Un cuento de Grizel Delgado.
Hay dos momentos decisivos en la vida de una ciclista que acaba moviéndose por ciudades planas.
El primero surge a partir de una situación aparentemente clara y definida: alguien, un peatón cualquiera, bloquea el carril de bicicletas sin entender la peligrosidad de su presencia. A la ciclista, por tanto, no le queda más que enfundar el pulgar en el gatillo del timbre. Su instinto está dispuesto a ametrallar, pero acontece lo inesperado y fatídico del asunto. El imprudente peatón que tiene los ojos anclados en un libro es ese maldito gran amor que le marcó la vida. El instinto afloja y el pulgar dubita; la ciclista no sabe si hacer sonar o no el timbre porque…
¿Qué pasará si al escuchar el timbre, el peatón levanta la vista y con su mirada tonta la reconoce? La ciclista habrá de recordar todo de golpe. El viaje haciendo autostop donde ella lo conoció y terminó por cambiar su propia ruta para acompañarlo en la suya. Le vendrán a la mente los planes que tenían de viajar y que fueron cumpliendo uno tras otro hasta llegar a un proyecto mayor que los obligó a emigrar. O, por el contrario, ¿qué pasará con la ciclista si la mirada del peatón evidencia que ya hace meses –años quizás– que ella ha pasado a la memoria de los eventos por demás concluidos?

Mientras la ciclista estira la duración de ese instante fugaz dejando de pedalear, se da cuenta de un riesgo inherente provocado por la situación misma: tocando el timbre de improviso podría pasmar al peatón. Y acabaría por arrollarlo involuntariamente. A ese peatón con el que hizo largos viajes en un sedán amarillo que él nunca le permitió conducir. A ese peatón que terminó por llevarla a lugares que ella ahora sabe con certeza no le interesan en lo absoluto, ni volvería a visitar. Pensará el sorprendido peatón al sentir el golpe de las ruedas por su cuerpo, que la ciclista ha aguardado con recelo el momento perfecto para acometer venganza por todo eso o tal vez porque él concluyó ese último plan al lado de otra copiloto.
Existe, claro está, esa otra posibilidad de no sonar el timbre y dejar que el azar actúe esperando que el asunto no tenga mayores consecuencias. Si la ciclista se decide por no avisar su paso, se arriesga a rasguñar con el manubrio, o bien, a rozar con el propio brazo el cuerpo del peatón, cuerpo que se ha tenido fijo en la mira antes de embestir con dolo. Porque habrá con seguridad, por muy menor que sea, un secreto gozo de lastimar al peatón aunque sea fortuitamente. No tocar el timbre implica que la ciclista está optando por esperar cobarde que las cosas transcurran por sí solas y sin que ella las decida. Es decir, como antes, cuando ella fingía estar dormida y lo dejaba al volante decidir en qué playa o pueblo terminarían.
En el mejor de los casos, ni ciclista ni peatón se tocarán. La integridad de ambos –al menos la física– quedará intacta. Probablemente el peatón sólo se asustará sin saber siquiera que una amante de antaño ha sido la autora de la huida. Entonces será éste el primer recuerdo no compartido donde ambos coinciden en espacio y tiempo después de la ruptura. En el peor de los casos, la ciclista se topará con el olvido si es que el peatón no se ha percatado del singular encuentro.
El segundo momento decisivo ocurre cuando pasado el encuentro –donde hubo roce, rasguño o susto– el peatón ha quedado a sus espaldas. Y la ciclista retoma el pedaleo mientras traga saliva, posiblemente agradeciendo que no hubiera ocurrido un accidente. Habrá ahora que decidirse entre voltear a verlo o seguir. Si gira el torso, se enfrentará a una última despedida o a una disculpa del peatón, pero no por lo inmediatamente ocurrido, sino por lo otro, aquello que ha quedado kilómetros y años atrás. Si se decide por no voltear, subirá la marcha y seguirá su camino con una sonrisa forzada, como si el pasado no le hubiese dolido. O, por vez primera en la vida, podrá seguir ligera con una expresión de sorpresa en el entrecejo al descubrir cierto inesperado alivio que le indica que nada dura para siempre, ni siquiera las heridas.
Si la ciclista ha pasado de largo y el peatón no lo ha llamado, al no girarse nace en ella la palpitante duda de no saber si el silencio fue por susto o rencor.

Finalmente, surge la cuestión más evidente en este instante. ¿Por qué no voltear, volver y ver qué se siente tener al peatón de frente? A esa rara persona que jamás se consiguió que fuera un elemento cotidiano en ninguno de los pisos compartidos; a ese peatón que tal vez sí ha visto a la ciclista cuando cruzaba el carril de bicicletas pero se ha quedado pasmado al verla, y se ha escudado en un libro rogando para que ella lo viera, porque él, el peatón, a diferencia de la ciclista, no ha tenido más que una sola opción en todo este escenario: volver a casa, sacar un cuaderno y escribir sobre la amante que jamás lo perdonó y un día pasó a su lado montada en bicicleta como si nunca se hubieran conocido.
Hay momentos decisivos en la vida de las personas que terminan viviendo en ciudades llanas. Abandonar un sedán amarillo y decidirse por seguir en bicicleta parecería ser uno, sin duda, de ellos.

Grizel Delgado (1982, Cd. de México) Realizó estudios de licenciatura en la Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM y en Tübingen, y de Posgrado en Düsseldorf. Es editora, correctora y reseñista. Ha publicado cuentos en las revistas mexicanas Tierra Adentro, La Colmena, Palabrijes, Punto en línea. Colabora esporádicamente con revistas alemanas como iMex y CultMag. Es autora de la novela juvenil Tu abuela en bicicleta (recomendada por IBBY México, 2018), del cuento infantil “El misterio de Zacango”, premiado por el certamen de Literatura infantil (2014) de la UAEM. Reside en Berlín donde trabaja como editora. En 2020 publicó Hijos varios (Iliada Ediciones, reseñada por Amir Valle), su primer libro de cuentos.
Foto de portada: ©Iñaki Tarrés / Foto manubrio bicicleta: ©Pixabay / Foto sombra ciclista: ©Pixabay