En una época en la que triunfa el pragmatismo, en la que todos aspiramos a optimizarnos, en la que todo es urgente y tiene que ser innovador, queremos proponeros, desde la revista Desbandada, una serie de debates sobre temas eternos, existenciales e irresolubles.
«Que es, pues, el tiempo, si me lo pregunta, lo sé; si debo explicarlo a quién me lo pregunta, no lo sé»
San Agustín
El 28 de febrero de este año tuvo lugar en la librería La Escalera el primero de un ciclo de debates que se celebraran a lo largo de este año, organizado por miembros de la revista Desbandada en colaboración con Germán Restrepo. El tema fue el tiempo.
En estos debates no pretendemos sacar conclusiones útiles, sino provocar lo que Aristóteles llamaba el thaumazein, «el asombro».

El asombro que la filosofa se encuentra siempre en un espacio de tensión entre sabiduria e ignorancia. Querer hacer desaparecer esta tensión sería como pretender arrancarle el dardo de Eros que hace que exista únicamente como algo que no se posee ni se puede llegar a poseer nunca.
Hoy, ocupados como estamos con lo inmediato, hemos creído tener que delegar los temas importantes en expertos, confiando en que ellos nos darán las respuestas, si es que algún día las necesitamos.
Decía Einstein que la evolución de este mundo, la auto suficiencia de su lenguaje, su sistema de certezas -convertidas después en metodología- es, en cierto sentido, una huida constante del asombro. Un intento de neutralizar esta sensación.
Porque nos da miedo lo que nos asombra. Porque lo que nos asombra es lo desconocido.
El tiempo…. En alemán, el lenguaje diferencia entre tiempo metereológico, Wetter, y tiempo cronológico, Zeit. Sin embargo, aunque las raíces de la palabra no están claras, parece ser que ambos conceptos tienen, en español, un origen común: tempus, temperare, temperatura, temporal.
En el cerebro, el lóbulo temporal se relaciona con la memoria, el archivo del pasado, esa materialización del tiempo que nos va formando como personas.
Además las témporas, las sienes, son el lugar donde se mide el pulso, el ritmo de nuestro cuerpo.
Según la Biblia, «hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para el luto y un tiempo para la alegría; un tiempo para el silencio y un tiempo para el diálogo; un tiempo para odiar y un tiempo para amar; un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz».
Einstein lo simplifica cuando dice que sólo existen dos tiempos: el tiempo psicológico y el tiempo físico. Ambos son indivisibles como las dos caras de una moneda.
El primero es el que cada uno de nosotros experimenta de forma cotidiana, y que posee una gama de variaciones tan amplia como nuestras sensaciones subjetivas. El segundo depende de los sistemas de referencia de distintos observadores y además posee un limite objetivo: la velocidad de la luz.
Los fotones, que viajan a la velocidad de la luz, no envejecen.
Quizás esto explique nuestro amor por la velocidad y la aceleración: un intento trágico de llegar a alcanzar los 300.000 Km/s y vencer a la muerte definitivamente. Porque el trauma, con r, que provoca la conciencia del tempus fugit, se debe a que lo único que sabemos con certeza es que al final del camino nos espera la Muerte.

La percepción subjetiva del tiempo está condicionada por la sociedad, la época, la edad, el género y la biografía.
En la antigüedad la percepción del tiempo era cíclica y aproximada, actualmente tenemos una percepción lineal (y acelerada).
Decía Protágoras que el hombre es la medida de todas las cosas, y de igual modo podría decirse que el humano es aquel que necesita medirlo todo y el tiempo no ha sido la excepción, pues, según Conrad, la esencia trágica del hombre no es consecuencia de su dependencia de la naturaleza, sino de la conciencia de esta esclavitud. Esta conciencia provoca ira, dolor, conflicto, y la necesidad de neutralizar cuanto antes estas emociones.
La historia de la humanidad podría verse también como un intento de neutralizar las emociones, eliminando la subjetividad (y con ella el misterio de la vida).
Y para este fin hemos creado sistemas de medición y tablas de referencia para prácticamente todo. La ciencia moderna, de la que tan orgullosos nos sentimos, se basa en la posibilidad de medir y repetir las mediciones. Tanto es así que hemos convenido en diferenciar entre ciencias medibles (que llamamos naturales) y ciencias subjetivas (humanistas): las primeras se apoyan en datos objetivos.
Para medir el tiempo inventamos el reloj.

En la antigüedad ya existían los relojes -de agua y de sol- pero no existía la simultaneidad. A Séneca se atribuye la frase de que «antes se pondrán de acuerdo los filósofos que los relojes».
Se equivocó.
Pronto los hombres se vieron obligados a adaptarse al ritmo de las máquinas en las fábricas. La invención del transporte (la locomotora) y el proceso de industrialización conllevaban la necesidad de ponerse de acuerdo.
Y, al igual que el cerebro, que tiende a automatizar las experiencias que se repiten, la sociedad tiende a institucionalizar las diversas formas de control (medición) del individuo: a finales del siglo XIX se decidió que el Greenwich Mean Time, en Londres, dictaría la hora oficial.
Y poco a poco el cóctel fábrica, tren y reloj dan vida a uno de los fenómenos temporales más ambivalentes: la puntualidad.
De los campanarios el reloj pasa a la muñeca.
Y como suele ocurrir, lo que en un principio percibimos con miedo y como imposición termina aceptándose voluntariamente como una necesidad.
Y es que ya dijo alguien dijo que el progreso es la valoración positiva de la proliferación de necesidades.
Pero esta proliferación de necesidades y de información va unida a la dificultad creciente de seleccionar, de discernir entre lo importante y lo superfluo, de formarnos un criterio: hemos delegado esta tarea.
Del horario terminamos siendo esclavos. Y hoy el reloj ya no solo mide el tiempo sino también la presión arterial, los pasos, las pulsaciones, la glucosa, el sueño e incluso los orgasmos.
Completan esta simultaneidad en el tiempo la televisión y el teléfono.
El teléfono hizo desaparecer el tiempo asociado a la distancia (que antes se encontraban inseparablemente unidos). Proust llegaba a temer que, en vista de esta superación de la distancia, en algún momento fuese posible superar también las fronteras entre la vida y la muerte y pudiésemos conversar con los muertos.
Por otro lado, la televisión nos ha sensibilizado hacia fenómenos, que ocurren en lugares que están fuera del alcance de nuestras posibilidades reales de influencia.
Sufrimos viendo las desgracias de gentes en continentes lejanos mientras de forma imperceptible se nos va escapando el sufrimiento de los más cercanos o lo que es peor: el nuestro propio. Consumimos nuestro tiempo viviendo a través de otros: series, reality shows, you tubers… Los más concienciados lo hacen de una forma más social, ellos sufren por las desgracias de Africa, por la extinción de las especies o por el calentamiento global.
Pero volvamos al tiempo subjetivo cuya flecha es de doble dirección. El tiempo subjetivo nos permite viajar al pasado. Al lugar de nuestros recuerdos.
«¿Qué es un recuerdo? ¿Algo que se tiene o algo que se ha perdido?», se preguntaba la protagonista de «Otra mujer».
La mayoría de las personas que acudieron al debate viajarían a su pasado si tuviesen una máquina del tiempo.
¿Son unos nostálgicos? ¿Es la nostalgia la enfermedad del tiempo?
La nostalgia (etimológicamente del griego nostos: regreso, algos: dolor) es el más leve de los trastornos, tan leve que todavía no se considera trastorno.
En la nostalgia se idealiza y conjura constantemente un pasado, pasando este a ocupar parte del presente, obstruyendo el disfrute y la proyección de un futuro.
La nostalgia es un duelo eternizado de una pérdida.
Proust dedicó gran parte de su vida a viajar a un pasado del que volvió únicamente para morir. La primera mitad de su vida vivió y la segunda revivió lo vivido en busca de algo que se le había quedado olvidado. Comiendo su magdalena encontró lo que buscaba, pero el tiempo recobrado era efímero, y la felicidad que le invadía se le escapaba; a medida que su paladar se acostumbraba al sabor de la magdalena la fuerza emocional del recuerdo disminuía.
Los trastornos psicológicos, en especial la melancolía (hoy depresión) y la manía, pueden describirse también desde la temporalidad. Su característica fundamental es la incapacidad de integrar las tres dimensiones temporales: pasado, presente y futuro.
Los melancólicos son nostálgicos desde niños. Lloran la pérdida de algo que nunca tuvieron o que perdieron demasiado pronto.
Los melancólicos tienen graves dificultades a la hora de reelaborar el pasado y proyectarse en el futuro. El presente se eterniza por la incapacidad de tomar cualquier decisión. El terror a equivocarse y tener que asumir la responsabilidad de haber errado les paraliza. La indecisión, la pasividad, la ralentización del tiempo es el mecanismo ilusorio del melancólico que vive siempre a las puertas de la posibilidad.
La vida del melancólico transcurre en el limbo de esta indecisión crónica, insuperable pues es incapaz de reconocer en su tristeza a un responsable que no sea él mismo, siendo a la vez incapaz de asumir la responsabilidad de su tristeza.
En la manía se produce un «olvido momentáneo» de la propia condición que provoca una sensación de omnipotencia unida a una prisa por vivir. En la manía triunfa el mal, el erotismo, el derroche, el desgaste, la vida…. por unos breves instantes.
Separado del tiempo y de la biografía, el maniaco experimenta breves momentos de éxtasis que se diluyen tan pronto como la memoria les alcanza.
Manía y tristeza, como utopía y melancolía, son la cara y la cruz de la misma moneda.
Y a mayor gravedad del trauma, mayor anclaje en el pasado, mayor condena a repetirlo. El trauma provoca en el cerebro un estado de alerta que provoca el futuro queriendo evitar la repetición del pasado.
Sin embargo, no es en el pasado sino en el futuro donde vive nuestra sociedad moderna. Sueña con su colonización pues si algo tiene claro es que cualquier tiempo futuro será mejor. El proyecto de modernización, que originariamente había sido un medio para obtener unos fines determinados (la liberación del trabajo) se ha transformado en un dispositivo técnico de aceleración del cambio y de colonización de un futuro que nunca llega.
Y al final del camino, en lugar de divisar a la muerte, proyectamos la utopía, un clásico sustituto, un mecanismo de defensa demasiado humano.
El progreso es nuestra gran utopía, y Steven Pinker ,el moderno Leipniz, afirma que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que, cambiando un par de cosilla, vamos a mejor. Hegel era también un gran optimista que pensaba que avanzábamos hacía la edad de la razón.
Pero si, como afirmaba C.S. Lewis, el progreso significa el aumento del poder humano y la utilización de este para conseguir que la naturaleza se ponga al servicio de nuestros fines, en la práctica -lo sabemos por experiencia- esto siempre se traducirá en el poder de unos seres humanos sobre otros.
El gran logro del ser humano es finalmente la abolición de sí mismo.
Avanzamos rápidamente en la empresa de neutralizar las emociones.
Y la siguiente negación lógica es la de la muerte, pues, como decía Heidegger, el tiempo manifiesta la Nada, de la que están hechas todas las cosas.
En el 2018 hubo una exposición en el museo de medicina de Berlín.
El tema era el miedo a la muerte y al enterramiento en vida. En la entrada del museo se había colocado un mural en el que los visitantes podían situarse (con una pegatina roja) a lo largo de un continuo que iba desde aquellos que creían que los científicos estaban a punto de vencer a la muerte y los que no. Hacía ya varios años que el futurólogo Ray Kurzweil había publicado su libro: «La singularidad está cerca. Cuando los humanos transcendamos la biología».
El título se inspira el un pasaje de la biblia, «El reino de los cielos esta cerca», de Juan el Bautista (Evangelio de San Mateo), el cual nos muestra cuán cerca está el transhumanismo de la religión. También la idea de separar la mente de la materia putrefacta es una idea religiosa.
Antes fueron los alquimistas y ahora son los transhumanistas.
Lo ineludible de la muerte y la conciencia de esta es la mayor condena de la humanidad.
Pero según los transhumanistas el ser humano dejará pronto de evolucionar biológica y culturalmente y su evolución será biotecnológica.
Gracias al control sobre la naturaleza transformaremos a la especie humana hibridándola con elementos tecnológicos para convertirla en un producto artificial. El ser humano se volverá autónomo con respecto a la naturaleza y llegará a diseñarse a sí mismo como quiera.
La muerte será vencida y nos convertiremos en dioses.
Los transhumanistas, movidos por los mismos miedos de siempre, disfrazados ahora de orgullo e indignación, pretenden crear un modelo de ser humano que ante todo debe durar; suponiendo que la felicidad o incluso las ganas de vivir fuesen fenómenos emergentes.
Su modelo de ser humano es simplista, ignora el sentido común y los conocimientos acumulados a través de los siglos sobre la naturaleza humana -que es fundamentalmente irracional y emocional.
Y mientras la inmortalidad llega, la congelación -crionización- es su propuesta.
Pero el fin de los tiempos, el Apocalipsis está llegando y para detenerloen la cumbre climática del 2015 un grupo de expertos decidieron limitar el aumento de temperatura a 1,5 grados centígrados. Esto significaba un limite de 450 Gt, lo cual – a no ser que nos portásemos mejor- ocurriría en el plazo de 9 años.
En el Gasómetro de Schöneberg, en Berlín, podemos ver en tiempo real como el tiempo corre y cada vez es más tarde para detenerlo
Al Apocalipsis moderno le hemos dado forma de catástrofe ecológica. No sabemos si será un diluvio universal, un virus desatado o un tsunami masivo, pero sabemos que muy pronto la ira de Dios (hoy Naturaleza) se cernirá sobre nosotros.
Aunque es probable que Hegel no se equivocara y que el hombre consiga imponerse a la naturaleza, pero no con su parte racional. No nos gusta esperar y precipitaremos el fin del mundo pues, como decía John Gray, aunque el conocimiento humano aumenta, la irracionalidad se mantiene intacta.

Este texto es de Georgia Ribes, incluye fragmentos modificados de «La Pereza», de Sergio Benvenuto y «Kairos», de Giacomo Marramao, ambos muy recomendables.