Pan para hoy y hambre para mañana

Llevábamos entonces al menos dos años buscando piso cuando la panadería jípster -de la que no voy a hacer publicidad- ocupó el local que había dejado un banco en la esquina de nuestra calle, también conocida como epicentro de la gentrificación berlinesa, o Eberswalderstrasse.

Esta apertura representó el culmen de un proceso de alienación del paisaje urbano que había empezado hacía años y se había acelerado dramáticamente en los últimos meses. En ese tiempo, abrieron una tienda de polos californianos (que abre en verano y especula con el local en invierno), una suerte de quiosco de revistas de diseño con dos anecdóticas mesas para tomar latemaquiatos en el escaparate, una galería de arte y un local donde sirven cereales con cosas para desayunar, comer y cenar. Cuando por fin nos mudamos (o sea, tres años después de empezar la cruzada inmobiliaria), al doblar la esquina, una tienda de yogur helado de primera necesidad había poseído una farmacia.

Hace unos días el Morgenpost publicaba la noticia del cierre de una librería en la Akazienstrasse (Schöneberg), en la otra punta de la ciudad. Es curioso, porque tengo la sensación de leer la misma noticia semana tras semana. Y algo de eso hay, ya que en los últimos tiempos han cerrado varias librerías en distintas ciudades de varios países, en muy parecidas circunstancias. Pero esa es otra historia. La librería, como era previsible, se ha visto obligada a cerrar al no poder hacer frente a un alquiler abusivo. En su lugar abrirá un tapas bar, que pagará aún un 30 por ciento más de alquiler (o 30€ por el metro cuadrado).

Por situarnos un poco, la ocupación masiva de Berlín a manos de en su mayoría jóvenes, con un poder adquisitivo medio y mucho tiempo libre, ha tenido como consecuencia que la vivienda escasee y los alquileres suban escandalosamente. Gente a menudo mayor y/o con ingresos bajos ha tenido que mudarse al extrarradio en el mejor de los casos. Las autoridades alemanas llevan intentando poner freno a la catástrofe inmobiliaria desde 2015, cuando entró en vigor la Mietpreisbremse, una ley que regula la subida de la vivienda de alquiler, y según la que el precio de los nuevos contratos de alquiler no puede aumentar en más de un 10 por ciento respecto a la media de lo que se paga en la misma zona.

A un nivel no oficial podemos hacernos una idea de la situación simplemente pasando algo de tiempo en redes sociales, donde cientos de personas fracasan cada día en su propósito de encontrar una habitación hasta por seiscientos euros, muchas veces incluso compartidas. El Mietpreisbremse -¡oh, sorpresa!- no ha resultado ser la panacea. El palito más corto, sin embargo, les ha tocado a los pequeños comerciantes, cuya situación es más inestable y no está tan regulada. Prácticamente la única garantía que tienen estos de mantener el precio de su alquiler es la duración de su contrato, aunque a menudo estos contratos son renovados -y revisables- anualmente. Si bien Berlín es una ciudad de oportunidades para ciertas empresas, también es la ciudad alemana donde más han subido los alquileres en la última década (hasta un setenta por ciento). De esas oportunidades se beneficia sobre todo el gran capital: las multinacionales, franquicias y negocios orientados al turismo, principalmente la restauración. Los pequeños comerciantes, mientras tanto, como mi späti de confianza, malviven sufriendo la guerra desleal contra las grandes cadenas.

Fotografía de Susana Blasco

Así es como se ha regenerado el centro de la ciudad y ha desaparecido gran parte de las tiendas de barrio y distintos negocios necesarios en el día a día de las áreas residenciales. Muchos de estos negocios, además, tenían una trayectoria de décadas a la espalda y un papel activo en la historia de la ciudad. En Eberswalderstrasse ya no queda rastro de esto.

Comentando hace tiempo con amigos este cambio salvaje de paisaje, imaginaba entre risas y horror el día en que Desigual abriera una sucursal en mi calle. Entonces huiría con lo puesto y jamás volvería la vista atrás. Me sentía Atreyu, luchando por salvar Fantasía. Pasear por el barrio, hacer los recados de todos los días recorriendo las calles de Prenzlauer Berg se estaba convirtiendo en una experiencia alienante.

No me malinterpretéis. Entiendo que las ciudades son organismos vivos y asumo que el Berlín que nos encontramos tras la caída del Muro no fue más que una realidad temporal que nos hemos empeñado en congelar y explotar, literalmente, por encima de nuestras posibilidades. Lo peor de todo no es que todos vistamos (Des)igual o quedemos con nuestros amigos a plena luz del día en una panadería (y no en los bares). O, dicho de otro modo, que nuestros hábitos se hayan desnaturalizado (lo cual puede ser una realidad más o menos subjetiva). El verdadero problema es que los Kieze más céntricos de Berlín estén perdiendo el carácter residencial, para convertirse en rutas turísticas.

En fin, que esta primera parte de La historia interminable terminó ese cálido día de mayo en que nos mudamos al Samariterkiez. Y el caso es que el cambio de barrio me ha hecho ganar en tranquilidad a nivel práctico y también existencial; o al menos me ha dado unos años de tregua en la résistance pasiva y gruñona. Por un lado, mi portal ya no está en el Camino de Mauerpark -una vía de peregrinaje como cualquier otra-, sino en una calle tranquila, en el centro de un barrio al que aún le quedan cuatro pelos en la cresta. Friedrichshain norte sigue siendo Fantasía, aunque la Nada asoma la patita cada día un poquito más en todos los frentes. Yo no sé cuánto tiempo tardará el hombre blanco, caucásico y barbudo en abrir la primera panadería en mi barrio, solo sé que el calentamiento global es cada día más evidente y los polos californianos a cuatro euros, tarde o temprano, acabarán teniendo clientes en el barrio de las okupas.

Artículo escrito por Sandra Sánchez.

Las dos imágenes de este texto son de Susana Blasco.

Revista Desbandada