Un relato de Gabriela Cortés.
Hoy, al recibir el correo, un sobre hermoso resbala por mis manos, es una invitación para la fiesta más anunciada de los años anteriores. Por fin, la legendaria pareja de secundaria contraerá matrimonio en una celebración ostentosa.
Por supuesto que no tengo ganas de ir después de tanto tiempo creyendo que esos años escolares ya eran pasados. Básicamente he perdido contacto con muchas de esas personas y el no saber de sus vidas me hace un poco más extraño el encuentro. Y que justamente una boda enmarque tan peculiares acontecimientos me incomoda aún más.
Me siento halagada por la invitación, pero al mismo tiempo un tanto desubicada pues esas reuniones con amigos de la prepa los llevo bastante mal. Esos reencuentros siempre se ven rodeados con las preguntas clásicas de la evolución de tu vida. En mi caso, surge inmediato el contraste, o al menos, eso es lo que pasa por mi mente: esa incapacidad de no encajar con los modelos de vida de algunos. Siempre noto la sorpresa en alguno que otro rostro cuando respondo a sus preguntas. Aunque sus sonrisas quieran mostrar lo contrario, sé lo que piensan. Que no soy una persona de éxito. A veces, hasta puedo decir que me compadecen.
En fin, la invitación se queda en mi mesa una semana, en el sofá dos. En el algún momento la redescubro haciendo la limpieza y después de darle vueltas al asunto, no sé cómo, pero me decido a ir ¿que podría salir mal?
El primer problema es definir qué me pondré. Mi aspecto desaliñado hace un poco complicada la tarea. Le pido consejo a una de mis amigas y rápidamente lo resuelvo, pero el hecho de que me haya quedado perfecto el vestido y sepa cómo me he de maquillar, no quiere decir que vaya a estar cómoda con esto, me refiero a la parafernalia de la ocasión. Pienso que lo mejor es no asistir, pero ya es tarde, lo he contado a demasiadas personas y todas me han pedido que no cancele.
El tan esperado día llega. La recepción es impresionante, han cuidado hasta el más mínimo detalle. Realmente está todo planeado a la perfección. Grandes arreglos florales, luces que tapizan el techo cual si fueran estrellas, una pista de baile al centro y alrededor mesas que portan manteles como vestidos.
Al llegar me dirijo a la mesa asignada, en la cual ya se encuentran algunos invitados, nuestra disposición es intercalada: hombre-mujer. Lo curioso es que ninguno de los que estamos sentados nos conocemos y mucho menos hemos sido compañeros de clase. Respiro aliviada. Esto en parte es liberador para mí puesto que me he salvado de un reencuentro como tal.
La conversación empieza a fluir con las preguntas clásicas, pero es apenas pasada la comida que nos podemos observar mejor y estar más tranquilos. Incluso corren las primeras risas y confesiones.
Mientras tanto, la feliz pareja que no se ha separado desde la prepa se pasea por todas las mesas recibiendo las felicitaciones de los presentes, cuando llega a nuestra mesa la situación no es diferente salvo en una cosa, nos preguntan si alguno de nosotros ya ha congeniado con alguien y hasta nos incitan a cambiar de lugar si lo preferimos. Antes de despedirse y continuar con su recorrido nos lanzan una mirada casi grotesca.
En ese momento me doy cuenta de sus intenciones. Para ellos no hemos dejado de ser un experimento de la prepa. Ahora somos un pequeño experimento en la boda perfecta y ellos tratan de emparejarnos. Me pregunto si solo yo me he dado cuenta.
Sin más, la fiesta perfecta sigue su curso perfecto: baile, plática, risas, brindis emotivos. Y nosotros, aquellos del experimento, sabemos quiénes somos y dejamos de temer porque al menos conocemos nuestra condición de conejillos. Eso hace que -sin querer- en nuestra mesa corra sin freno una algarabía total que incluso nos parece sospechosa y quasi planeada. Las palabras acompañan las sonrisas y las miradas confiesan sin querer gusto por los otros o las otras. Hay una minirrebelión que ni siquiera se calla cuando uno de los padrinos da su discurso. Incluso yo, embadurnada en un vestido ajeno, recibo miradas que me mordisquean el lóbulo de la oreja izquierda. Me siento sonrojada.
De pronto, todo se corta con una pequeña discusión (sí, en nuestra mesa): dos hombres peleando por la atención de una dama que al mismo tiempo trata de calmarlos. La conejilla de enfrente se ve rebasada y las diez personas que conformamos la mesa tratamos de frenar el altercado. Y a pesar de nuestros intentos, pronto nos vemos envueltos todos en el mismo. Como un cauce de agua desbordado, la trifulca pasa de mesa en mesa echando todo por los suelos. Ahora solo se oyen gritos, llantos, groserías, arreglos florales que al caer se rompen en añicos. El glamour y la compostura se pierde de golpe y se transforma en caos puro.
La verdad no sabemos en qué termina todo. En algún momento, los conejillos, que ya no tenemos quién cuide nuestra jaula, salimos libres y nos reunimos afuera, en un café, a reírnos de lo que hemos provocado. El festejo tan esperado destruido por nosotros, los desparejados.
Gabriela Cortés (Ciudad de México): xochimilca, artista, amante fiel y leal del voleibol. Mexicana de corazón, soñadora por convicción a tiempo completo.
La fiesta forma parte de la antología Mercurio (Estacionario) de la que Desbandada publica una selección. Ver aquí.
Imagen de portada: © Fair Use
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