Quince segundos. Ese es el tiempo que tarda en aparecer en mi pecho la sensación que me acompaña cada día al despertar, al darme cuenta de qué está pasando a mi alrededor, al tomar contacto con la realidad. Algo se hunde en el esternón y, por su onda expansiva, vacía mi garganta, mi cara, mis ojos. Me levanto rápido. Voy hasta el placard y elijo cuidadosamente un atuendo. Sé que no es importante pero de todas formas hago el esfuerzo. Me baño, me peino, me pongo crema en el cuerpo: el cambio de estación en Berlín está haciendo estragos en mi piel; lo hace el otoño, el invierno, la primavera, el verano.
Me visto y, de camino a la cocina, me cruzo con un espejo. Desde chica, al ver un espejo, tengo la costumbre de sonreír, como si estuviera posando para la tapa de una revista. Es una sonrisa vacía, una mueca que imita el gesto que haría ese día en el que, finalmente, estuviera todo bien. Miro el espejo. Sonrío. Sigo mi camino. En la mesa de la cocina me espera la laptop de mi trabajo, un trabajo que detesto sobre un tema que detesto en un rubro que detesto. Pero hay que ser agradecido, dicen. Lo intento, pero fracaso al acordarme de que me esperan ocho horas de nada.
Elijo desayunar. Agarro la cafetera italiana que me robé de la oficina de ese mismo trabajo al que odio y la alisto para hacerme un café. Mientras espero, veo cómo el sol pega en los balcones de los edificios de enfrente. No entiendo cómo no están afuera bajo los rayos de la primavera. Los envidio, estoy segura de que muchos de mis problemas se resolverían si viviera en una de esas casas en lugar de la mía. Mi casa tiene balcón, pero solo le da el sol bien temprano a la mañana, o a la tarde, y en julio. Igual tengo balcón. Hay que ser agradecido, dicen.
Me siento a la mesa. Miro a la pantalla. Saludo a mis compañeros de trabajo, pero no digo ni buenos días ni good morning. Quiero vivir en un mundo en el que todos podamos ser más sinceros con lo que nos pasa y ese intento de sinceridad, en este momento, se llevó puesto al gut de mi guten morgen. Entonces digo un morgen a secas, acompañado de un signo de exclamación. “Morgen!”, nada más.
Me acuerdo del café. Miro la hornalla pero descubro que no hay nada ahí. No es la primera vez que pasa, la verdadera pregunta no es por qué, sino dónde. ¿Dónde está la cafetera? Busco en la bacha, en el estantecito de la derecha, en las alacenas de abajo. Cierro la laptop, como si en el espacio perfectamente visible detrás de su pantalla hubiera un agujero negro que me robó mi cafetera. Quien roba a otro ladrón… Obviamente no hay nada. Paso la mano sobre la mesa, su superficie limpísima, como todas las del resto de la casa. Hay algo de concreto en las tareas de cuidado de la casa que llena de sentido mis días. Cada cosa en su lugar.
De repente, con el sonido del motor de la heladera, salgo del ensueño. Abro la puerta y ahí está, entre las aceitunas y el queso, en el tercer estante, a la izquierda. Hubo un fragmento de tiempo, entre preparar la cafetera y la reflexión sobre los balcones, en el que mi cuerpo se desconectó completamente e hizo lo que quiso. En ese momento para mi cuerpo era conveniente poner la cafetera adentro de la heladera, aunque eso fuera en contra de mi deseo de tener un café caliente. ¿Cuántas veces habrá pasado lo mismo? ¿Cuántas cosas estarán en lugares que no les corresponden?
Me aseguro, esta vez sí, de ponerla en la hornalla. Al minuto escucho el bur bur de la ebullición. Dos de azúcar, un chorrito de leche de avena y ahí está mi café. Lo empiezo a tomar, y vuelve la sensación que tuve al despertar. Algo se asienta en mi pecho, se pone cómodo ahí, listo para cagarme el día. Me pongo a llorar frente a la pantalla, mientras mi jefa habla sobre métricas y KPIs y sobre cómo tenemos que ser creativos. Siento los pequeños surquitos que forman las lágrimas en mis mejillas y pienso en cómo lloraba antes. No, este llanto es diferente. Sale sin mediación alguna, sin una emoción previa que lo anuncie, distinto a la desesperación que antecede a la angustia, o la bronca que envuelve a la frustración. Es un llanto inocuo, un reflejo del vacío en el pecho, ese espacio entre los órganos y las vísceras que no está ocupado pero tan pesado es. ¿Cuán denso puede ser el aire? La cafetera es un signo. Viene a mostrarme algo que está pasando adentro mío sin que yo me de cuenta. Puse la cafetera en el corazón de la heladera, en el lugar donde ella tendría el corazón. Lo que me pasa es que falta algo ahí.
“Cecilia, what do you think?”, escucho desde los altavoces de la laptop. Pensé que me había desplazado, pero no. Sigo sentada ahí, frente a la pantalla, en la llamada telefónica del trabajo. Pongo en pausa el vacío que me habita y le respondo lo que pienso a mi jefa. Me sorprende la capacidad que tenemos algunos de sostener varios mundos a la vez; lo pienso como mi propia versión del Sistema Solar cuyo planeta más grande es esta sensación de abismo interior permanente y los otros, más pequeños, son todas aquellas cosas poco interesantes que quieren desplazarlo de su órbita. A veces lo logran. Sostener el afuera hace que el adentro se vea obturado, y eso es lo que me trajo hasta acá.
Mi jefa está satisfecha con mi respuesta, le parece medida, como todas las anteriores desde que empecé a trabajar ahí. Me dice que hablaremos más tarde, para ver cómo seguimos. Hago clic en el botón rojo para cortar la llamada y me pregunto cómo sigo yo, cuando a veces todo lo que hago es quedarme mirando a una pared. Y así el día continúa. De a poco. Como arrastrando los pies.
Me preocupa el futuro. Me pregunto si todos los días van a ser así, como suspendidos en el no-tiempo, con la cabeza nublada, en un sin sentido donde otras cosas cumplirán la función de esa cafetera, fabricada para hacer café, pero hecha para que yo la ponga en la heladera y darme cuenta de que hay algo en mi vida que no funciona. ¿Cómo se vive con todo fuera de lugar? Vivo en un cuerpo inhabitado, sin saber qué hacer con el vacío entre las cosas que están adentro suyo.
Voy al baño. La pasta de dientes está ahí y siempre tiene el mismo gusto. La coloco sobre el cepillo y la mojo con un poco de agua, que sigue siendo fría y transparente. Hay algo en los rituales diarios que calma. Mientras me lavo los dientes me miro en el espejo. No sonrío. En lugar de eso clavo la mirada en mis ojos. Me aterra pensar si esta es mi nueva vida, pero también me asusta imaginar otra vida posible. ¿Qué pasará conmigo? ¿Podré adaptarme? ¿Podré buscar un trabajo que me guste? ¿Lograré tener interés en aquello que me hacía feliz? ¿Escribiré? ¿Qué clase de baile probaré? ¿Alguien querrá conocerme? ¿Alguien me querrá abrazar? ¿Alguien me querrá?
Las ojeras negras y los párpados cansados por las noches de insomnio enmarcan unos ojos que no dicen nada. Esos ojos marrones que supieron ser tan expresivos hoy están tan vacíos como el pecho, como la cabeza, como las conversaciones con mi jefa, como la heladera y como todos los días de mi vida que se suceden unos a otros sin parar.
Muchos se sentirán familiarizados con esta escena. Hoy, en temporada de aislamiento, muchos estamos un poco así, dispersos, tristes, sin ganas. La diferencia es que este relato es de octubre del 2019. En aquel momento fui diagnosticada con depresión clínica, le pusieron nombre a algo que me viene acompañando desde hace mucho. Como dijo la comediante y actriz argentina Srta. Bimbo al comenzar la pandemia: “Les depresives del mundo estábamos listes”. Para algunos el estado mental de confinamiento ya estaba instalado antes de que el Covid-19 hiciera su primera aparición, y seguirá ahí una vez levantada la cuarentena. Para nosotros la vida cambió poco y es por eso que no estamos matando el tiempo con clases de zumba, ni compartimos nuestra preocupación sobre el futuro, ni nos sentimos más solos o más desmotivados. El aislamiento no me genera ningún tipo especial de melancolía, pero sí encuentro una diferencia: ahora nadie me mira raro si hago contacto con mi vacío en la cola del super y, en lugar de usar la tarjeta del banco, insisto en pagar con la del transporte.
Foto de portada ©Paloma Aliaga