Cuando llegué a Berlín no tenía ni idea de alemán.
Aunque eso yo no lo sabía. Así de optimista era.
Hablaba lo suficiente como para mantener lo que yo llamo una “comunicación unilateral”, que consiste en explicarse o hacer preguntas, incluso con cierta corrección, aunque después no se entienda nada de lo que el interlocutor responda.
Pero por algo hay que empezar, pensaba yo, como con todo en esta vida.
De modo que, para mis primeras prácticas en un hospital alemán, me aprendí de memoria la traducción de frases como “tengo que sacarle sangre” (ah, porque en Alemania, por lo general, quienes hacen las extracciones son los médicos, así que eso lo tuve que aprender también), que añadí a los “buenos días” y “¿cómo se encuentra?” que ya formaban parte de mi repertorio de recién llegada.
Bien temprano, me iba de habitación en habitación, despertaba a quien tocara y le soltaba la retahíla de “buenos días – ¿cómo se encuentra? – tengo que sacarle sangre”, que ya de tan ensayada me salía con bastante fluidez, y llevaba a cabo mi tarea aunque fuera entre gritos y quejas, que yo achacaba a mi falta de pericia con la aguja y no a estar haciendo caso omiso del paciente, que se había negado en redondo desde el principio siquiera a que le pusiera el compresor.
Que por algo hay que empezar y que los comienzos son duros lo sabe cualquiera que esté leyendo esto. Y aún es más duro constatar que, por mucho que pase el tiempo, siguen quedando terrenos por conquistar en lo que a manejarse en una lengua no-madre se refiere. Varios meses y unos cuantos cursos en la Volkshochschule después de aquellas primeras tentativas, volví a hacer unas prácticas (no remuneradas, aunque no haga falta precisarlo) en otro hospital. Y pese a la desenvoltura que creía haber desarrollado en ese tiempo, volví a caer presa de la frustración.
Una de las médicos de la planta, con mucha intención docente, decidió pasar a exigir un poco más que curas de heridas o extracciones y quiso involucrarme en el manejo de los pacientes, momento que yo ansiaba desde hacía mucho. Hasta que comenzó a hacerme preguntas sobre la teoría aplicable a los casos que teníamos entre manos, por ejemplo, qué parámetros se miden en una analítica para controlar el tratamiento con anticoagulantes (que son el pan de cada día en la clínica), y cosas similares.
Yo, totalmente bloqueada, no podía responderle. Trataba de procesar lo que la médico decía y aunque entendía, digamos, semánticamente lo que me estaba preguntando, era incapaz de encontrar en mi cerebro la información correspondiente. Después de recibir un buen rapapolvo, rematado con el consabido das geht gar nicht (“esto no puede ser”), me retiré avergonzada a esconderme en la escalera de incendios (donde otra chica en prácticas y yo solíamos hacer nuestras “reuniones de personal” cuando nos hartábamos de oír que todo lo que hacíamos era schlecht).
Cuando recuperé la calma y cambié el chip para volver a pensar en español, conseguí acordarme de la dichosa prueba de laboratorio por la que me habían preguntado antes. Pensé que seguramente, por llevar mucho tiempo sin estudiar, se me habían oxidado los conceptos y por eso me costaba acordarme de ellos. Pero me decía que tenía que haber algo más interfiriendo.
Efectivamente, no se trata sólo de una cuestión de expresión de la información (es decir, que uno no entienda bien o no sea capaz de explicarse en el otro idioma), sino también de que aspectos muy importantes del aprendizaje están estrechamente vinculados al lenguaje, y que esta capacidad se desarrolla en la lengua materna. Así, el pensamiento y los conocimientos, codificados en el idioma natal, se procesan en un área de la corteza cerebral diferente a aquella que se ocupa de aprender uno extranjero, y lleva tiempo a las neuronas establecer conexiones entre ambas áreas.
En conclusión, si alguien ha vivido también una situación como la que contaba antes, puede quedarse tranquilo: ni somos tontos, ni hemos aprendido mal el alemán, ni se nos ha olvidado absolutamente todo lo estudiado en la carrera. Es que el cerebro funciona así. Y de acuerdo con la sabiduría popular, mal de muchos, consuelo de todos.