Otra noche en Friedrichstrasse

Friedrichstrasse parece un hormiguero, las conexiones del S-Bahn, sus comercios, hoteles, restaurantes y el teatro provocan que durante el día y parte de la noche, miles de personas transiten por sus aceras infestadas de gente.

En esa misma estación, bajo el puente de la vías del tren y con pocas más pertenencias que un saco de dormir, está su hogar, desde donde espera sacar unas cuantas monedas que le permitan comer y sobre todo, beber algo. Así transcurre su vida. No hay un día diferente, ya ni se acuerda de la edad que tiene, ni el motivo que le trajo a buscar una nueva vida en Berlín, su memoria se ha difuminado entre la mugre de sus manos y sorbos de vino.

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Una noche más ha tendido su negro manto sobre el caliente asfalto de la popular calle. Los semáforos juguetean a guiñarse los ojos de colores, no hay coches a los que dirigir, pero a ellos no parece importarles, continúan con su juego de colores. A este baile de luces se une el de una farola con una bombilla que no se decide a encenderse de forma definitiva, parece que cada vez que lo hace va ser la última, pero de nuevo se apaga, para segundos después volver a intentarlo.

No corre ni una gota de aire que arrastre el calor que desprende el asfalto todavía a esas horas, caminar sobre él, es como hacerlo sobre la boca de un dragón enfurecido. De todos modos nadie lo hace, y el asfalto lo sabe, por eso en cada bocanada de vapor que sale de alguna alcantarilla, se dibuja una sonrisa de triunfo. Una victoria más de la ciudad sobre el ser humano.

Sentado sobre su saco cual alfombra, y recostado sobre unos cartones a modo de sofá improvisado, escucha un lejano resonar que parecen ser pasos que envuelven en un sonido extraño la quietud del lugar. Según pasan los segundos, ya puede percibir claramente que se trata del sonido acompasado de unos tacones.

Cuando su cansada vista lo percibe, ve una figura que sale de la penumbra. No pertenece a una persona harapienta con las vestiduras rasgadas, con las manos negras de rebuscar en la basura, con agujeros en los zapatos y vino barato en las venas, no, no es alguien habitual de este lugar desolado a estas horas.

Cuando la farola caprichosa ilumina la silueta, la figura de un cuerpo femenino rompe la monotonía de la noche. Como una estrella en la entrega de los Oscar, surgen unas caderas apretadas por un ceñido e impoluto vestido blanco. Un vestido largo que cae por unas larguísimas piernas que se dejan entrever por los laterales abiertos de la falda. Un escote inmenso deja casi al aire unos tersos pechos que desafían la fuerza de la gravedad. No menos generosa es la parte trasera del vestido, la cual simplemente no existe, lo que deja al aire de la caliente noche una espalda perfecta. El vestido comienza al final de esa espalda mitad carne, mitad escultura, tan al final que te puedes asomar por el principio de la separación de esos glúteos pegados a la suave tela del vestido.

La figura femenina avanza en la noche mientras los semáforos siguen guiñándole sus ojos de colores. El único espectador del desfile está en primera fila, en un trono de cartones, y éste sí, éste sí viste un traje harapiento, éste si tiene uñas negras de recoger mugre en los contenedores, y por supuesto en vez de Don Perignon, bebe cortos sorbos de un cartón de vino barato que tal vez haya sido la inversión tras el recuento de capital después de un largo día suplicando una moneda.

No hay más invitados a la fiesta, es una fiesta privada. El desfile de una sirena, solo para él. Se prepara en su trono, acerca el cartón de vino. Rebusca a su alrededor la mejor de sus colillas, cuando la encuentra, la pone en sus labios desgastados por la miseria. Escupe en sus manos para colocarse el flequillo hacia atrás, se siente el galán de una película. Enciende su cigarro medio arrugado, lo coge con los dedos índice y pulgar, y lo separa de sus cortados labios. Una bocanada de aire, y el humo sale de su boca. Escupe hacia un lado y saca su mejor gesto de galán de cine ochentero.

La banda sonora la pone la ciudad, un ruido de motor por allí, una radio lejana por allá, poco más. La noche no ofrece otra cosa. Da igual, la función ha comenzado. Por su derecha se aproxima el ángel vestido de blanco, y él no puede moverse por la excitación. Sus caderas van rozando la seda del vestido que se desliza por sus piernas como la superficie del mar se mueve en días de suave brisa. Los labios hacen juego con la luz roja del semáforo, unos labios carnosos que esconden unos dientes blancos perfectamente alineados. La nariz se asoma tímida entre dos luceros que tiene como ojos, su larga melena se alza al viento abrazando con sus tentáculos la oscuridad. Cuando pasa por delante de él, una mirada se cruza entre ambos mientras el tiempo se detiene. Una mirada que se clava en sus entrañas como un puñal. Que le hiere en el corazón, que le enamora hasta la eternidad. Jamás Cupido había lanzado una flecha tan certera. La mirada duró un millón de años, una eternidad.

A su izquierda la figura desapareció como vino, con el único ruido de sus tacones golpeando rítmicamente el ardiente asfalto. La vio desvanecerse por la noche, pero él ya la había amado. Habían tenido un largo romance de un millón de años, justo el tiempo que duró esa mirada entre ambos. Y entonces volvió a recordar que fue por amor por lo que llegó a Berlín. Al fin había encontrado a su amada.

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Los primeros rayos de sol vuelven a dar luz al puente Weidendammer sobre el Spree. Una sirena de ambulancia atravesándolo sirve de despertador. Los curiosos que se acercan ven como un agente de policía habla por la radio. Los sanitarios de la ambulancia sacan un cuerpo sin vida tumbado en un saco de dormir, rodeado de colillas, de cartones, y junto a una caja de vino vacía. Cuando están metiendo el cuerpo sin vida en uno de esos sacos negros, a uno de los sanitarios le llama la atención el rostro del desdichado. Tiene un gesto de felicidad, como el de alguien que parece haber tocado el cielo con las manos.

Un inquilino subía al olimpo de los que han encontrado el amor.

Las imágenes son de Rafa Lezana.
Rafael Lezana

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