En estos locos días que estamos viviendo, en los que poco a poco vamos aceptando como normalidad algo que hace unas semanas hubiese sido digno de un capítulo de la mejor temporada de la serie «Black Mirrow», los medios y las redes están llenas de apelaciones a la «responsabilidad» y mensajes de «solidaridad».
La responsabilidad que hoy se nos exige consiste en quedarnos en casa voluntariamente, con el argumento inapelable de que todos somos un peligro potencial en cuanto susceptibles de contagiar a los demás. Lentamente, casi de manera imperceptible, estas apelaciones se han ido transformando en exigencias o incluso en insultos y amenazas a los que se resisten. El periódico alemán «Die Welt» argumentaba con Kant que aquellos que hoy incumplían el imperativo categórico ignorando la recomendación, -pues a día de hoy, aunque parece ser cuestión de horas, en la mayoría de los estados federados de Alemania, quedarse en casa es una recomendación-, no merecían nuestra compasión, sino nuestra sanción.
Por otra parte la solidaridad consiste en mensajes de aliento, iniciativas virtuales y quedadas para aplaudir a los héroes. Y, lo más importante, quedarse en casa, pues a fuerza de repetir el argumento, la gente hoy se considera a sí misma -y a todos los demás- un peligro potencial.
Detengámonos un momento, pues puede que estemos confundiendo términos.
Lo que hoy asola a la población parece más bien una ola de miedo (dan fe de ello los estantes de los supermercados) y obediencia ciega a una opinión que se ha vuelto incuestionable. Incuestionable como acaban siendo todas las opiniones que tienen sus raíces en el miedo. Podría ser que allí donde decimos responsabilidad, estemos queriendo decir obediencia, y que nuestros gestos de solidaridad en realidad sea miedo a duras penas domado.
La autoridad a la que obedecemos hoy supuestamente es la ciencia. Sin embargo, incluso desde allí, únicamente parecen calar aquellos mensajes congruentes con el pensamiento que ya domina.

El virólogo alemán de moda, Christian Drosten, advertía estos días que el problema actual es «más medial que clínico» y desaconsejaba la «Ausgangssperre«. También el jefe de la cámara de médicos alemana lo desaconsejaba ayer (20.03.20), por el ambiente enrarecido y de desconfianza que se iba a generar (en realidad, este ambiente ya se ha generado) y la ansiedad añadida que provocaría en la gente.
Pero somos sordos a estos mensajes y extremadamente receptivos a otros.
El miedo a la muerte lo ha eclipsado todo y nos ha generado una visión de túnel en la cual solo vemos una salida.
Deberíamos empezar a plantearnos que quizás los ancianos no se estén muriendo -únicamente- por el virus. Que el propio miedo esté siendo un factor letal. Entre las medidas que se están tomando está el aislamiento total de los más débiles: en la mayoría de las residencias no se permiten visitas a no ser por fuerza mayor (muerte inminente), y este aislamiento unido a la amenaza del virus también tiene un efecto.
Pero es un efecto poco mensurable. Como poco mensurables son la mayoría de nuestras emociones.
Y por eso, a pesar de que nuestra despensa esta cada vez más llena, no nos cansamos de repetir que «no tenemos miedo».
Podría dar la impresión de que hay dos tipos de personas, los que animan y cantan, y los que arrasan haciendo la compra. Pero somos los mismos.
En poco tiempo, o igual hace tiempo ya, hemos ido olvidando que, como decía Tarkovski «el ser humano necesita a otros seres humanos». Aunque quizás hoy, que releemos «La Peste«, nos resuenen más las palabras de Camús:
«Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama, y sin embargo, yo también me aparto sin saber porqué.»