Noticia de un crimen bajo el papel pintado

Para Kirsten B.

No sé en qué momento se me cayó la venda de los ojos. Mientras lo pienso, paseo la mirada por la pared de mi nuevo cuarto. Claro que no es como el que tenía antes. Aquel era amplio, luminoso, de techos altos, bien aireado, cálido en invierno con su calefacción central, fresco en verano porque daba al sur, alegre, acogedor, con pocos muebles, como me gusta, apenas una mesa para dar mis clases, y la estantería en la esquina que yo mismo construí con restos de maderas encontradas en la calle. Al lado estaba la habitación de ella, y completando los ochenta metros cuadrados, el dormitorio común, dos baños y una cocina alargada que daba a un patio. Un tercer piso en un edificio de antes de la guerra, bueno, de antes de la Gran Guerra incluso. ¡Y barato, muy barato! Como que todo el piso le pertenecía a ella porque sus padres ricos se lo habían comprado y no había que pagar alquiler. Un chollo, vaya, podríamos decir, porque además ella, una alemana del sur, parecía que me quería, el sexo iba bien, bueno, muy bien, en realidad, si lo pienso bien, debería decir que  demasiado bien, pero no tenía yo experiencia para darme cuenta de ese detalle…

¡Qué triste, qué lúgubre, qué frío es este cuartucho! La ventana da a un patio cerrado, gris sucio. El barrio está lleno de casas como esta, casi no hay parques, y el invierno es largo. La estufa de carbón tarda horas en calentar la habitación, y lo deja todo lleno de hollín. El muro, nuestro famoso muro, además, está cerca, ahí termina la ciudad, ahí cerca, recordándote continuamente que vayas donde vayas la ciudad termina, estamos todos atrapados, solo que algunos tienen una celda más bonita y otros simplemente nos deprimimos en nuestro cubículo cerca de la Hermann Platz, justo en frente del Hasenheide. Pero no lo tendré que reformar, no tendré que quitar el papel pintado de las paredes ni tendré que arreglar los suelos de madera ni poner una instalación eléctrica nueva, y sobre todo, no tendré que construir una doble pared con aislamiento acústico para evitar oír los gritos que vienen del piso de al lado.

Supongo que ese era el precio que tenía que pagar por la comodidad, por la luz, por la calidez del piso, por los suelos de madera y el balcón de mi habitación con vistas a los abedules del parque. Por el sexo interminable de noches lujuriosas donde yo aprendía todo lo que se puede aprender a los 27 años y recién llegado de España a un Berlín que lucía aún las deprimentes huellas de la vieja guerra fría. Amor y sexo con la chica alemana guapa e inteligente que había empezado invitándome a cenar para acabar cerrando sobre mí su círculo de tiza invisible. Por ella no solo habría arreglado todo el piso y le habría construido una mesa de escritorio con su estantería integrada y un armario ropero, como de hecho hice; no solo habría hecho sexo noche tras noche hasta el agotamiento en extrañas posturas, con instrumentos desconocidos para mí y tomando sustancias que desconocía, como de hecho hice. Por ella habría hecho mucho más si no hubiera empezado a raspar en la pared del pasillo.

Berlín antes de la caída del muro era una ciudad, como digo, deprimente. Cualquiera que llegue a esta ciudad sabe que se va a enfrentar con el pasado. Está por todas partes. La destrucción de la guerra no ha sido aún cubierta del todo por nuevos edificios, hay ruinas que no ha sido transformadas aún en monumentos, y el muro sigue ahí, división que ya forma parte de nuestras rutinas. Pero si uno se pone a pensar un poco y recuerda los números, se marea, le entran náuseas y quiere largarse corriendo: las masas enfurecidas por la locura nazi; las filas interminables de soldados perfectamente alineados; los millones de muertos que vinieron luego; los expolios y la locura en que derivó la civilización europea, prendada por el deseo de muerte; los millones de bombas rociadas sobre las ciudades en retirada; los millones de ladrillos de miles de casas destruidas; el insoportable sufrimiento de los que se refugiaron en sótanos de casas sobre las que cayeron las bombas británicas atrapando a sus habitantes; el hambre; las violaciones de mujeres cometidas por la soldadesca rusa, ucraniana, lituana, británica, georgiana, francesa, norteamericana, en furia vengativa; los campos de concentración -Sachsenhausen al norte de la ciudad- donde se practicaba el trabajo forzoso de esclavos o se experimentaba con personas; las batallas con miles y miles de cuerpos esparcidos en campos deformados por los obuses de cañones y tanques… De alguna manera todo eso está en los agujeros de metralla que aún se ven en las fachadas de las casas. Uno no puede olvidarlo cuando viene a Berlín atraído por ese otro lado de la realidad alemana. Y sobre todo, cuando a uno le atrae una chica joven y guapa que le promete todas esas noches de sexo variado. Vale, a cambio eres extranjero, tienes que aprender el idioma, sentirte extraño y ajeno, pero en principio parece que merece la pena. Así que me fui a vivir con ella en el piso que le habían comprado los padres ricos del sur de Alemania.

Los vecinos eran una pareja joven, muy guapos los dos, extremadamente guapos, médicos los dos, y con un gusto exquisito para todo, pero sobre todo para reformar su piso, justo al lado del nuestro. En julio se fueron dos semanas de vacaciones a Menorca, con el piso recién reformado. Nos dejaron las llaves para regar las plantas, y pudimos pasearnos a placer por aquel piso increíble. Yo lo miraba todo con los ojos como platos, pero mi novia me miraba a mí casi divertida. El piso no parecía impresionarle, como si estuviera al tanto de todo, como si le resultara familiar, pero de eso me doy cuenta ahora. Así pude visitarlo sin pudor y fijarme en todos aquellos detalles. La moqueta roja que eligieron para el salón era de primera calidad, y aunque yo nunca hubiera elegido aquel rojo vivo encendido, a ellos sí les pegaba, y se integraba perfectamente con todos los otros detalles del piso. Pusieron maderas nuevas en el suelo del resto de las habitaciones, roble en casi todos, y uno con caoba, carísimo, de hecho prohibido en Alemania, no sé de dónde lo sacaron. Ladrillo visto en el pasillo combinado con apliques antiguos de bronce. Luces perfectamente camufladas que daban un ambiente acogedor e íntimo a la cocina, alicatada con azulejos en verde claro y amarillo, con una línea azul metálico horizontal que dirigía la mirada hacia la ventana del fondo, cuyos marcos de madera habían sido perfectamente decapados. Un baño brillante en el que el espejo biselado integrado en la pared daba profundidad al espacio y amplificaba la luz. En esquinas clave de la casa, plantas suculentas de hojas carnosas, exuberantes. Y casi todo lo habían hecho ellos mismos, sin escatimar en gastos. No era solo lujo y dinero, era verdaderamente originalidad arriesgada y buen gusto.

Nada, absolutamente nada hacía presagiar lo que podía estar sucediendo allí. Ni siquiera mis lecturas sobre los rituales mágicos de algunos nazis perturbados por el ocultismo más insano o su búsqueda de la pureza aria en las ruinas de la Tartessos hispana. ¿Alguien recuerda hoy en día a Rudolf von Sebottendorf? ¿Sabéis lo que fue la Thule-Gesselschaft? Podéis ver ese nombre en bolsas y remolques de bicicletas por las calles de Berlín. Pura coincidencia.

Por mi parte, pasaba el verano entre reformas en el piso de mi novia. Además, había decidido aprender algo de alemán, insuficientemente. Por las noches, todo lo llenaba un sexo oscuro que me dejaba exhausto. Quizá tendría que haber aprendido más alemán y haber practicado menos sexo, así habría entendido mejor las conversaciones entre mi novia y mis vecinos, con quien parecía extrañamente compinchada, y habría podido saber dónde me estaba metiendo. Como la reforma en nuestro piso la tenía que hacer yo solo, íbamos más despacio que los vecinos, que podían contratar albañiles, fontaneros y carpinteros para las tareas más pesadas. Como es habitual en los veranos de Berlín, los días eran largos, y podía trabajar hasta tarde. Aún así, los trabajos se prolongaron hasta el otoño.

Mi plan era empezar a dar clases de español en casa cuanto antes. Mis ahorros se estaban acabando entre los gastos de la reforma y la vida cotidiana en Berlín, y en algún momento necesitaría volver a ganar dinero. Los médicos se enteraron de mis planes una vez que vinieron a cenar con nosotros, y nos pidieron construir una doble pared que insonorizara mi habitación. Con los techos altos, el suelo de madera sin moqueta y los pocos muebles que tenía, cualquier conversación, decían ellos, generaba un eco que atravesaba la pared común entre mi habitación y su dormitorio, y como tenían que hacer guardias nocturnas, tenían que dormir de día, decían ellos. Accedimos, naturalmente. Todo esto me lo explicaba mayormente mi novia, que habla español, porque entonces, como ahora, yo apenas hablaba alemán.

Al final de agosto mi novia se había ido de viaje, dijo que con una amiga a los Estados Unidos, y tenía todo el piso para mí. Me puse a construir la pared. Compré listones de pino, ángulos de metal, tornillos y tacos, planchas de yeso laminado… No sé por qué, cuando ya había fijado la estructura de madera a la pared medianera y solo me quedaba poner la fibra y atornillar las planchas de pladur, se me ocurrió empezar a raspar la pared para quitar el papel pintado. No tenía sentido, aquella pared iba a quedar cubierta por la nueva pared, no era necesario aquello. Seguramente si hubiera estado ella, no me lo habría permitido. Recordando ese momento, me parece estar viendo una pequeña esquina de papel pintado algo despegada, y quizá había adquirido, inconscientemente, la manía de cualquier pintor o fontanero: antes de poner algo nuevo, quitar lo viejo. Así que cogí la espátula y empecé a despegar ese típico papel pintado que se pone en Berlín en las paredes cuya rugosidad se consigue con virutas de madera adheridas a la superficie del papel, que luego se pinta con rodillos anchos de pintura mate. Curiosamente el papel se desprendía muy fácilmente, como si hubieran aplicado malamente el engrudo adhesivo. Al principio, debajo había solo otro papel pintado, a veces directamente el enlucido viejo que cubrió la pared de ladrillo en la época de la construcción, a principios del siglo XX, pero entonces empezaron a aparecer la hojas de periódico. 

¿Qué música escuchaba mientras hacía aquello? Tengo que mirar en mis diarios de esa época. Luego dejé de escribirlos, pero hasta el último momento creo que seguí escribiendo. Yo creo que por eso no escuché los ruidos que venían del otro lado, unos gritos apagados con mantas o colchones. No me gusta escuchar música con auriculares, pero no me explico por qué no me di cuenta si estaba tan cerca de la pared y el raspar de la espátula no habría podido tapar los quejidos ensordecidos que traspasaban aún la pared que daba al dormitorio de los médicos. También puede ser que me distrajo tanto lo que iba encontrando, que no presté atención al ruido de fondo. Uno, dos, tres papeles de periódico amarilleados por el tiempo y el engrudo seco. La primera hoja se desprendió en fragmentos, pero las siguientes cayeron casi íntegras. No podía saber qué ponían, mi alemán era demasiado rudimentario, así que llamé a mi amigo Paco, que lleva dos años en la ciudad, historiador aficionado a los aspectos más lúgubres del viejo nazismo, guía turístico de los bajos fondos de la ciudad. Él me lo explicó.

Todos los recortes hablaban de un mismo hecho sucedido en Berlín a mediados de los años 60. Algo muy sangriento, restos de cuerpos sin sangre repartidos por la ciudad. La policía nunca encontró a los criminales, según decía. En uno de ellos se hablaba de extraños rituales de rejuvenecimiento a los que las autoridades no querían hacer demasiado caso, demasiado preocupados quizá por los acontecimientos políticos del momento, o temerosos de despertar reminiscencias con un pasado aún persistente para ellos. Paco me dijo que no me preocupara, y seguimos tomando unas cervezas. Nos pareció curioso, y luego se me olvidó un poco el asunto. 

Mi novia alemana seguía de viaje por Estados Unidos y yo la echaba de menos con un poco de rencor por haberme dejado solo en Berlín en mitad de la reforma. De noche no había sexo, pero el dormitorio quedaba demasiado lejos de la pared medianera, no habría podido escuchar nada a pesar del silencio, dos puertas y un pasillo me separaban del horror.

Pasaron algunos días, quizá incluso una semana. A los vecinos, no los veía nunca, debían de tener guardia toda la semana, creo que pensé. Mi novia no llamaba, empezaba a preocuparme.

Parecía un anuncio de ropa de los años 60. Las fotos tenían los colores desleídos, la ropa de las fotografías eran de esa época, los cortes de pelo, las posturas del cuerpo. La tipografía del titular era de trazo grueso y redondeado tan característicos de entonces. Poco a poco, el anuncio dio paso a la noticia que ocupaba el centro de la página, iba desplegándose ante mis ojos que apenas entendían lo que decía, y justo en el rincón de la pared apareció el principio de la foto, la curiosidad extrañamente se mezclaba con un espanto que no podía explicar, la mano temblaba al arañar los últimos centímetros cuadrados que cubrían el periódico, y entonces aparecieron sus rostros, uno a uno, desteñidos como el resto del periódico, pero claramente identificables, sonrientes frente a las cámaras y los micrófonos que los entrevistaban, hermosos, jóvenes, increíblemente jóvenes los tres, tan bien vestidos como siempre, con tanto gusto, tan atractivos, la pareja a un lado de la fotografía, abrazados y amorosos, con los rostros muy cerca, casi besándose de manera tan teatral y al mismo tiempo encantadora, y un poco separada y más bajita, porque ella es algo más bajita que ellos, pero también sonriente, coqueta como es ella, y tan tan guapa como se pone cuando te mira amorosa justo antes del orgasmo…

Y un poco más abajo, el pie de foto: Menorca, 6 de julio de 1965.

No sé qué cara habrán puesto al regresar de su viaje y ver la pared a medio terminar, las herramientas por el suelo, el serrín por todas partes, los retazos de papel pintado aún medio desprendidos, la estantería de los libros vacía, el armario ropero con las puertas precipitadamente abiertas. Quizá me he dejado cosas, estaba tan nervioso que no miraba bien lo que hacía. Esa noche me quedé en casa de mi amigo Paco, y al día siguiente empezamos a buscar una habitación nueva. Yo creo que me están buscando por la ciudad, y que ya han localizado a Paco, porque desde hace varios días no responde al teléfono. No me atrevo a salir a la calle. El dinero se acaba, mi nueva casera me mira con desconfianza. De noche, en mitad del insomnio, la oigo pasear por la casa y acercarse a mi habitación, pero yo cierro con llave por dentro y dejo que mis ojos recorran, espantados, la pared, comprobando milímetro a milímetro que no hay esquinas desprendidas de papel pintado que escondan, celosas, más noticias de espanto. 

Iñaki Tarrés

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