o el SPD del oeste alemán y claro, de mucha clase obrera decepcionada. El que quiera saber de primera mano por qué este partido estridente y vocinglero tiene tanto poder, que dedique un poco de su tiempo a visitar ese colmenar anodino y gris que es el barrio de Marzahn. ¿Quieren conocer sus cotos de caza? Pues viajen a los suburbios obreros de Dresde o Leipzig. En tiempo de elecciones, los únicos carteles que no son bandalizados son los de Alternativa y los de Die Linke. Son los dos únicos partidos que le prometen lo que esa gente añora: una nación libre de lastres históricos y sociales, abundancia de trabajo, vivienda digna y altos salarios para todos los alemanes.
Por eso los de AfD no han perdido un segundo en tirarse a la yugular de sus contrincantes exponiendo sus incoherencias y debilidades políticas. Alternativa y sus dirigentes han encontrado tierra fértil donde propagar sus tesis.Solo enTuringia duplicaron sus votos en las elecciones regionales del año pasado. Su retórica antiislam y los ataques a la inmigración descontrolada desatan la euforia entre sus votantes. Esta arma arrojadiza ha herido grave a la CDU y al SPD y ahora mismo no saben muy bien qué hacer, tras haber mostrado compasión con las víctimas de la barbarie siria y su política de brazos abiertos. Para los ciudadanos del este, que ya estaban hartos de tantos extranjeros paseándose por sus calles en los tiempos de la RDA, este mensaje homofóbico ha calado profundo.
A día de hoy, el AfD parece imparable. Tiene legisladores en los 16 parlamentos estatales de Alemania. A nivel nacional, tienen 89 escaños en la Cámara Baja del Parlamento (Bundestag), de un total de 709, lo que los convierte en el mayor partido de oposición.
Ahora los partidos tradicionales en el este, ante la inevitable pérdida de sus militantes que migran en masa al AfD, no ven otra opción que tomar en cuenta a la formación. Que nadie se llame a engaño, no es desconcierto o algo parecido, es pragmatismo. Han llegado a la conclusión de que si lo que gusta en los nuevos estados federales es la derecha y mientras más a la derecha mejor, pues eso es lo que les darán a sus electores. Se avecinan unos meses turbulentos para la política alemana. El oportunismo cobrará fuerza y su rostro inescrupuloso se verá por todas partes. Pero al fin y al cabo no es otra cosa que política. Lo que comenzó como una elección regional no concluyente, ha demostrado la capacidad de la extrema derecha de Alemania para causar el caos político al más alto nivel.
